Los discursos de amor en la obra poética de José Francisco Conde Ortega (IV DE V)

por Enrique López Aguilar

Junto al símbolo personal de los tiempos otoñales es necesario agregar el de la arena, cuya primera asociación es la del infinito y la vastedad, como ese “polvo incalculable que fue ejércitos”, de Borges. Casi siempre, el tópico condesiano de la arena aparece alrededor de la inminencia erótica: es el caso del “pájaro/ de arena y el perfume de una tarde”, ya citado arriba. Más adelante, en “Tercer acto”, reaparece el símbolo: “un mensaje de arena/ en la palma de la mano”.

La arena no deja de recordar la materia carnal y terrestre de la que procede el hombre, por lo menos desde la visión de los mitos del Génesis, de modo que, junto a esa creación original que es el erotismo, las exactas visiones de pájaro, palma de la mano y ojos, asociados con una imagen de arena y polvo de oro, no dejan de aludir al Adán hecho de arcilla roja, al barro del que surge el extraño matrimonio de la primera triada: Lilith, Adán, Eva. Entre la primera, amante erótica a la que no le importa derramar la simiente del amado, siempre y cuando se cumplan los ritos del placer, y la segunda, mujer y esposa que garantiza la progenie y la dispersión de la familia humana sobre la tierra, se encierran y atormentan las noches y los desvelos del más frágil de los Adanes. La arena, recuerdo de un destino y un origen es, en las imágenes eróticas de Conde, la constancia de una materia que confirma su fragilidad y fortaleza en el instante inminente de los cuerpos. Además, si se recuperan las asociaciones de color y textura entre el polvo de oro y la arena, la nobleza del oro alquímico y su maleable invulnerabilidad parecen reforzar la carga hermética del erotismo como piedra filosofal de los dos cuerpos, que se encuentran entre el fragor de las sábanas y las páginas de un libro.

Finalmente, frente al tópico del alcohol, es necesario señalar que éste siempre aparece como emisario o agente propiciatorio de ciertas cercanías eróticas. Buen capitalizador de una herencia de la poesía maldita, que Conde recibe por el lado del modernismo y el romanticismo mexicanos, el paraíso artificial del mundo erótico, presidido por Lilith, puede asociarse con ese otro, el del alcohol, inductor de estados de ánimo propiciatorios, de revelaciones diferentes, de desinhibiciones milagrosas, por no hacer menos la erudición cantinesca y el amor por la ciudad que, en el poeta, se vuelven parte de una nueva manera de nombrar al ser, pues ciudad, alcohol y erotismo son los emblemas de un nuevo paisaje que, a la manera de De Quincey, representan el novedoso destino de un artista que sabe viajar por el filo más oscuro del postromanticismo postmoderno.En cuanto al tercer símbolo recurrente, el del ángel, Conde lo incluye en Intruso corazón de las siguientes maneras: “Abril es el mes más cruel / y asediamos la ventura del ángel…” (“Presagio”), o “una fiesta de ángeles adolescentes…” (“El aroma de tu piel”), o “el aroma de tu piel/ sobre el crepúsculo del ángel” (“El aroma de tu piel”), o “la resurrección de los labios/ en una oscuridad con alas…” (“Resurrección”). El juego del autor es ambiguo y exacto, a la vez: por un lado, dentro de la cultura urbana tan bien manejada por él, la primera asociación angélica remite al cruce de Reforma, Florencia y Río Tíber, y a esa niké mexicana que el arquitecto Rivas Mercado nunca imaginó transformada en el descaro de un ángel femenino, cuyo ascetismo es tan sospechosamente espiritual como el de la Diana cazadora. En otro nivel del significado, sólo lo que se augura en la antes citada “oscuridad con alas” pareciera aludir a la condición mensajera en los ángeles, pues la angelología de Conde es, en todo caso, carnalmente terrible, sin ninguna connotación rilkeana, ya que, para él, no hay más religiosidad que la de los cuerpos. Si lo que he dicho es cierto, la lectura angelológica de Conde es moderna, desacralizadora y profana, y está más cerca de la idea de que los ángeles son, por ejemplo, las putas del cielo, o de que sus semblanzas cercanas deben buscarse en personajes ambiguos y deliciosamente perversos como los que pueblan cierta pintura prerrafaelista o la de Gustav Klimt, o de que su condición actual está prefigurada por ese ángel, no por celestial menos tentador, representado por Nastassja Kinski en Tan cerca, tan lejos, de Wim Wenders.

Lo que una obra reunida y una antología personal dejan ver son las obsesiones personales de un autor construidas a lo largo del tiempo: reiteraciones y variantes que son espejo donde se mira el poeta.

(Continuará)