Cuento de Navidad

Por Eduardo Cerecedo

Está por amanecer el día de la noche buena, pronto será Navidad… ¡La cena!

Mi chequé no salió, al igual que el depósito prometido por mi deudor, allí me tienes pensando. Me he puesto al computador a escribirle a mis amigos, y nada, ya ha empezado a salir el sol. Algo tiene que pasar, yo debo cenar algo con la familia. Me salgo a caminar, cosa acostumbrada cuando no sale la escritura. Se están armando los puestos del tianguis en la colonia. Las estructuras de fierro suenan a distancia. Giro a la derecha, veo a un anciano contando el dinero que hay en su billetera; se mira llena, billetes de quinientos; se me acelera el corazón y sigo de frente. Pateo una piedra que está en mi camino.

 

Con el sol más fuerte regreso a casa. Dejo mi chamarra. Enciendo el auto; gasolina de reserva, (pues está en reserva). Nadie pregunta nada. Salgo a periférico, tomo Bilbao; sobre avenida Tláhuac me hace la parada una señora; me detengo, cosa inusual. ¨¿Qué puedo perder?¨, me digo.—Amigo— me dice con la lengua entumida y arrastrando las sílabas —qué bueno que me levantó, porque unos tipos me andan siguiendo—. Enciende un cigarro. Por el espejo veo que trae su bolso lleno de dinero. Me detengo en la siguiente calle, no hemos avanzado casi nada; la gasolinera está a unos pasos. —La llevo a donde quiera señora, pero ya no traigo gasolina—. Me dice —Ponle quinientos y vamos a la Narvarte—, no le contesto, agarro el billete.  Hice mis cálculos, —Échale trescientos pesos de la magna—, le dije al despachador. Para entonces el corazón me latía normal, no como al ver la billetera del anciano.

Pues bien, llegamos a la avenida Taxqueña, de allí sobre Quevedo, doblamos a la derecha rumbo a la Narvarte. Llegamos, casa de dos niveles. —No vivo con nadie—, me dijo la Güera. Cerró con llave. —Sírvete lo que quieras—, me dijo. Se sentó frente a una pantalla enorme, la encendió. Con otro cigarro entre los dedos, se quedó dormida. Vi como un cigarrillo de humo débil cayó sobre la alfombra. Abrí el bolso, estaba seguro. Muchos billetes de mil y de quinientos. Tomé dos fajos de a mil y uno de a quinientos. Nunca pensé en matarla, ni siquiera toqué las tarjetas de crédito.  Salí con las llaves que estaban sobre la mesita de centro, (allí las aventó cuando llegamos).  Hice mis cálculos, volví por más contenido del bolso. Encendí la alfombra, por si acaso. Un pañuelo limpió mis posibles huellas. Con los billetes dentro de mi camisa bajé, abrí, salí. Encendí el auto (que nunca me ha dejado tirado en ningún lado), llegué a la avenida Eugenia, salí por División del Norte, me incorporé a Quevedo y seguí mi camino de regreso.

 

¡Ese ángel del cielo me cayó de maravilla! En la noche hubo pavo, costillas al horno, whisky, cerveza y unos tintos (de los caros, por supuesto). Invitamos a un par de vecinos que siempre son buena onda. Ya se ponía el sol más fuerte aún. Me dirigí al Oxxo por un paquete de cervezas Tecate, (bien frías, eso sí).¨¡La gloria!¨, me dije. Ya en casa le preguntaron a mi mujer que si ponían el ponche, (no me interesa quién), ella les dijo que sí. Hubo abrazos, baile y alegría. En la calle se partieron piñatas, se colaron los vecinos. Ahora que ya estamos en la Navidad, vamos a la iglesia a oír misa (de gallo, porque es la que más vale). Para mañana, de seguro, nos escapamos a una playa del pacífico.

De lo demás a nadie le he contado. Mi mujer me dijo, —¿siempre sí salió tu pago?—. Con el movimiento de cabeza en forma positiva, le dije que sí. —¡Y lo que falta!—, le expresé bien animado, palpando la cartera de piel en rojo uva, apretada de billetes.

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