Será por la querencia, pero José Francisco Conde Ortega, nacido en Atlixco, Puebla, en 1951, ha decidido quedarse a vivir en Ciudad Nezahualcóyotl, tal vez porque, casi casi, ahí está a medio camino entre Puebla y Ciudad de México y entre sensibilidades duales que se intermedian a través de la poesía y ese cruce de caminos que es su persona: es el caso de la cultura literaria del siglo XIX mexicano –desarrollada casi toda en los estados o por provincianos que llegaban a lo que todavía no se llamaba De Efe–, que convive en él con una acendrada vocación de bicho urbano; asimismo, el de su afinidad con la poesía trovadoresca, que no es contradictoria con su amor y erudiciones alrededor del bolero, lo cual lo hace convertir a la cantina y el arrabal en la corte de amor de la que surgen los versos atrevidos y enamorados que se murmurarán, al oído y en privado, a la mujer amada, deseada; finalmente, un poco a la manera de Manuel Gutiérrez Nájera –modernista que no se aleja demasiado de sus preferencias epocales–, la obra de Francisco Conde escancia, mediante complejas permutaciones, esas sutiles metamorfosis que van del vino a la mujer, de la mujer al amor y del amor al vino. En el cruce de caminos, Conde se permite jugar con la inserción de versos o imágenes provenientes de otros poemas para completar alguno de los propios. Baste, en todo caso, para comprobar algo de lo que llevo dicho, la consulta de su obra reunida en Práctica de lobo, volumen que reúne los diez títulos poéticos que van de Vocación de silencio (1985) a La arena de los días (1999): dieciséis años de trabajo literario en el que Conde ha medido su poesía con los ímpetus trovadorescos del amor, su visión de lo femenino, de la ciudad, de la bohemia y del dolor por la madre muerta, mediante diversos experimentos formales que van del verso libre al endecasílabo, el octosílabo y el soneto blanco.
Vocación de silencio me sigue pareciendo un deliberado crepusculario, una compleja declaración de principios que apuntó hacia dos libros: La sed del marinero que regresa (1988) y Para perder tus ojos (1990). Vocación de silencio fue un libro del primer crepúsculo, el que corresponde al amanecer, por inicial y porque iluminó las que serían las grandes zonas de trabajo de este poeta: el amor, la ciudad, la reflexión sobre el verbo poético asimilado al discurso amoroso; también fue una declaración de principios porque se complació en sugerirle al lector la raíz de ciertos tonos y las genealogías literarias entrevistas en algunos versos, todo lo cual dejó ver una paradójica escritura nostálgica por la que la voz del autor oscilaba entre el silencio y el no callarse para decir sus cosas. En ese poemario, por cierto, se percibe la influencia de un poeta al que Conde no hace referencia en su declaración de fe asentada en el prólogo: César Rodríguez Chicharro, maestro y guía literario que, por esas fechas, aún ejercía una influencia visible en la producción personal de Conde (aunque le dedica un poema en Fiera urgencia del día). Es cierto que, entre La sed del marinero que regresa y Para perder tus ojos –donde el poeta nezayorquino y atlixquense cambió la dirección de su temperamento poético–, dejó de percibirse la influencia señalada, pero también es cierto que mucho del rigor que José Francisco ha demostrado en su obra posterior prolonga la presencia de don César. Catorce años después, el poeta ha agregado un nuevo memento a su quehacer literario con la publicación de Espina del tiempo (2013), que recoge dos poemarios más, escritos en el siglo XXI: Cuaderno de febrero (2005) y Fiera urgencia del día (2007). La diferencia con Práctica de lobo es que éste fue una reunión de su obra poética hasta 1999 y Espina del tiempo es una antología personal que abarca hasta el año 2007.
Lo que digo no hizo de Vocación de silencio el libro de un novato que rompiera sus primeras lanzas, al contrario: Francisco Conde se probó en versos donde la musicalidad mostraba a un poeta con oído sensible, para quien la métrica ya era un juego formal que permitía la liberación del sentido de las palabras y para quien el discurso estético no cancelaba el ingreso de maneras coloquiales: si un primer libro puede parecer el tanteo general de un autor dentro del vasto material poético, en Francisco Conde fue la conformación de su propia voz en torno del silencio y la expresividad verbal, de sus temas y exploraciones, que oscilaban entre el ceñimiento a formas ortodoxas y momentos de ruptura.