Esta es una mínima muestra del trabajo con las historias, con la minificción, que se mezcla a veces, con el poema, con el aforismo, con la sentencia. El humor a modo: la vértebra en la obra de Agustín Monsreal. Lenguaje llano, científico, poético, cuya mesura a veces es el juicio, la locura, la extravagancia, la paradoja, la genialidad. Así pues, sus lectores, siempre estamos a la cacería de esas revelaciones lúdicas, proscritas de la confesión, buscando lo infernal en los frutos literarios. Aquí la voz del narrador, del poeta, del cazador de instantes.
LA ÚLTIMA MISERIA
Una noche, una noche cualquiera, Santos sale con su mujer a dar un paseo; de regreso a casa son asaltados por un hombre cuyo rostro sólo alcanza a ver de manera fugaz, pero definitiva; él es brutalmente golpeado y ella violada tan espantosamente que muere pocas horas después de la agresión. Durante el suplicio de la convalecencia −en un principio plagada de lágrimas, amargura, impotencia, desesperación−, Santos decide un día empujar hasta el fondo de la memoria los múltiples recuerdos que lo acosan, para que no agudicen el desamparo de su duelo, para que no le entibien el corazón, para que no lo ablanden de lástima por sí mismo, y se dedica a pensar, a imaginar, a premeditar con lucidez y minuciosidad, con vanidad y aun con deleite las circunstancias, las variaciones, los pormenores de un porvenir riguroso e implacable.
Cuando sale del hospital, realiza una visita al cementerio donde enterraron a su mujer; permanece de pie ante la tumba unos minutos, hace un callado juramento y se marcha. Ocupa varios días en reorganizar su casa, en adaptarse de nuevo a la vida, en habituarse a la soledad y el silencio. Luego −ya no es el de antes, ya jamás volverá a ser el que fue− comienza a indagar sobre aquel rostro visto en el vértigo de un instante una sola vez; al cabo de unos meses, quizá con un poco de suerte, acaso con alguna colaboración del azar, da con él; lo identifica, comprueba los rasgos contra aquellos que fijó su retina y grabó su alma; se cerciora, evita la posibilidad de un error; no hay duda: sí, es él: el asesino. En varias oportunidades −en un café, frente a un puesto de revistas, ante una mesa de billar− contempla con interés aquel cuerpo joven, resuelto y orgulloso, aquella cara inalterable y honrada, aquella mirada de ojos sin culpa, aquellas manos pacíficas, bellas, casi femeninas. El otro, acostumbrado a la cobardía de los olvidos, no lo reconoce. Es un hombre profundamente indolente y simple, sin alegría; es un animal de costumbres exiguas, inofensivas.
Santos, con modestia y sigilo, le sigue los pasos, se introduce con precisión y familiaridad en los ámbitos que frecuenta, lima las aristas de su desconfianza y finge, con calculada efusividad, hacerse su amigo. Le impone, sin embargo, de manera no declarada, una distancia necesaria, una regla de respeto inmodificable: hablarse siempre de usted. Comen juntos repetidas veces, se igualan en el hábito de caminar trechos largos, comparten ciertas vehemencias y algunos secretos difíciles de pronunciar, en ocasiones se emborrachan y buscan el refugio arrabalero, el amparo sórdido y estéril de algún prostíbulo. Santos descubre que él también, a semejanza de su rival, es un extranjero en el mundo.
−¿Por qué siempre usa usted corbata negra? −le pregunta el otro una tarde, sin intención de nada, casualmente.
−Es un viejo luto que llevo −responde Santos.
−¿Y la cicatriz?
Santos se pasa los dedos sobre el rostro: por un segundo, violenta y repentina, vuelve a tener cabida en su memoria la perfidia, la inusitada saña, la pesadilla.
−Es una cuenta que no he saldado −dice, y a su pesar, por única vez, siente que lo traiciona el duro acento del odio. Porque, no sin entusiasmo, le ha escuchado al otro los pormenores de sus aventuras, sus audacias, sus equívocas hazañas; no sin compasión ha conocido sus ajetreos y desganos, sus exaltaciones, sus incertidumbres, sus negligencias; no sin avidez ha memorizado los vagos rituales de sus puntualidades y demoras nocturnas, las calles, las lejanías, las íntimas latitudes de sus rutinas insobornables. No sin serenidad y paciencia ha esperado el momento de iniciar el cobro de la deuda pendiente.
Y el momento ha llegado. Santos aguarda, protegido por la sombra; lo ve venir, lo deja que pase adelante, lo ataca por la espalda con un sólido garrote: lo golpea, lo revuelca, lo macera: le rompe sin piedad las piernas y los brazos, las manos, las costillas, las mandíbulas, los dientes. Luego, apenas aplacada la respiración, habla por teléfono y pide una ambulancia. Observa, desde la complicidad de un zaguán, cuando se llevan el bulto sanguinolento. Después, con pasos extenuados y cortos, fumando sin apuro, confusamente preocupado, se dirige a su casa. No puede evitar, en el dilatado curso de la noche, que una especie de placer lo invada. Y también una especie de nostalgia. Durante varios días vuelve a ser un hombre solitario, ensimismado, triste. Hasta que recibe la noticia del salvaje atentado, y la súplica de su contrario: que por favor vaya a verlo. Santos, vuelto todo él un trastorno de emoción y nervios, acude al llamado de inmediato.
Los dos hombres se saludan con simpatía, con cariño, con viril amistad. Uno de los dos, astutamente mortificado, manifiesta su pesar solidario; el otro, vulnerable y marchito, usurpado por débiles sollozos, articula torpemente Gracias por venir. Ha perdido un ojo y aún lucha contra la amenaza de la muerte.
El peligro, no obstante, pasa pronto; pero el periodo de sanación es lento, trabajoso, prolongado; parece, y en cierto modo lo es, eterno. ¿Qué pecado, qué delito, qué infamia cometida y cicatrizada entre los recuerdos se paga con el ultraje, con el tormento de una eternidad como ésta? ¿Qué verdugo sombrío es capaz de acometer este castigo, esta tribulación infinita, este infierno? Santos empeña su palabra de no abandonar al herido en su infortunio y lo visita todas las tardes; metódico y tolerante, le cuida con abnegación fraterna las fiebres, los delirios; participa en su dolor, lo distrae de la angustia y el espanto, del miedo.
(«Ya nunca se me va a quitar el miedo, Santos, ya nunca. Por cualquier cosa tiemblo, me estremezco, me aterro, siento que alguien me persigue, me espía, cada que se abre la puerta es una tortura, cada que se apaga la luz el pavor se vuelve insoportable, de nada sirven los calmantes y las oraciones, de nada sirve nada, y cuando me duermo, cuando al cabo de muchas horas de ansiedad y desvarío el cansancio me rinde al sueño, siento otra vez, y cada vez con más furia, con mayor encono, cómo se desgarra mi carne, cómo se quiebran uno a uno mis huesos, y veo cómo se desparrama mi sangre, y cómo saltan mis miembros hechos pedazos, cómo me destrozo y me aplasto yo mismo, porque yo mismo lo hago, Santos, yo soy mi propio enemigo, son mis propias manos las que me rompen, las que me vejan, las que me martirizan, y todo es tan real cuando despierto, son tan reales el sufrimiento y el suplicio de mi cuerpo, es tan real el miedo…»)
Pero no hay nada que temer, no hay que temerle a nada en absoluto: Santos está ahí como un hermano compasivo que le apacigua los sobresaltos, le restaura la voluntad, le fortalece los ánimos.
Casi un año después, cuando por fin lo dan de alta, Santos lo conduce a casa y se convierte, con humildad, con lealtad, bondadosamente, en el perfecto aliado de su mejoría, en el más tenaz y laborioso artífice de su rehabilitación −a pesar de saber, los dos, que la generalidad de los daños son irreparables−. El otro, condenado a una silla de ruedas para siempre, tuerto y desdentado, contrahecho, seco, envejecido, acepta las humillaciones de la dependencia, de su inutilidad para comer, para cortarse las uñas, para bajar de la cama, para ir al baño, y poco a poco, con terribles esfuerzos, se acerca a la resignación, acomoda dentro de sí algo equiparable a la fe, aprende el sentido de la plegaria y agradece al Dios en el que cree el haberle conservado la existencia −aunque no logra distinguir entre el amor a la vida y el temor de perderla−. A la larga, con la ayuda de su amigo, de su único amigo, consigue limpiarse de inquietudes, de alucinaciones, de desánimos inmoderados, y fabricar nuevas esperanzas, apetencias nuevas. Llega a forjarse la idea, inclusive, de que un destino tan arbitrario y de tanto padecimiento merece la compensación de una intensa ventura, de un generoso soplo de dicha.
−He pensado que es posible lograrlo. Con su compañía, Santos, con su ayuda. Recuperar la voluntad de estar en el mundo, recobrar completa la energía de vivir.
Santos le sonríe, poderoso y sereno, imperturbable. Luego, casi con ternura, puntualmente, prolijamente, le vierte en los oídos la verdad, toda la irrevocable verdad. Y, para evitarle la vileza de una agonía demasiado prolongada, pone en sus manos la facilidad del suicidio. El otro lo mira con su único ojo desorbitado, repulsivo, implorante. Intenta, con una expresión idiota, horriblemente mansa, unas palabras de defensa, un movimiento de ruego, de perdón; pero su propio denuedo le derrama encima la certeza de que se halla anulado, vencido. Santos, al despedirse para siempre, experimenta una inmedible sensación de libertad, de sosiego. Y esa noche, por primera vez en mucho tiempo, vuelve a dormir en paz.
CASA DE RETIRO
¿Esto es la locura? No lo sé, ni me importa. Lo que sí sé es que mi permanencia en este lugar es necesaria, que mi cautiverio es un acto de voluntad. Para explicarlo, o más exactamente, para dar constancia de él, he decidido escribir estas líneas. Nadie, creo, ignora que la ficción, en no pocas oportunidades, prefigura la realidad. Nadie ignora tampoco que la ficción pura no existe, que la realidad determina todo hecho literario, y lo produce. Guy de Maupassant, un día, inventó una historia fantástica; muchos años después, más de un siglo después, en otro continente, en otra ciudad, yo he vivido esa historia en su parte medular y más dolorosa. Cambian las épocas, y con ellas el lenguaje de los hombres, sus quimeras, sus modos de crecer en el mundo, sus ambiciones, sus costumbres; no así las pasiones de la naturaleza humana, que en esencia son inalterables.
Soy, he sido desde que tengo uso de razón, un hombre solitario, insatisfecho, orgulloso. La convivencia social, para mí, carece de sentido. No soporto la pusilanimidad, el conformismo, el afán de adocenamiento de mis semejantes. Tolero, si acaso, como una concesión a mi temperamento y sólo eventualmente, la limitada e imperfecta compañía femenina. Desconfío de la familia y más aún del amor, apetencias vanas, argucias de ornamento, mistificaciones, espejismos en los que la persona claudica de sí misma, de su independencia, su individualidad. No conozco el abismo de los celos, ni la tortura de las lágrimas vertidas por alguien, ni la desolación de los insomnios sensuales; no me interesa compartir nada con nadie, adueñarme de nadie, pertenecerle a nadie. Son las cosas las que ocupan el sitio preferencial de mi curiosidad y mis afectos (cada una tiene muchos significados para mí, cada una es múltiples recuerdos de mí mismo. Ellas conocen mis raíces, conforman mi destino. Ellas seguirán siendo cuando yo haya dejado de ser. Acaso −quién puede saberlo− una parte de mí perdure en tanto la última de ellas continúe en pie. Cuántos seres habitan el mundo en la inmovilidad de las cosas. Cuántas existencias mudas nos acompañan en el espíritu de un objeto cualquiera. Cuántas vidas tocan a su verdadero fin cuando destruimos un mueble, por ordinario que sea. ¿Habrá quien pueda decirlo con certeza?). Las cosas, pues, son mi devoción, mi credo, mi fortuna. Y la soledad mi pasión irremplazable, mi única alegría.
En los días en que da principio esta historia, habitaba yo una casa sólida y amplia, muy antigua, al sur de la ciudad; una casa que mi fervor casi sagrado por los objetos había convertido en un museo, o mejor, en un santuario vedado a la intromisión de cualquier visita. Sólo trasponía sus umbrales la mujer que efectuaba la limpieza, una mujer sin atributos cuyo único rasgo memorable era el de ser callada y eficiente. Mis distracciones eran escasas y humildes: caminar por los alrededores en las mañanas y, en las noches, hacer música al piano o leer. De vez en cuando acudía al teatro y cenaba fuera de casa, pero siempre anónimo, altivo y aislado siempre. Algunas tardes, a la hora del crepúsculo, me complacía en admirarle al cielo sus colores insobornables; cierto atardecer (era verano), mientras los contemplaba con gratitud desde la ventana de mi recámara, percibí una suerte de pasos tímidos en la planta baja. Presté atención con todos mis sentidos. Aunque moderados por la distancia, los pasos se fueron advirtiendo cada vez más precisos, más enérgicos. Y como agudos, como punzantes. Me estremecí. Ignoro durante cuántos minutos estuve a la expectativa, agitado, nervioso, casi febril. Aguardaba. ¿Qué? Quién sabe. Por fin, no sin la mayor cautela, con el cuerpo aterido de ansiedad, decidí averiguar lo que ocurría. Cuando bajé el último escalón, las pisadas cesaron de golpe. Encendí luces, revisé puertas y postigos: nada fuera de lo normal, todo estaba en perfecto orden.
Me propuse no darle importancia a lo sucedido. Sin embargo, vertiginosa y ambigua, indescifrable, perversa, la experiencia se repitió en diversas ocasiones. Infructuosamente busqué aclarar el origen de aquel rumor, de aquellos pasos furtivos que no provenían de nadie y no obstante, estaba yo seguro, eran reales. Los oía (si estaba abajo, sonaban arriba; si me encontraba arriba, corrían abajo), los oía desparramarse agitados, impacientes, audaces, pero igual cesaban en cuanto yo aparecía. Sólo si efectuaba rondas continuas, obstinadas, conseguía que la casa volviese a su quietud, a su pacífico silencio. Pronto empecé a resentir la falta de descanso, de tranquilidad, de sueño. Mi aprensión, mi incertidumbre iban en aumento; un trastorno creciente arrebataba mis facultades; mi cuerpo y mi mente se veían afectados por una zozobra terca e inubicable; rota mi serenidad, agotadas mis defensas, la persistencia de aquellos ruidos acabó por atormentarme, por oprobiarme de inseguridad, por someterme a la humillación del miedo, a los dictados viles del miedo.
Al cabo de poco tiempo (no sé qué pretendo decir con «poco tiempo», ya que el tiempo es inmedible en este asunto), cautivo ya total de la infelicidad, empecé a notar que los muebles cambiaban de sitio o se exhibían colocados en posturas caprichosas, ridículas, indignas, lo que aumentó intolerablemente esa sensación de ultraje, de estropicio interno, de indefensión que padecía. Entonces, una mañana, harto de tanta y tan aciaga conmoción, de tanto y tan tenebroso disturbio, sin tener idea de lo que hacía, como un animal ciego que ejercita sus zarpas en el vacío, hablé con la mujer del servicio y, luego de culparla de insensibilidad, de negligencia, de ineptitud, luego de reprocharle severamente su desapego y su torpeza, le exigí mayor responsabilidad y prudencia en el manejo de mis bienes y la amenacé con largarla de mi casa si incurría en alguna otra desatención. Ella (insustancial, especie de sombra), aunque sin pronunciar palabra, adoptó una actitud de arrogancia y menosprecio que me ensució de rabia. Sonrió, solicitó permiso para continuar las labores del día y me dio la espalda. Tuve que salir a caminar el resto de la mañana para recobrar mi calma habitual. Cuando volví, alcancé a ver a la mujer cómo corregía amorosamente aquellas posiciones inauditas de los muebles, cómo ponía de nuevo cada objeto en su lugar de costumbre, cómo −creo− les hablaba con suavidad, los aconsejaba, les recomendaba tener paciencia, no perder la cordura. Me di un baño de tina muy largo y pensé, absurdamente, en la cantidad de cosas en que había depositado mis miradas, mi aliento, mis huellas digitales. Pensé también en vigilar muy de cerca cuanto hiciera la mujer.
Por la noche reincidieron los pasos, sólo que esta vez más bruscos, más agresivos, más descarados; pasos que se convertían de pronto en saltos, aporreos, derrumbamientos. La casa entera retumbaba bajo esa multitud de pisadas atrozmente coléricas. El espanto se apoderó de mí, de mis huesos, de mi carne, de mi sangre; el frío cruel de la cobardía me impidió moverme, me paralizó por completo, me contuvo de ir a conocer y a enfrentar lo que ocurría. Derribado contra la puerta de mi recámara, abatido, desquiciado, vi asomar las primeras luces del alba. Con la llegada de la luz, se apaciguaron las arremetidas del delirio; con el apoyo de la luz, me atreví a salir en busca de una explicación a lo sucedido. Y ante el espectáculo brutal de la casa vuelta de revés en forma despiadada, intolerablemente mancillada, fustigada tan sin reparo por la ignominia, endurecí mi corazón y tomé una determinación drástica e inapelable. Llamé de nuevo a la mujer de la limpieza y, con un rigor que no admite justificaciones ni disculpas, la despedí. En ese preciso instante debía recoger sus pertenencias y marcharse. De inmediato. No la quería bajo mi mismo techo ni un minuto más. Me miró con una mezcla de sufrimiento e ironía y por primera vez vi la parte oscura, esa parte ruin y maligna, aviesa que había en ella. Comprendí, de una manera vaga, el porqué de mi miedo. Y supe que tenía que ser implacable en mi resolución, si deseaba volver a vivir en paz. Todavía, azorada, lívida, con los ojos allanados de llanto y la voz trémula y servil, trató de convencerme de su inocencia, de su lealtad, de mi injusticia; apeló a mi bondad, descendió a la súplica, invocó a los cielos en su favor; pero no logró conmoverme, me mantuve en lo dicho. Entonces, ante mi inflexibilidad, quedamente, casi tiernamente, juró vengarse de mí, volverme dócil como un cordero, solícito y dispuesto a la penitencia como un pecador arrepentido; después hizo un breve, un dulce ademán de despedida y se fue. Su pobre amenaza no consiguió ablandar mi fortaleza de ánimo ni los remordimientos, esas formas dañeras de la nostalgia, me privaron de una excelente jornada de sueño.
Durante algunos días, mi vida recobró la calma, la salud, la estabilidad franca de los tiempos normales. Sin embargo, sólo se trataba de una pausa, de un falso sosiego. Mis cosas, mis amadas, mis insustituibles cosas habían aprendido la desobediencia, la insubordinación, y una noche, convertidas en monstruos inmisericordes, en furias siniestras e inexorables, en abortos de Dios, se amotinaron irrenunciablemente y comenzaron a actuar como criaturas animadas. ¿Qué secreta redención les había sido prometida? ¿Qué esperanza, qué promesa de felicidad las convocaba con su poder formidable? ¿Qué misterioso, qué inverosímil dominio las llamaba a manifestarse con esa impetuosa, con esa ingobernable prestancia? Y, por mi parte, ¿cómo consignar mi incredulidad, mi perplejidad ante el magnífico amotinamiento? ¿Cómo describir el horror que afrentó mi razón al contemplar ese terrible prodigio? ¿Cómo rendir cuenta de mi incapacidad para comprender aquel azar erróneo, aquella alucinación que me socavaba con su certeza?
Era grotesco, abominable el inhábil desenfado con que mi sillón de lectura, mi esbelto y sobrio sillón de lectura prodigaba su euforia por los aposentos, seguido por la infame ligereza del escabel y el bailoteo frenético de los divanes de la sala; atrás de ellos, miembros de una procesión espantosa, con un golpear de muletas amortiguado apenas por el espesor de la alfombra, las sillas del comedor saltaban festejando la verdad de su nuevo estado; en seguida venían, arrastrándose con lentitud, con pesadez insufrible, los dos cofres antiguos que hacían las veces de mesas esquineras, y los libreros de la sala que marchaban soberbios, majestuosos. Arriba había dado principio también la danza triunfal y se insinuaba ya por las escaleras el temerario desfile. La puerta de calle, cómplice inválida, se abrió de improviso y permitió la evasión ciega y furiosa y ufana y voluptuosa y artera de aquellos mis muebles que eran la única fe de mi vida, mi única pureza. El piano, alma de mi soledad, refugio de mis ansias y mis desvelos, pasó a mi lado gallardeando su albedrío propio recién estrenado; pasaron asimismo, presurosamente, los cuadros y las esculturas nunca terminados de contemplar; y los adornos, esas vanidades en apariencia prescindibles pero parte de mí como mis ojos, como mi lengua, como mis dedos, se deslizaron inelegantes y abyectos lejos de mi alcance. Tropezándose, empujándose, arrollándose, rebaño estrepitoso y feliz, el tumulto de objetos bajaba escalones, cruzaba puertas, se precipitaba hacia las calles, brincando, girando, oscilando; roperos macizos y erguidos lo mismo que vajillas delicadas y espejos taciturnos, candelabros, cómodas, un juego de ajedrez con sus piezas livianas como pájaros, libros, un reloj de pared y uno de arena, todo caminaba, corría, se contorsionaba, se zarandeaba, se distanciaba, se perdía en la oscuridad, huía, se burlaba de mí, de mi amor, de mi fidelidad, de mi entrega, de mi paciencia. Y, al final de la maniobra, gigante poderoso y resuelto, mi escritorio de toda la vida cruzó junto a mí con apacible desvergüenza, como cautivo que ha roto las cadenas de un destino desdichado. Supe que de nada valdría tratar de interceptarlo, de contenerlo, que me arrastraría con la fuerza de su zancada, que escaparía como escaparon los demás, todos los demás, que era yo impotente para impedir la catástrofe, para atajar aunque fuese mínimamente la unánime fuga.
Atónito y extenuado, sobrecogido de pavor, sentí cómo se me venía encima el peso tremendo de la inmovilidad que acompaña a la ruina, a la desolación. Miré a mi alrededor; recorrí la casa palmo a palmo. Había desaparecido hasta el más pequeño, hasta el más insignificante de los objetos. Las habitaciones, las paredes, los pisos mostraban sólo estrago, abandono, frialdad, vacío. Cerré la puerta principal con llave (admito que innecesariamente, neciamente), me recargué en ella, me deslicé al suelo y lloré. Lloré con ansiedad, con dolor y fatiga. Lloré. Yo, que nunca había condescendido a las lágrimas.
Al cabo de unas horas, en medio de aquella adversidad impiadosa, apareció la mujer del servicio, pequeña, deleznable, y me dijo, con un imperio dulce en la voz, que la siguiera. Mis muebles estaban en su casa. Desde entonces, envilecido, encanallado, vivo con ella. ¿Esto es la locura? No lo sé, ni me importa. Lo que sí sé es que mi sometimiento a esta mujer es deliberado, que mi cautiverio entre los regocijos de su vientre es un acto de voluntad. Espero, algún día, rescatar a mis cosas y salvarlas de esta promiscuidad humillante, de esta feroz pobrecía, de esta ordinariez indigna en que ahora, empecinada, fementidamente nos encontramos. Se ha modificado mi circunstancia, sí, pero no han variado mis pasiones ni mis principios. Como todo cuanto existe, soy parte del infinito, y soy el infinito.
CONTRADANZA
Recuerdo bien que cuando entré al cine la película estaba por comenzar. La sala se encontraba casi desierta y olía a desodorante y a humedad, igual que mi cuarto los viernes por la tarde, cuando mi madre y alguno de mis hermanos iban a visitarme. La casa donde vivía era amplia, con patio y todo. Mi madre puntualizó que la había alquilado para mí solo, que Jovita se encargaría únicamente de hacer la limpieza y darme de comer. En un principio me sentí de veras contento, ya no iba a tener que soportar a mis hermanos y podría salir y regresar cuando se me diera la gana. Pero mi madre le dio las llaves de la casa a Jovita, que resultó ser una mujer de estatura enorme, y demasiado enérgica, aunque eso sí, sabía a la perfección qué pastilla me calmaba el dolor de cabeza y cuál era la inyección que me tranquilizaba y me hacía dormir. Lo que me irritaba era que me tuviese bajo llave la mayor parte del tiempo, y por eso a veces sentía yo el deseo de pegarle con la tranca y descalabrarla y dejarla medio muerta, como dejé a mi hermano el grande cuando ya me cansé de que por su culpa me tuvieran los días enteros encerrado −allá en la otra casa, en la de mi madre, que olía a flores nuevas y a pan recién horneado y a limones recién cortados. Creo que también por eso, cuando Jovita abría la puerta y me dejaba salir a jugar al patio, yo me ponía a escarbar la tierra y a buscar lombrices; luego que juntaba suficientes las colocaba sobre una piedra lisa y en seguida las reventaba con otra piedra gorda que les dejaba caer desde la altura de mi cabeza; después corría jubiloso a buscar más lombrices para repetir el juego, y así hasta que me aburría. Entonces, iba yo al lado de Jovita y ella me contaba historias de mujeres que van de aquí para allá, como los barcos, y que a cada vuelta que dan la vida las va gastando, y que un día, sin que nadie lo advierta, el oleaje de la vida se las traga, igual que el poder del mar se traga los barcos. ¿Por qué?, preguntaba yo a Jovita. Porque así es la vida, respondía ella. Y entonces se levantaba y volvía a encerrarme en el cuarto, y yo la odiaba con tanta fuerza que apenas si podía aguantarme las ganas de sacar la navaja y hundírsela en el corazón o en el estómago. No lo hacía porque, si fallaba el golpe, ella de seguro me la quitaría, y mi navaja es lo que más quiero en el mundo. Me la compraron hace ya muchos años, cuando salía yo de excursión con los muchachos de la escuela; todos me la envidiaban y mis hermanos a cada rato le decían a mi madre que era peligroso que yo cargara una navaja; ella no les hacía caso y les decía que no exageraran las cosas; pero por aquello de las dudas decidí guardarla y afirmar que la había perdido; con el tiempo acabaron por creerlo. Mis hermanos, a pesar de ser mayores que yo, me tenían miedo; un miedo que a mí me daba gusto y satisfacción y a ellos les ponía los ojos saltones y bailadores y les secaba la boca cuando entraban en mi cuarto, los viernes que acompañaban a mi madre. Ellos permanecían siempre de pie, cerca de la puerta, sonriendo como idiotas y tratando de aparentar naturalidad; mi madre dejaba sobre la cama los regalos que traía −pinturas de agua, coches para armar, títeres de barro− y luego se sentaba en la silla acojinada que colocaba Jovita en el centro de la pieza. Y ahí nos estábamos, nada más mirándonos unos a otros, los cinco minutos que duraba la visita. De vez en cuando mi madre despegaba los labios para comentar te ves bastante repuesto si necesitas algo qué tal los cochecitos o cualquier cosa por el estilo. Lo malo de mi madre era su carácter, muy débil, muy como sus manos, que de tan suaves que eran me causaba horror tocarlas. Mi madre jamás sería un barco, jamás sabría lo que es el mar; mi madre sería siempre una barquita de papel bogando en las tranquilas aguas de una palangana. (Cuántas veces pensé decirle a Jovita esto de la palangana, pero ¿qué tal si en lugar de tomarlo en serio se me reía en la cara?) En fin, mi madre era así y ni modo, no había nada que hacerle. La culpa en verdad la tenían mis hermanos, de ellos fue la ocurrencia de esto de la segunda casa. Y estoy convencido de que mi hermano el grande, para vengarse, propuso que me tuvieran bajo llave. Sin embargo los cuatro eran culpables lo mismo, y por eso se alternaban los viernes, y por eso permanecían todo el tiempo pegados contra la puerta, hasta el momento en que mi madre se incorporaba y se subía la mantilla a la cabeza y decía bueno ya vimos que estás bien ya nos vamos. Y se iban. Y me dejaban otra vez solo y arrinconado en ese cuarto que entonces más que nunca apestaba a desodorante y a humedad; igual que la sala de cine, que seguía casi desierta a pesar de que la película iba ya por la mitad. Fuera del principio, cuando surgió aquel tajo espectacular, ese relámpago maravilloso con que el asesino cercenó la yugular a su primera víctima, la película estaba resultando de lo más infame y aburrido. El asesino había cometido dos crímenes más, pero sin atreverse a repetir el golpe maestro; y digo sin atreverse, porque las víctimas le facilitaban las cosas de una manera increíble. ¿Quién hubiera podido imaginar que tras esa cara de muchacho que lo acaba de abandonar la novia, se escondieran tanto resentimiento y tanta rabia? Nadie por supuesto. Entonces, ¿por qué precipitarse?, ¿por qué hundir el arma en la garganta del sacrificado de ese modo tan estúpido, como si estuviera degollando cerdos, en vez de hacer cortes brillantes y precisos como el inicial? Decididamente, yo no podía comprender esa actitud torpe y absurda, y mucho menos simpatizar con ella. Por otra parte, el olor, la quietud y la penumbra de la sala habían acabado por enfadarme. Eran las cinco y diez, según el reloj instalado a un lado de la pantalla. A esa hora (desde antes, quizá) mi madre y mis hermanos sabían ya que había yo escapado (ellos seguramente preferían escapar a salir) y me buscaban como locos por toda la ciudad, con unas caras de susto que nada más de figurármelas apenas si podía yo contener la risa; una risa colmada de satisfacción y de ira al mismo tiempo, y la ira me venía sólo de pensar que aunque no quisiera tendría que retornar donde Jovita, porque ella era la única que conocía la forma de hacerme dormir y aliviarme los dolores, cuando los dolores llovían como lajas filosas sobre mi cabeza. A lo mejor, el odio desmesurado que a veces sentía yo por Jovita, era de tanto como la necesitaba; a lo mejor también ella me necesitaba a mí, y por eso no me dejaba salir del cuarto así me pasara los días enteros gritando y aporreándome contra la puerta, porque había días en que tenía la impresión de que alguien me acechaba, alguien vigilaba cada uno de mis movimientos y aguardaba solamente a que me descuidara para hacerme daño; yo, entonces, me ponía de pie y empezaba a caminar por toda la pieza, buscando, girando una vez y otra, hasta que en una de tantas descubría una sombra en la ventana, que desaparecía de golpe y que volvía a surgir en cuanto le daba la espalda de nuevo; yo me pegaba a la pared y me estaba quieto, en espera de que el dueño de aquella sombra osara pasar por entre los barrotes de la ventana y atacarme; pero no lo hacía, y al cabo de un rato empezaba un ruido seco como de cuerpos que se arrastran penosamente bajo el suelo, y el ruido crecía y los cuerpos se acercaban cada vez más y más a la superficie, y de repente ya estaban ahí, empujando con toda su fuerza, luchando por salir, y yo miraba reventar las primeras cuarteaduras en el suelo y no podía hacer nada sino llamar a Jovita para que viniera a rescatarme, y Jovita debía estar lejos, demasiado lejos, ya que el piso comenzaba a levantarse y ella no oía que yo pateaba la puerta y gritaba sin descanso, y una voz muy próxima, que no era la de Jovita, decía ya cállate, imbécil, y a la voz seguía un murmullo exaltado y disparejo, y yo sentía cómo la calma me iba llegando poco a poco, Jovita acudía por fin y me aplicaba la inyección y acariciaba mi cabeza y yo le decía gracias Jovita es usted muy buena pero no me deje solo no se vaya por favor ya no voy a gritar ni a romper nada se lo prometo pero no me deje solo Jovita por favor Jovita. Y a mis espaldas alguien, insistentemente, hacía sshh sshh sshh, y después sólo se escuchó un rumor breve, mientras la cara del criminal aparecía como un globo flotando en la oscuridad.
La película era malísima, definitivamente, por lo que decidí abandonar la sala, que ahora se encontraba casi llena; el olor, no obstante, continuaba siendo el mismo de antes, cuando el asesino logró ese instante formidable que en vano esperé que se repitiera. Si lo pensaba mejor, era preferible: un segundo momento supremo hubiera desvirtuado la impresión magnífica del primero, que justo por ser único conservaría inviolable su pureza en el recuerdo; más tarde, podría yo recrearlo en mi memoria y estremecerme de nuevo con él cuantas veces quisiera. (A mi regreso le diría a Jovita esto que acababa de pensar, pero ¿qué tal si en vez de tomarlo en serio se me reía en la cara?) Cuando llegué a la puerta, miré hacia la pantalla y alcancé a distinguir una figura sagaz que se levantaba de su asiento y se dirigía también a la salida. Un temor inusitado se apoderó de mí; corrí, sin volver la cabeza, hasta que me encontré en una avenida donde el tránsito imperioso de los automóviles me contuvo. Había bastante gente y me sentí protegido. (¿Protegido de qué, o de quién?, preguntaría Jovita.)
Cuando por fin pude cruzar hacia la otra acera, lo hice casi arrastrado por un grupo de personas que avanzaban con una prisa atolondrada. Más adelante, el grupo se dispersó y llegué a la esquina siguiente solo otra vez. Estaba desconcertado por completo; no sabía dónde me hallaba ni qué rumbo tomar; las calles parecían todas iguales, largas, inacabables; la gente surgía y se perdía con la misma precipitación; comenzaba a oscurecer y yo no conocía el camino de regreso a casa; además, sentía que de algún modo iba perdiendo el gobierno de mi cuerpo, o mejor, sentía como si yo mismo, pero fuera de mí, me sujetara; algo muy semejante a lo que ocurre cuando adentro del sueño se da uno cuenta que está soñando y trata de despertar y no puede porque ignora siempre cuál es la vía que conduce a la realidad y cuál la que lo hunde más en el sueño (esto me decía Jovita, cuando amanecía de buenas para escucharme y calmar mi dolor acariciándome la cabeza). Después de caminar varias cuadras sin detenerme para nada, me encontré de pronto en una callejuela enteramente desierta, en penumbra. Quise retroceder, pero entonces topé casi de frente con la sombra del hombre que me seguía −porque ahora yo sabía con certeza que me seguía, ya que su presencia en ese mismo lugar no podía deberse a una mera casualidad. Me quedé un momento inmóvil, esperando, y de repente él empezó a avanzar hacia mí, decidido, amenazante, y yo salí disparado en dirección contraria. Pronto sin embargo tuve que pararme, jadeando y tosiendo, porque mis pulmones estaban a punto de reventar. No obstante, el pavor que me causaba el desconocido me empujó un poco más todavía, hasta llegar a una calle donde había luz y escaparates y gente que caminaba sin prisa, gente que me permitió sentirme protegido de nuevo (de él, Jovita, de quien haya sido él). Me dejé conducir por la multitud hasta el centro de una plaza que me pareció familiar; seguramente estaba yo en el barrio, y cerca de mi casa −la mía, no la de mi madre y mis hermanos. Les pregunté a algunos transeúntes qué camino podía tomar, pero ellos se limitaban a sonreírme y a encogerse de hombros; hubo también quienes me evitaron, temerosos, y no quisieron ni siquiera oírme. La noche había caído ya y mi inquietud era cada vez mayor. Mientras tanto, el hombre me seguía a distancia; unas veces ocultándose y otras mostrándose de golpe en los sitios más inesperados, obligándome a buscar el refugio de las tiendas o a tratar de huir atropelladamente. A pesar de esto, mi actitud no parecía sorprender a nadie, ya que nadie reparaba en mis continuas y breves carreras, ni en mi angustia, ni tampoco en que a ratos andaba yo de plano vuelto de espaldas, cuidándome, viendo al hombre esconderse con bastante notoriedad detrás de un puesto de periódicos, o agazaparse en una de las bancas del parque o cambiar de acera como si nada, como si todo fuera parte de un juego, de una trampa en la que tarde o temprano debía yo caer. En esta forma di varias vueltas a la plaza, cruzándome de un lado a otro de la calle, entrando en los portales o en las cafeterías, en los pasajes donde muchas personas se apretujaban y se entretenían ante los aparadores; y en una de tantas entradas y salidas, advertí que en los lugares más concurridos y ruidosos, mi perseguidor se perdía de vista. Entonces, mezclado entre la muchedumbre, busqué la manera, en dos o tres ocasiones, de apartarme hacia una de las calles laterales, con la esperanza de ponerme a salvo del acoso; pero en cuanto la ondulación de la gente disminuía, aparecía él casi junto a mí.
Comprendí, supe que aquel hombre era el mismo que me espiaba a través de las ventanas de mi cuarto. Me sacudí con violencia al sentir un vértigo insoportable. Abracé el poste de un farol; todo era borroso y distante, menos la forma del hombre. Traté de distinguir sus facciones, sin conseguirlo, pese a que la luz del farol donde se encontraba recargado caía directamente sobre él; y de pronto, de una manera apenas perceptible, la figura del desconocido se abrió en abanico, y después el abanico se abrió a su vez y la plaza entera quedó poblada por una multitud de figuras idénticas entre sí, que repetían infinitamente a mi hostigador y adquirían movimiento propio y tendían un cerco cada vez más estrecho en derredor mío. Empecé a llamar a Jovita, a implorar su nombre, y a pedirle perdón por haberme escapado, por haber traicionado su confianza, por haberla encerrado bajo llave en mi cuarto, perdóneme usted Jovita le juro que no volveré a hacerlo le juro que nunca más Jovita pero perdóneme pero cúreme de este frío cúreme de estas piedras que me están destrozando la cabeza por favor Jovita Jovita Jovita. Entonces una mano se posó en mi hombro y yo me volví, cubriéndome instintivamente la garganta con las manos (aunque la navaja estaba en el bolsillo de mi pantalón), y emprendí una carrera ciega que me llevó dando tumbos por avenidas y plazas y callejones y atajos. Al doblar una esquina paré bruscamente, me recargué en el quicio solitario de una puerta y aguardé. El sonido de sus pasos se fue aproximando, y cuando llegó al sitio donde yo me encontraba pasó corriendo con una agilidad asombrosa. Lo pensé. Unos segundos después corría yo detrás de él. Al arribar a un cruce, el flujo de los automóviles lo obligó a detenerse, y yo me detuve también, observándolo.
Unas cuadras más adelante, inesperadamente, nos hallamos a las puertas de un cine, al que entramos cuando la película iba a empezar. La sala estaba casi desierta, y olía a desodorante y a humedad. El desconocido comenzó a avanzar por el pasillo en el momento en que se apagaban las luces; yo me fui acercando a él, lentamente, con la mano firme, y cuando el hombre sintió mi presencia a sus espaldas y trató de volverse (como si hubiera querido despertar pero en vez de salir se hubiese hundido más en el sueño), surgió ese tajo espectacular, ese relámpago maravilloso con el que daba principio la expiación.
APUNTE AUTOBIOGRÁFICO
Cuando no es por el amor, es por el café. El caso es que vivo eternamente desvelado. Y como el desvelo es el padre soltero de uno que otro vicio y de no escasos malos pensamientos, pues ahí estoy con la telita de los párpados en alto, dándole vueltas al insomnio, semejante a un tigre sin carne y enjaulado, inventando ardides verosímiles para fabricar un próximo cuento, o tratando de perfeccionar mi nostalgia mediante la certidumbre de un verso, o imaginando lo que le sucedería a mi corazón si Mercedes y yo nos volviéramos a encontrar (en una calle de Lisboa, por ejemplo), después de 25 años de no vernos ni en fotografía. Nos escribimos larguísimas cartas aternuradas y llenas de cariñosidades, eso sí, y a lo mejor gracias a la sabiduría de la distancia es que la arquitectura de nuestra pasión permanece intacta. Bueno, al menos es lo que supongo. Así que cuando no hay amor con quien compartir la mitad huérfana de mi cama, me la paso tomando café para abrevarle a la vigilia su cauda de revelaciones, sus intimidades, sus secretos. Soy ave nocturna y cafetera, qué le vamos a hacer. Y quizás a las seis, a las ocho tazas de café que me despacho cada tarde, se deba la oscuridad cada vez más profunda de mis ojeras, y el que por mis venas tal vez ya no corra sangre sino café, y que el café que bombea mi corazón sea la causa oculta de mis poderosas e irreprimibles taquicardias emocionales frente a cualquier mujer, y que debido al café algunas despechadas anden diciéndole al mundo que tengo un alma muy negra, y que casi todo lo que escribo tenga esa levedad sombría de ala de cuervo. Puede ser. Pero esta adicción al café (y al cigarro, su enamorado perfecto, su pareja esencial) no es ninguna novedad en mí: la traigo desde las tetas de mi nana, cuya generosidad incanjeable no rebosaba leche sino café. De modo que no puedo evitar, aunque mi razón y mi voluntad quisieran, ser un fantasma desueñado: un vigía, en la noche infinita, de la tierra tantas y tantas veces prometida.
ÁNGEL DE LUZ
«Mamá está en mi cuarto», le dije a mi hermana. «Dice que quiere hablar contigo, que vayas.»
Mi hermana me miró con lástima, aunque también con reproche.
«No puede ser», me contestó. «Mamá está muerta.»
«Ya lo sé, pero ahí está. Ven a ver.»
«Bueno, está bien. Vamos.»
Y atravesamos la pared cogidos de la mano.
GENTE DE LETRAS
Mi mujer y yo hemos peleado. No nos dirigimos la palabra. Antes de acostarnos, le dejo una nota sobre el buró:
«Por favor, despiértame a las siete.»
A la mañana siguiente, un exceso de luz me hace abrir los ojos: las nueve y media. Junto al reloj, un recadito:
«Despiértate, ya son las siete.»
EL JARDÍN DE VIRGILIO
¿Cómo se enamoran los muertos? ¿Qué tipo de miradas, de pensamientos, de caricias se dirigen a través de la tierra que los separa? ¿Con qué palabras se dicen las cosas que se tienen que decir? ¿Se tocarán alguna vez? ¿Qué tan larga será para ellos una noche sin dormir a causa del deseo? Preguntas y más preguntas. ¿De cuándo acá me ha entrado esta curiosidad por saber cómo aman los muertos?
ASUNTO DE FAMILIA
Ella me besó en la frente, humilde y satisfecha, y salió del cuarto. Al ponerme el pantalón, advertí que mi cartera había desaparecido. Ya no puede uno confiar ni en su propia madre.
LUZ DE TEATRO
El mago, muy magamente, con inteligencia, inspiración y madura perspicacia, como si ejerciera fenomenal ilusionismo, portentosa prestidigitación, fue desnudando a la muchacha, hermosísima de pe a pa, y pum, la poseyó con indudable talento erótico y escénico. Despuesitamente, aprisitamente, arregañadientesmente, asupesarmente, la tuvo que desposeer pues clap clap clap clap el tiempito de su acto había concluido y el público apreciaba su prolijo y exhaustivo mérito pero ya, quería otra cosa mariposa, lo que sigue, como siempremente pasa.
DEL MISMO BARRO
No sin cierta emoción, nos ponemos el nuevo par de zapatos. Al principio nos aprietan un poco, es natural; sin embargo, queremos traerlos puestos todo el tiempo, un tanto para presumir y otro tanto para que vayan dando de sí, para amoldarlos. (Alguna vez, los zapatos no son lo que esperábamos y nos causan molestias, nos sacan ampollas, nos martirizan y, prematuramente, tenemos que deshacernos de ellos.) Un día, gracias a los ojos de la gente, a la impiedad de algún espejo, se da uno cuenta de que están ya muy estropeados; pero los sigue usando, ustedes saben: la costumbre, la comodidad, una especie de gratitud, un pedazo de cariño. Hasta que de repente, andando por los escaparates de la vida, uno se vuelve a enamorar y decide que es hora de estrenar de nuevo. El destino final de los zapatos, como el de los amores, es un bote de basura.
EGO MARITAL
Yo sólo le admiro a mi mujer el esposo que tiene.
PÁGINA SUELTA
No sé qué extraño impulso, qué rigor, qué complacencia, me mueve a no moverme. A veces, me siento en una silla de respaldo recto y permanezco insobornablemente quieto durante cuatro, cinco horas. No se trata de un trance, de un ensoñamiento, de una disciplinada meditación. Es algo como ajeno a mi vida. Algo como dejar de ser, o como ser en otro espacio, en un tiempo suspendido en el tiempo. Puedo, también, aquerenciarme en la azotea de mi casa y pasarme la noche contemplando el cielo, o mejor dicho, viviéndolo dentro de mí, absorbiéndolo, convidándolo a que sea parte viva de mi curiosidad, de mis imaginismos, de mi naturaleza tan dada a buscar la luz en los subsuelos del alma humana. En ocasiones alguna nube, como novia indecisa que aprovecha un breve descuido de Dios, me dedica una lluviecita tímida que me ennoblece.
EN BUENOS TÉRMINOS
Estoy, como tantísimos hombres, casi a punto de morir, y al igual que ellos, sonrío pensando que aún tengo remedio
DESTINOS CELESTES
Era lo más parecido a Dios que yo había visto. Se parecían tanto. Como una estrella y otra estrella. Como un sol y otro sol. Eran idénticos; si acaso, Dios un poco más alto. Y un poco más serio, quizá. Ellos mismos, cuando estuvieron frente a frente, no sabían si creerlo. Pero sí, era evidente que sí. Hasta los propios ángeles estaban sorprendidos, confusos. De no haber sido por sus ropajes −Dios vestía un traje muy elegante−, la perplejidad hubiese resultado definitiva. Yo, sin embargo, conocía cómo distinguirlos: uno de los dos era infinitamente más viejo; uno de los dos olía a eso: a vejez. De ahí que cuando me preguntaron (nadie sino yo podía aclarar las cosas) quién era el impostor, lo señalé sin la menor duda. Sé que mentí, pero no tengo ningún arrepentimiento. Uno de ellos estaba de más en el mundo.
PIEZA NOCTURNA
El espejo nupcial refleja dos cadáveres que copulan.
SÍ, PERO NO
La montaña vino a Mahoma, y lo aplastó, por supuesto.
JUNTO Y APARTE
El señor cura viene a casa todos los viernes a las seis de la tarde a tomar chocolate y comer piezas de pan dulce. Al concluir pasa a uno de los cuartos de atrás con mamá, con tía Eulalia o con tía Eulogia: él elige cuál. Los niños respetuosamente podemos decirle padre, pero no papá.
ALMOHADAS COMPARTIDAS
Magdalena, la mujer de Judas, fue la que vendió a Jesús. Estaba harta de los amoríos entre su marido y el Nazareno. Sólo que Judas, después de la crucifixión, no regresó al hogar como supuestamente haría, pues encontró consuelo en los brazos de Pedro y juntos se dedicaron a honrar la memoria del Amado.
NO ES DE ESTE MUNDO
Mi papá está en el cielo, decía el niño con inocencia y seguridad. Los adultos, sin comprender, sonreían con amplia indulgencia. Con el tiempo, aquella sonrisa se fue convirtiendo en una conspiración de menosprecio, hartazgo, ira. El ahora hombre insistía en su cantaleta; cambió papá por padre, aunque igual estaba en el cielo. Y un día, incapaces de soportar más la trastornada repetición de la historia, intolerantes, intempestivos, los indulgentes lo crucificaron.
GRITO CIEGO
Mi nacimiento fue el primer error ajeno del que me hice cargo.
PIZARRÓN SUCIO
Yo que vivo sin mujer, pensé en Lady Macbeth junto a su marido, el hombre del que se enamoró, con quien ha compartido tantos años, al que le parió tres hijas, y con el cual ahora está jugando al engaño de las apariencias, dócil e inofensiva, fingiéndose una esposa ejemplar a quien los enloquecedores remolinos de la pasión carnal ya no despeinan, y la necesité más que nunca, bravamente necesité la horma de su entrega incondicional, su desnudez suprema, concretísima, complaciente, sin reservas, y me dolió su amor en todo el cuerpo.
DE PALABRA Y DE OBRA
Las once mil vírgenes por fin dejaron de serlo… gracias a Dios.
COMO HECHO ADREDE
Yo soy hombre de una sola pieza (la cocineta y el baño no cuentan).
PARA COMERTE MEJOR
Luis Fernando empezó a enamorar a mi mujer y mi mujer en un principio se mostró asustada, asombrada, reacia, pero poco a poco fue cediendo ante el asedio continuo e implacable. Un día, por fin, rindió la plaza y casi de inmediato modificó su actitud conmigo, se tornó fría, mordaz, intolerante, altanera, agresiva. Evidentemente ya no me soportaba. Yo, en cambio, le tendía cercos de amor, de comprensión, de deseo. Y mientras más entusiastas eran mis requerimientos, más intensos sus desprecios hacia mí. Tal como estaba previsto, llegó el momento en que no aguantó más y, acuciada por la pasión que ya la desbordaba y por los reclamos urgentes de Luis Fernando, me confesó todo y no sin cierto cinismo, sin alguna vanagloria, dijo que se iría con él. Pobre, debo admitir que me dieron un poco de lástima su ingenuidad, su ilusión, su engreída honestidad. Esa misma noche fui a ver a Luis Fernando, le pagué lo convenido y desapareció sin dejar el menor rastro. A mi mujer, humillada, se le rompió el mundo y no le quedó más refugio que yo. Yo, al cabo de un tiempo prudente, con lágrimas en los ojos, la perdoné. Ahora sí estoy completamente seguro de mi poder. Ahora sí los dos sabemos quién es quién en esta casa.
ABATIDOR DE SUEÑOS
Si eres feliz sufriendo, sé feliz. Quién soy yo para estorbarte en tu derecho.
MERCANCÍA INSERVIBLE
Hay escritores que prefieren una mujer ordinaria que jamás los lea, y que si los lee, no entienda nada. Esa ignorancia los hace sentirse paladinamente superiores, o por lo menos a salvo.
AMADA COLOMBINA
Esa mujer alabadísima tenía las piernas gordas. Gordas desde el dedo gordo del pie. Gordos todos los dedos de los dos pies. Gordo el empeine, el tobillo, la pantorrilla, las rodillas, los muslos. Eran unas piernas gordas de principio a fin. Gordas sólidas. Gordas densas. Gordas formidables. Frutas plenas. Místicas. Sofisticadas. Perversas. Gordas de una voracidad pulposa, solícita, caliente. Combativa. Fiestera. Temeraria. Delicadamente gordas. Estéticamente gordas. Cachondamente gordas. Melindrosas, elegantes, apoteósicas. Gordas para el amor, para la fantasía, para la fiesta insumisa de rodearlas, recorrerlas, ascenderlas. Una gordura como hecha a mano con arte de alfarero. Una gordura prodigiosa. Una gordura bella, juguetona, complaciente, día de fiesta para los sentidos. Una gordura sin edad, fascinación infinita. Piernas gordas que extasiaban, seducían, colmaban de tentación, de vehemencia. Nunca una mujer gorda fue tan deseada como ésta. Nunca unas piernas gordas despertaron tales ansias locas de tocarlas, apretarlas, estrujarlas. Hundir los dedos en su gordura, los dientes. Zambullirse. Lamerlas. Chupetearlas. Morderlas. Venirse en ellas, morirse en ellas, perpetuarse en ellas. Cómo no regodearse en esa doble planicie gorda de los muslos prominentes. Fabulosos. Explosivos. Fieros. Muslos previstos, vistos, provistos no sólo de veracidad sino de largura, de vastísima extensión de tierra prometida. Qué inmoderado, qué excesivo imposible era y sigue siendo la gordura de las piernas de esa mujer gorda. No hubo hombre que las viera, que no las codiciara, que no ansiara naufragar en ellas, dignificarse entre ellas. Conocerlas es querer ser inmortal, vivir eternamente sólo para celebrar cada día tanto esplendor, tanta magnificencia.
YOCASTA
Cuando parió a su primer hijo, supo que había nacido el hombre de su vida.
MAÑANA DE DOMINGO
Contempló lealmente, con algo de nostalgia, a su marido tendido en la cama: cuánto ha engordado, cómo ha envejecido. Ya no sirve para mucho, el pobre. Es verdad. Pero qué trabajo cuesta deshacernos de las cosas inútiles.
SERPIENTE AL ACECHO
La vi en paños menores, o sea en calzones y sin corpiño, y se me paró, y me la hice por primera vez, y cuando me llamó para comer y me preguntó qué estaba haciendo, no la pude mirar a la cara y le contesté: Nada, mamá.
DE SACAR Y METER
“Sólo hay tres placeres: comida, desayuno y cena, y yo quiero los tres contigo a mi lado, haciendo el amor antes y después.” Eso decía la Guisandera, y como lo decía en serio, tuve que salir corriendo.
ALEGRES Y A LA DERIVA
Pinche pedo el que nos pusimos, vaciamos todas las botellas y ningún puto mensaje apareció por ninguna parte. Ahora los cabrones náufragos tendrán que esperar hasta el próximo sábado.
SINCERÍZATE, DONCELLO
La única mujer que quiere que le des todo el amor y todo el dinero, es tu mamá.
ÁNGEL TRASNOCHADO
¿Tengo algún problema que no sea mi mujer? Pensándolo bien, sí: mis hijos, y mis hermanos, y algunos compañeros del trabajo, y uno que otro vecino, y el tipo de la caja No. 3 del banco, y la señora de la tintorería… ¿Yo? No, yo en realidad no tengo ningún problema. Mis problemas son los demás, siempre los demás.
GLORIA MAYOR
Cuando me dijeron que padecía una enfermedad terminal, y que no tendría más allá de tres meses de vida, la desesperación y el pavor me arrebataron la cordura y dije: Ahora sí ya me está cargando la chingada. Después, a solas, me compadecí de mí, y reflexioné, lloré, maldije, hice largo recuento de mis actos, me perdoné. Finalmente, la serenidad llegó a mi alma y entonces dije: Ahora sí ya me estoy acercando a Dios.
LA VIDA EN BREVE
Durante un asalto, un policía bancario recibe un balazo. A punto de morir, le pide a Dios –el Dios en que cree– que le permita vivir para conocer a su hijo que nacerá en esos días. Un año, le ruega. Y Dios, esa inteligencia infinita que conoce cada acto y cada pensamiento, cada objeto y cada sueño que nos ocurre en este mundo, todos, absolutamente todos sin pasar por alto uno solo, Dios, conmovido, se lo concede. Al año siguiente vuelve a suceder el hecho, y esta vez el policía sí muere.
NOCHE 99
−¿Quieres que te cuente un cuento?
−No, Cheresada, quiero cojer.
ALMAS DE ÁNGEL
−Yo me casé para saber lo que era tener marido.
−Yo me divorcié cuando supe lo que era tener marido.
PÁRAMO Y RAYUELA
Susana le demostró a Pedro que sí hay mujer imposible, y la Maga a Oliveira que no hay mujer propia.
ACTUARIO CELESTIAL
Yo corroboro que sí, que de seguro Dios estaba feliz cuando decidió crear, y creó, la sexualidad exacta, perfecta, inmortal de la sirena. Yo, con el olor de las pruebas en las manos, confirmo que sí, y doy fe.
EL DOLOR DE LOS PEQUEÑOS
Dios tocó a la puerta, como cada fin de año, pero mamá no quiso abrirle porque ya no quería tener más hijos.
LOS ENIGMAS DEL AZAR
La veo subir al vagón: joven, linda, saludable; viene acompañada por un tipo que no vale la pena. El tipo, haciéndose el cariñoso, le desliza una mano por los cabellos, como si se los planchara; ella cede un poco a la caricia, distrae la mirada y de pronto se topa con mis ojos, que ya la desean. No consigo dejar de verla. Es mucha mujer para ese projimito, me digo, sintiendo que ella nos compara y piensa lo mismo que yo. Sin contención alguna, resbalo mis ansias por sus pechos, su estómago hundido, sus piernas. Me la quiero comer viva, enterita. La imagino insaciable, ardientemente astuta y combativa entre mis brazos. Se me ocurre que podría cederle el asiento y le dirijo una insinuación breve. Me ve con mayor fijeza, como sin comprender, o como esperando mayor audacia de mi parte. Entonces le sonrío arrogante, cazadoramente, aprovechando que el tipo sigue entretenido metiéndole los dedos entre los cabellos. Ella aprieta los labios, con lo cual se vuelve más seductora; dilata las fosas nasales, achica las pupilas concentradas en mí y, sorpresivamente, se vuelve hacia el tipo y le dice algo. Él busca y me encuentra, parece retarme, agresivo, insolente, repega su cuerpo al de ella y ella empuja sus nalgas contra él, estremecida. Los dos ríen, se ríen de mí. En la próxima estación debo bajarme, pero no me muevo. Ellos sí bajan, y se alejan, abrazados, jóvenes, saludables. Una vez más, la Mujer de mi Prójimo ha resultado sólo un fuego de artificio.