Encuentro tardío

por Gonzalo Trinidad Valtierra

Para Alex Rojas

 

Al descender del púlpito, el pastor Marcín se enjugó el sudor con el pañuelo color durazno que sacó de su bolsillo. El ventilador de piso agitó su corbata. Uno por uno se despidieron los feligreses. Entre un apretón de manos y el siguiente se presentó un extraño del que receló desde que lo viera sentarse en la segunda fila, de adelante para atrás.

          Me gustó lo que dijo.

          Es la primera vez que viene, ¿verdad?

          ¿Ya no se acuerda de mí?

          Marcín trató de hacer memoria. Aparte de la cicatriz en la mejilla no había nada especial en ese rostro lampiño, curtido por el sol. Al verlo detenidamente supuso que se trataba de un albañil: sí, sus manos lo delataban. Volvió a mirar, con otros ojos, los ojos del extraño.

          Disculpe, no lo recuerdo.

          Nos conocimos hace un año más o menos.

          ¿Dónde fue eso? Refrésqueme la memoria, agregó desinteresado.

          En el metro Mixhuca. Yo iba corriendo y le pegué a su hijo con mi mochila, le abrí el labio. ¿Se acuerda?

          El pañuelo estaba empapado. Marcín sintió que el sudor lo anegaba, escurría de su abultada frente hasta el cuello de la camisa, demasiado ajustado. Una mujer se apresuró a despedirse de él, pero ni siquiera escuchó que la señora le prometía volver el domingo próximo.

          No lo recordaba, dijo el pastor, temblorosos los labios.

          Usted le dijo a su niño que no le pegué a propósito. ¿Se acuerda?

          Marcín abrió la boca para decir algo, pero lo interrumpió un anciano que le ofreció la mano a manera de despedida. Le dijo adiós sin prestarle atención. Había olvidado los detalles del accidente, arrinconándolos todo este tiempo en lo más profundo de su memoria. Ahora le parecía ver el labio abierto y una gota de sangre escurriendo por el pálido mentón de su hijo. Las lágrimas de éste corriendo por las mejillas. Y el extraño (sí, ahora lo recordaba) indeciso entre seguir su camino y disculparse.

          Le preguntó a su niño si había entendido que fue un accidente. ¿Se acuerda?

          Claro, contestó secamente el pastor, renunciando por entero al pañuelo y limpiándose la frente con la mano. El templo estaba vacío ahora. Se adelantó hacia la puerta, con la esperanza de que el extraño siguiera su camino y lo dejara en paz. No quería traer de vuelta aquella sensación, ese odio hacia los seres que pudieron causarle dolor a su hijo.

          Ayer pasé por aquí, dijo el extraño, con calma mientras seguía a Marcín como su sombra. Lo reconocí luego.

          ¿Escuchó el culto sólo para decirme eso?

          Sí, contestó, oí todo lo que dijo. La verdad es que yo soy católico, pero me gustó. Hizo una pausa mientras hurgaba en su mochila. Traje algo para su niño, ya debe estar bien grandote, y sacó un caballo de madera color ahumado. Yo lo hice, agregó orgulloso.

          No se preocupe, dijo Marcín sin aceptar el juguete. Tenía presente el labio de su hijo, como si acabara de verlo. Podría agacharse y limpiarlo con el pañuelo empapado que tenía en el bolsillo trasero de su pantalón. Los dedos le temblaban, como el alma. Se preguntó qué intención tendría el extraño.

           Quisiera saludarlo, si se puede.

           ¿A quién?

           A su hijo, pues. Quisiera saludarlo si está aquí.

           Eso no es posible, contestó. Hizo un ademán como si quisiera tocar el hombro del extraño para guiarlo hacia la calle, pero se retractó.

           Puedo venir otro día, no hay problema, paso por aquí dos o tres veces a la semana. Le ofreció el caballo de madera, un rocín sombreado con la cabeza baja y los ojos hundidos en las cuencas.

           Marcín miró el juguete, que rechazó por segunda vez; quitó el seguro y abrió la puerta. De golpe entró una corriente de aire frío y seco. El ruido de los coches inundó el templo; la voz de un panadero en bicicleta, quien pensó que el hombre junto a la puerta, el pastor, estaba a punto de desmayarse de tan pálido que se le veía, atrajo la atención del extraño, hambriento y agotado.

           No se moleste, dijo Marcín y apretó la manija, mi hijo… falleció meses atrás.

           El silencio creció entre los hombres. En ese momento un niño de ocho años se paró frente al pastor. Vestía una chamarra a cuadros y un gorro negro que le cubría hasta las cejas. Le pareció extraño ver al amigo de su padre empapado en sudor, como si hubiera hecho un gran esfuerzo físico, sujetando la perilla de la puerta en silencio como si esperara la llegada de alguien.

            Pa, ya me quiero ir, dijo el niño en tono de queja y pateó una lata que estaba en el suelo.

            Es mi hijo, agregó el extraño en voz baja. No supo qué más decir.

            ¿Es usted idiota? ¿Cómo se le ocurre dejarlo ahí afuera? Váyase a casa, no regrese a mi templo. No quiero volver a verlo.

            No se ponga así, sólo quería darle esto… palabras que pasaron por su mente, pero no salieron de su boca. Su pensamiento se vio interrumpido por el gesto colérico del pastor. El rostro enrojecido, hinchado, el cuello de la camisa a punto de reventar, los ojos saltones y una mueca desencajada, le recordaron el semblante de un albañil aplastado por una losa. El día del accidente desalojaron la obra desde temprano y tuvo tiempo de caminar a casa, ese día reconoció al pastor a través de un ventanal, cuando pasó frente al templo.

             Se abstuvo de responder los gritos y las invectivas cada segundo más desquiciadas del pastor.

             Padre e hijo escucharon el golpe de la puerta a sus espaldas. El extraño apretó el caballo de madera como si quisiera convertirlo en astillas con su puño. Todo había salido mal. Nunca debí entrar a ese lugar, pensó. Ni siquiera le había gustado el sermón. Semanas después de haber reconocido al pastor al otro lado de la ventana por fin decidió visitarlo ese sábado, su mujer insistió en que llevara a su hijo. Qué estúpido soy, pensó, y encima de todo le dije que yo había hecho el caballo; se le ocurrió de último momento. En su vida había tomado un pedazo de madera salvo para armar una cimbra.

           ¿Por qué se enojó ese señor?, preguntó el niño. Le hubieras dado un golpazo, así… puuum, y lanzó un puñetazo al aire.

           Marcín olvidó correr el pasador. Caminó de regreso al púlpito donde su Biblia lo esperaba, abierta en un pasaje que acostumbraba leer después del sermón. Se sintió aliviado de estar a solas. Desde la muerte de su hijo el ministerio le causaba angustia. Guiar a cuarenta o cincuenta personas no era cosa fácil, sobre todo al final del día, cuando Marcín sentía un odio amargo hacia sus hermanos. El alma le escurría por la frente y la espalda. Buscó su pañuelo, pero de nada le sirvió, el sudor era imparable.

           Se quitó la camisa y, con la Biblia en las manos, tomó asiento frente al ventilador.

           ¿Por qué no le dijiste nada, pa?

           Porque estaba enojado con razón.

           El pastor pasaba una hoja tras otra, como si estuvieran en blanco o fuera ciego frente a la Biblia. La palabra escrita no le decía nada. Lamentó su ataque de cólera, pero era demasiado tarde para disculparse. Sus manos temblorosas delataban las cosas más íntimas que reservaba sólo para Dios. Recordó el coraje que había sentido hacia el extraño, por segunda vez al recordar el accidente en el metro. Se avergonzó. En seguida buscó una justificación: yo no hubiera dejado a mi hijo solo, nunca, aunque me lo ordenara mi Dios.

           ¿Vamos a visitar otro día a tu amigo?

           No lo sé, dijo mientras le tendía la mano a su hijo para cruzar una avenida muy ancha.

            ¿Me regalas el caballito, pa?

            No, mijo, es para un niño que perdió a su papá.

 

 

Gonzalo Trinidad Valtierra

Obrero de la palabra escrita. Lector de tiempo completo. Prófugo de las ciencias exactas. Alumno del taller de creación literaria dirigido por Eusebio Ruvalcaba. Participó en la antología Post data / Post mortem, Vodevil Ediciones. Autor del libro de cuentos Dios prefiere a los bastardos (Vodevil Ediciones). Obtuvo la beca de la FLM. Ha publicado en diferentes medios, digitales e impresos, cuentos, crónicas, ensayos y algunos poemas.