Navegante
Estábamos desnudos, desbordados de besos y caricias. Por un tiempo ―que creí eterno― fui asceta de sus montes y valles; el sediento que bebió del oasis inagotable de su mar embravecido, y enloqueció. No te detengas, me urgía, mientras nuestros labios se encontraban en la cresta de otro beso.
Después del café
“Me gusta el sexo. Y mucho”, me dijo, y su rostro se cubrió con una sonrisita que dejaba todo a la imaginación. Di un sorbo largo a mi café. La imaginé desnuda sobre la cama, tendida encima de su amante, las dos fundidas en un sólo beso de sal y almizcle. “A mí también me gusta”, dije con el hilo de voz que su mano desataba en mi cintura.
Diluvio interior I
Los labios de Anaïs aceptaron con timidez el beso de aquella boca entreabierta. Un susurro de mar embravecido acarició su rostro. Cerró los ojos y lamió hasta que toda June era un torrente cristalino en su boca. Un canto de sirena en las ingles de Anaïs pronunció su nombre, mientras las manos de June se aferraban a sus glúteos breves.
Al borde de la cama, Henry prendió un cigarro.
Árbol de Eva
Después de hacer el amor, me desprendí de su cuerpo con el peso de la fruta madura.
Estudio
Entre las placenteras marejadas del orgasmo, se permitió abrir los ojos: del viejo y despastado libro de anatomía sobre su falda, asomaba una mano.
Fetiches
«Podría prescindir de cualquier parte de tu cuerpo, pero nunca de tus manos», me decía ella. Entonces éramos muy jóvenes y me avergonzaba que lamiera y chupara mis manos en público. Cuando estábamos en la intimidad, antes de permitir que mi sexo la penetrara, debía recorrerla lenta y pausadamente con mis manos, deteniéndome el tiempo justo en los sitios precisos. Después del accidente en la motocicleta creí enloquecer. Imágenes suicidas se agolpaban en mi mente al contemplar mis muñones doloridos. «No te preocupes, me dijo una noche al ver mi desesperación», y me mostró un frasco con formol en el que flotaban inermes mis dos manos.
Bandeja de plata
Cubierta apenas por la transparencia vaporosa del velo de seda, Salomé se contonea grácil y sensual; percibe su cuerpo mancillado por miradas desbordadas de deseo, ávidas manos que la alcanzan y se funden al contacto de su intimidad; siente el fuego de una lengua que lame persistente su entrepierna. «¡Juan!», susurra, gime entre la marejada de contracciones que la inunda…
Un rato después, Herodes, el viejo lebrel afgano que rompiera el cuello a su difunto esposo, devora complacido su ración de croquetas.
El peine
Le sorprendió encontrar el peine de Luis en su bolso. Para no extraviarlo, lo dejó sobre el tocador, junto a las cremas y cepillos que necesita su pelo rizado y abundante. Cada día, al despertar y al acostarse, contemplaba con curiosidad ese objeto masculino encallado en su mundo de mujer. Aunque lo veía responder al coqueteo de los frascos de perfume, excitarse al roce de los labiales o las toallas humectantes, el peine de Luis siempre parecía envuelto en el manto de los desterrados. Enternecida, cómplice, Diana lo llevó una noche hasta su cama y le ofreció el calor de su cuerpo. El peinecito le correspondió acariciando su pubis desnudo.
Acecho
Diana es una planta sexual que inunda con su aroma la atmósfera oscura del jardín. Hurto una de sus flores, pero el gruñido de la pantera que acecha entre la espesura me obliga retroceder. Con el corazón en un hilo, me agazapo a la espera del zarpazo definitivo, de la dolorosa y fatal dentellada. Un viento azul de muerte estremece mi carne. «Tómame», susurra una voz vidriosa sobre la cama. Lleno con su imagen mi cabeza y caigo en el abismo de su cuerpo abierto.
Las tentaciones de Penelopea
Buscó entre la madeja de cuerpos enlazados a Odiseo ausente, pero encontró el suyo propio y cedió a las sensaciones de tantas bocas y tantas manos juntas.
Objeto sexual
Se estremece al sentir los dos cuerpos desnudos, sudorosos. A pesar del cojín sobrepuesto, el asiento de mimbre toma para sí el contorno de las escuetas nalgas masculinas. Tras un breve lapso de indecisión, extiende los brazos engarrotados y prodiga los senos de la joven en caricias y gemidos.
Al fin dejó de ser solo un objeto llamado silla.
José Manuel Ortiz Soto (Guanajuato, México, 1965). Pediatra y cirujano pediatra. Ha sido guionista de cómic y autor de canciones. Ha publicado dos libros de poesía: Replica de viaje (2006) y Ángeles de barro (2010); así como los libros de minificción Cuatro caminos (2014) y Las metamorfosis de Diana/Fábulas para leer en el naufragio (2015); es antólogo de El libro de los seres no imaginarios. Minibichario (2012), La marina de Ficticia (2018), y coantólogo de Alebrije de palabras. Escritores mexicanos en breve (2013) y El Tótem de la rana. Catapulta de microrrelatos (2017). Sus minificciones se encuentran en diversas antologías nacionales e internacionales. Coordina la Antología virtual de minificción mexicana. Contacto: manolortizs@msn.com y @jmanolortizs