Jorge Valdés Díaz-Vélez: La patria del melancólico

por Marco Antonio Campos

Prólogo para la antología “Parque México”

Renacimiento, Sevilla, 2018

 

Si hay una palabra que defina la obra poética de Jorge Valdés Díaz-Vélez es Orden. Fiel a la tradición, como sus maestros Borges y Bonifaz Nuño, nunca olvida que el objetivo esencial de un poema es crear sensaciones, sentimientos, destellos imaginativos.

El ritmo de la lírica de Jorge Valdés suele ser suave, terso. El equilibrio de su obra –me da la impresión- es el mismo que buscó como persona. Su metro más usual es el endecasílabo, pero también utiliza el heptasílabo, el eneasílabo, el alejandrino, y en general, entre ellos, predomina el verso blanco. Tal vez venga eso desde sus lecturas juveniles de “Muerte sin fin” de José Gorostiza, de “Piedra de sol” de Octavio Paz y de poemas de Luis Cernuda y Jorge Guillén. Incluso cuando escribe en verso libre queremos volver a leerlo en las formas tradicionales y una de sus formas poéticas favoritas es el soneto, del cual su gran maestro es Borges. Sea como sea, en cualquier poema, Jorge Valdés desarrolla siempre una anécdota, una historia, un apunte paisajístico. “Mis noches están llenas de Virgilio”, dijo Borges; las de Valdés Díaz Vélez están llenas de la poesía de Borges.

El pasado es la gran patria del melancólico. Mientras más pasan los años, lo que fue profundiza y regresa, se modifican los momentos emotivos, vuelven a modificarse, y alguna vez el poeta mexicano se pone a escribirlos. Melancolía por aquello que fue, por lo que quedó trunco, por lo que pudo ser… Como esos trenes que partieron, y pararon en el trayecto o en una estación, y no conocieron la destinación final.

El gran centro de la poesía de Valdés Díaz-Vélez, desde diversos ángulos, es la mujer: como contemplación, como deseo o como plenitud erótica. Por ejemplo, el mar o ruinas históricas o una simple rosa en medio de la mesa se acaban reconociendo en el cuerpo femenino. Todas las posibilidades de la sexualidad existen, aun los besos prohibidos (si los hay). Como en el famoso poema de Sabines, un hombre y una mujer se quedan solos, se ven desnudos, se penetran, duermen, despiertan abrazados, están solos y lo saben todo. Cuando Jorge Valdés Díaz-Vélez deja de estar en la habitación con la amada parece estar mirando todo el tiempo a otras mujeres, las imagina en su lejanía próxima, las dibuja en la página, y luego las ve irse, volverse aire: golondrinas que perdieron el verano. No en balde su afición honda por los cuadros de Renoir y de  Klimt con su viva sensualidad. Al cuerpo femenino lo toca el espectador cuando lo ve.

Hay poemas que hubiéramos querido escribir, pero que otros escriben para nosotros sin saberlo. De una honda y desdeñosa melancolía, es quizá el mejor poema de Jorge Valdés Díaz-Vélez, el cual versa acerca de un hombre (acaso el autor), que encuentra en un bar muchos años después a la muchacha que tanto quiso (ella no lo reconoce), que está acompañada de un tipo de “aspecto deleznable” (no puede ser de otra manera cuando se habla desde el resentimiento), y recuerda instantes vividos inolvidablemente cuando en el jardín todo crecía lozano y verde (los cuales entristecen el alma como entonces), para acabar comprendiendo que ese pasado ha pasado, o mejor, ha mal pasado. A fin de cuentas, algo que jamás se pierde, incluso en los tiempos próximos al adiós definitivo de la vida, son los intensos momentos con la mujer que se amó tanto. Todo eso que en el recuerdo es aquel ahora:

Sigues igual, incluso

me has parecido más hermosa, quizá menos

alegre que la imagen que de ti conservé

todo este tiempo en vano. Detrás de tu mirada

no encontré el resplandor de aquella chica insomne,

sino una palidez ceniza de rescoldos

que aún parecen guardar el vértigo del fuego.

No puedo asegurarlo. Y ya tan poco importa.

Pero hay también un puñado de poemas que nos emocionan una y otra vez: “Sit tibi terra libis”, en que recuerda a sus muertos; “Ginebra, verano de 1986”, escrito cuando muere Borges y el cual contiene un excelente final; “Las flores del Mall”, que retrata la belleza y banalidad de las muchachas que pasean en los centros comerciales sin la conciencia de que envejecerán cuerpo y rostro; “Viernes”, y el vacío de Dios; y, claro, “Conversación con mi madre”, tristísima plática telefónica, donde hay juegos de espejos geográficos del Torreón antiguo y el Rabat del hoy, y donde espejean asimismo imágenes que madre e hijo compartieron y los vestigios invisibles de lo que pudo ser o no fue.

La diplomacia, que tiene mucho de azarosa, llevó a Jorge Valdés, desde muy joven, a diversos países: Cuba, Argentina, España, Costa Rica, España, Estados Unidos, Marruecos, Trinidad y Tobago), y de allí conoció otros, donde escribió poemas, como en Portugal, Italia y Grecia. El poeta mexicano aprendió el arte, como dijo Borges, que aprendió Alfonso Reyes: “que es pasar de un país a otros países/ y estar íntegramente en cada uno”: viajar en ellos, convertir las experiencias en hechos estéticos y hacerlos una pieza en la casa del corazón. La poesía de Jorge Valdés Díaz Vélez está hecha de momentos, y aquellos que dejaron más huella en su lírica los vivió ante todo en México y en España. Como en el siglo XIX y XX Juan de Dios Peza, Luis G. Urbina, Francisco de Icaza y Tomás Segovia, Jorge Valdés Díaz-Vélez eligió España como un largo y quizás último destino. Curioso o paradójico: un hombre nacido y crecido hasta los veinte años en medio del norte semidesértico de México -país con dos grandes océanos a los lados-, el mar que lo acompañó en su incesante oleaje fue el Mediterráneo.

A los países donde la diplomacia lo llevó, quienes siguieron su labor cultural, lo reconocieron como un extraordinario agregado cultural. México no tiene con qué pagarle su diligente tarea. Toda labor de esta suerte suscita envidias y odios y eso sobra en el servicio exterior mexicano. Jorge Valdés Díaz-Vélez padeció esas envidias y odios aun de los que creía sus amigos. Jorge tiene una ventaja sobre ellos: les ganará la partida por la gran tarea de gestor cultural que hizo, y mejor aún, como artista. Su poesía –nos decimos- no tendrá días de la semana porque en su conjunto todos le pertenecen.

Si la verdadera biografía de un poeta, como se ha dicho, está en sus versos, esta antología personal es un espléndido epítome de esa biografía.

México D.F, septiembre de 2017