A continuación recopilamos algunos artículos sobre David Huerta publicados en varios periódicos y revistas y que vale la pena recordar en ocasión de este sencillo homenaje.

 

El Premio Xavier Villaurrutia, a David Huerta

Revista Proceso, 9 febrero, 2006

* Su libro Versiones y el conjunto de su obra le valieron el reconocimiento
* Será entregado el 6 de marzo en Bellas Artes; consta de 200 mil pesos
México, D F, 8 de febrero (apro)- El poeta, traductor y ensayista David Huerta se hizo merecedor del Premio Xavier Villaurrutia 2006, anunció el director del Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA), Saúl Juárez
El galardón consta de 200 mil pesos y será entregado el 6 de marzo en la sala Manuel M Ponce, del Palacio de Bellas Artes
En una decisión unánime, el jurado del premio le otorgó a Huerta la distinción por su libro Versiones y por toda la obra literaria que ha producido durante toda su vida profesional
Hijo del inolvidable poeta Efraín Huerta –autor de los poemínimos–, David nació en 1949 en la Ciudad de México. Estudió letras inglesas y españolas en la UNAM.  Fue redactor y editor de la Enciclopedia de México; dirigió la colección Biblioteca del Estudiante Universitario, y ha colaborado en diferentes medios impresos, en especial en la revista Proceso, donde escribió una columna semanal durante tres años Fue becario del Centro Mexicano de Escritores y de la Fundación Guggenheim
Huerta tiene una larga historia de reconocimientos que comenzó al ganar el Premio de Poesía “Diana Moreno Toscano”, en 1971, al cual le siguió el Carlos Pellicer, en 1990 Es autor de los poemarios El jardín de la luz, Cuaderno de noviembre, Huellas del civilizado, El espejo del cuerpo e Incurable, entre otros; de los ensayos Las intimidades colectivas, El relato colectivo y La utopía de Miguel Castro Leñero, y es traductor de los libros El chamán de los cuatro vientos, de Douglas Sharon; La comunidad inconfesable, de Maurice Blanchot; El caso Tuláyev, de Víctor Sergei; y de los artículos de John Reed: Guerra en Patterson
El Premio Xavier Villaurrutia lo instituyó en 1955 el crítico literario Francisco Zendejas. Se otorga por medio de la Sociedad Internacional Alfonsina, en colaboración con el Instituto Nacional de Bellas Artes
Otros autores a los que se les ha otorgado son: Octavio Paz, Juan Rulfo, Rosario castellanos, Carlos Fuentes, Juan Villoro, Carlos Monsiváis y Vicente Leñero, entre otros Este último lo obtuvo en el 2000, por lo cual formó parte del jurado que lo entregó a Huerta, junto con Ignacio Solares, Alí Chumacero y Pedro Ángel Palou; y como testigos, Silvia Molina y Alicia Zendejas
El monto del galardón es de 200 mil pesos

 

 

 

Del tiempo condensado: una conversación con David Huerta

de Olmo Balam

Como un monumento, la poesía de David Huerta (Ciudad de México, 1949) se encuentra reunida bajo un título que alude a su verso más famoso: La mancha en el espejo (2013), dos tomos gruesos editados por el Fondo de Cultura Económica que agrupan el corpus de una de las trayectorias poéticas más fascinantes de nuestra lengua.

Sin embargo, Huerta sigue produciendo obras que apelan al espíritu unitario del libro de poesía, como El ovillo y la brisa (Era, 2018), After Auden (Parentalia, 2018), Los instrumentos de la pasión (Universidad de Querétaro, 2019), El cristal en la playa (Era, 2019), los ensayos de Las hojas (2019, Cataria), o la reedición el año pasado por el (casi) treinta aniversario de Incurable (1987). Por si fuera poco, Huerta recibe esta semana el Premio FIL Guadalajara de Literatura en Lenguas Romances 2019.

Aquí una conversación sobre poesía, la hechura de Incurable, y otras maneras en que el tiempo se vuelve concreto.

*

Incurable es un libro que te ha acompañado durante casi la mitad de tu vida. ¿Qué significa para ti que se vuelva a reeditar tres décadas después?

No lo había pensado en esos términos pero sí, es un libro que me ha acompañado todos estos años. Tuvo al principio una buena fortuna entre los lectores, que son muchos más de los que tendemos a creer. Se lee mucha poesía en México aunque no de libros recientemente publicados. Me refiero a los que están en las bibliotecas de las casas, como el Tesoro del declamador o ediciones de Amado Nervo o Ramón López Velarde. Incurable ya alcanzó sus 32 años y está tan presentable que hasta nueva portada tiene: un cuadro de Vicente Rojo diseñado por Juan José López Galindo. Además, ahora aparece en la colección Alacena, de modo que es una especie de resurrección.

Los poemas suelen vivir más que las personas. En este caso, Incurable fue un parteaguas para ti, para tu carrera como escritor. Lo has visto crecer, madurar. ¿Cómo se ha acompasado la vida de este poema con la tuya?

Lo he visto envejecer. Tuvo una gestación muy anterior, de diez años antes de su publicación. Lo primero que escribí, sin saber que terminaría siendo Incurable, con esa forma que tiene y esa distribución de capítulos, fue hacia 1977 o 1978. La primera línea estuvo ahí desde siempre: “El mundo es una mancha en el espejo”. En realidad, el poema tiene 40 años (más de la mitad de mi vida).

Esa imagen del mundo como una mancha en el espejo, ¿cómo surgió?

Fue una aparición, pero no fue una visible sino auditiva. Los libros de poesía se escriben para el oído y la inteligencia, pero también para los ojos. Esa es la triple finalidad o los tres puertos a los que debe llegar un libro de poesía. Fue una aparición sonora: es un endecasílabo hecho y derecho. De ahí se desprendió todo lo demás, como las notas para hacer una sinfonía —por poner una comparación algo bombástica.

¿Recuerdas cuándo y a qué hora llegaron a ti esas notas iniciales, y si ya conducían a la línea “El mundo me dice lo que tiene que ser”)?

Muy probablemente a las altas horas de la noche mexicana, porque a lo largo de los diez años en que escribí el poema yo vivía de noche. Dicho de otra manera, Incurable es un libro empapado en alcohol y, por lo tanto, combustible (todo eso en sentido figurado, espero). Y sin embargo, sigue vivo. Hay un libro de Coral Bracho, El ser que va a morir; cuando la gente lee el título piensa que se refiere al ser humano y la conciencia de su mortalidad, pero no creo que ese sea el sentido: el que va a morir es el libro. Si un libro es bueno es porque está vivo. Incurable sigue visible en las librerías y la gente lo lee. No sé si tenga síntomas de vejez, pero a los cuarenta años de edad algunas cosas empiezan a fallar. Eso de que el libro se cierra sobre sí mismo es cierto solo figuradamente. Llegué a esa frase final después del largo camino de una década en su composición; era mucho más largo, unas trescientas cuartillas más grande.

¿Cómo fue la experiencia de escribir Incurable?

Como te decía, vivía de noche y, por lo tanto, escribía de noche. Lo hacía a máquina, en lo que ahora llamamos con cierta redundancia “máquinas mecánicas”. Implicaba un esfuerzo físico considerable y yo escribía muchísimo. Para no perder tiempo cambiando las hojas, pegaba largas tiras de papel que ponía en la máquina de escribir. Luego las despegaba y ponía en la pared, y ahí corregía con plumón. Fue muy gozoso. Era la vida de un vagabundo. (A veces para escribir hay que ser medio vago.) sigo escribiendo mucho pero cuando buenamente puedo, cuando se me ocurre, porque hay que vivir, trabajar y hacer otras cosas, que son alimento para lo que uno escribe, a final de cuentas.

Hay libros que sirven como puerta de entrada para el resto de la obra de un poeta. ¿Consideras que Incurable es ese libro por el que todos preguntan, la referencia ineludible a la hora de hablar o escribir sobre tu obra en general?

Digamos que sí. No me promuevo mucho en el sentido en que se promueven muchos escritores. Veo a mis amigos y tengo un diálogo literario con ellos —aunque no todos son escritores o editores—, pero no ando pidiéndole a la gente que lea mis libros. Quizás hago mal. Los libros viven su propia vida. Por ejemplo, sobre uno de mis libros recientes, El ovillo y la brisa, me han dicho varias veces que se trata de una continuación de Incurable. Malva Flores me dijo algo que normalmente no dicen los críticos: que le desconcertó, así como en su momento desconcertó la forma de Incurable. Pero en el caso de El ovillo y la brisa es muy clara la diferencia: hay páginas que parecen cuentos —lo que solemos llamar poemas en prosa, aunque no hemos terminado ni terminaremos de definir lo que es verso libre.

¿Qué poetas mencionarías a la hora de hablar de Incurable?

Tenía muy presente a José Lezama Lima (el Lince de Trocadero, como lo llamo). Tiene mucho que ver no solo con libros de poemas, sino también con libros de prosa, ensayos y novelas. Está la gravitación de la prosa de José Revueltas. Estamos acostumbrados a pensar que los poetas se influyen entre sí, y es muy natural que me pregunten sobre un poeta, pero también están Juan Carlos Onetti e Italo Calvino. Estoy sorprendido porque hace poco releí La peste de Albert Camus y me di cuenta de que había mucho de ese libro en un poema que escribí sobre Tlatelolco, titulado “Nueve años después”, y que se leyó en ocasión del medio siglo del ’68. La idea de que hay algo adentro de la ciudad que destruye a todos estaba en mi inconsciente literario y se reflejó ahí. Hay frases que son casi iguales, como “la ciudad estaba asediada por el miedo” o “el anillo del miedo se cerraba sobre la ciudad”. Los otros géneros intervienen en la poesía. Creo que los buenos novelistas han sido, necesariamente, buenos lectores de poesía. Habría que rastrear las influencias de los poetas en los novelistas y viceversa, salir de los automatismos periodísticos al decir que a este pintor lo influyó tal otro. Deben tomarse muy en serio los gustos de cada uno porque son algo profundo y distintivo.

¿Consideras que ambos libros, Incurable y El ovillo y la brisa, tienen semejanzas?

Debe ser que están escritos por la misma mano: la de un mismo hombre 30 años mayor respecto a Incurable, quizá más maleado y estropeado, pero saludablemente descarado. El repertorio y el vocabulario de un autor se repiten sin remedio. Hay palabras que caracterizan a cada escritor, sobre todo si tiene un estilo muy identificable. Cuando ya tenía el primer capítulo de Incurable, decidí seguir adelante hasta agotar las existencias de mis grandes almacenes. No sé si lo conseguí porque quedó mucho. Lo que quise acotar fue la forma del versículo. Discutí con los editores de Era acerca del título de El ovillo y la brisa, de cómo observa las reglas de los títulos o textos en parejas, como El arco y la lira, “El caracol y la sirena”, El erizo y la zorra: pares de cosas, objetos, fenómenos o ideas.

Para un poeta de la Ciudad de México, ¿es imposible no poner en poesía su experiencia como habitante de la urbe?

Uno escribe con lo que es, no sólo con lo que se imagina o se le ocurre o decide que va a decir. Muchas veces lo hacemos por puro amor al lenguaje y a los juegos de palabras. Te alejas de la experiencia y te inventas cosas que son ajenas o autónomas a tu relación con la experiencia. Pero la ciudad —yo soy flor de asfalto— es lo que somos. (Hoy, mucho más de lo que era para mi papá o para mi propia generación.) La Ciudad de México de Los hombres del alba, por ejemplo, es una que yo no conocí pero allí está. La de los años sesenta y setenta es la mía: las avenidas con camellones antes de que hubiera ejes viales, lugares que ya no existen pero sobreviven en los poemas como en pocos documentos de nuestra historia.

Uno de los temas recurrentes de tu poesía son los días y los meses; el poema que se plantea que el miércoles es tal, que un mes es esto. ¿Por qué pensar tanto en el tiempo y sus divisiones?

Porque esas son las formas que tiene el tiempo, con todos sus nombres. El tiempo no es una abstracción: encarna y lo hace a través de esos nombres. A menudo nos levantamos con el pie izquierdo y decimos: “este miércoles tiene sabor de viernes”. Por mucho que Octavio Paz diga que los amantes se miran y se funden en un abrazo en el que el universo se manifiesta en toda su plenitud, está haciéndolo en versos que transcurren y duran. La poesía es un arte del tiempo sucesivo, no del tiempo condensado. Su semejanza más patente con la música no es la melodía del verso, sino cómo discurre en el tiempo.

Olmo Balam / Ciudad de México, 1990. Es periodista cultural, traductor y ensayista. Editó de 2015 a 2018 la revista digital Correo del Libro de las librerías Educal. Textos suyos han aparecido en Crítica24 horas y en La Langosta Literaria. Mantiene un blog, La reproducción de los árboles, en Medium.

 

 

TRAS 10 AÑOS DE AUSENCIA DAVID HUERTA REGRESA CON NUEVO LIBRO

Por La razón Online 8 de mayo de 2017

 

El vaso de tiempo, de David Huerta, es un volumen de ensayos integrado por una rigurosa serie de meditaciones que indagan sobre la experiencia literaria y el sentido de una obra espiritual y artística. Ayer, al mediodía, en la Sala Manuel M. Ponce del Palacio de Bellas Artes, el autor de estas reflexiones presentó este nuevo volumen. En el pódium estuvo acompañado por el también poeta Fernando Fernández.

Originalmente, los ensayos que conforman El vaso de tiempo germinaron en la columna literaria “Aguas aéreas” de la Revista de la Universidad de México.
A partir de su propio ejercicio poético, David Huerta decidió reunir en estos trabajos sus preocupaciones sobre autores de diferentes épocas y latitudes.
Entre otros personajes emblemáticos, comparecen aquí, entre otros, Luis de Góngora, Ramón López Velarde, José Gorostiza, Edgar Allan Poe y fray luis de León.

De hecho, en el ensayo titulado “Sexteto”, Huerta dice: “Juntar los nombres de Edgar Allan Poe (1809-1809) y de fray Luis de León (1527-1591) puede parecer dislate, despropósito, pero no lo es”.

El vaso de tiempo, de acuerdo con el propio Huerta, pretende ser un homenaje al poeta argentino Néstor Perlongher, cuyo libro Aguas aéreas (1990) lo inspiró para nombrar su columna, la cual, por cierto, cumplirá una década en el próximo mes de noviembre.

El libro está compuesto por una selección de nueve ensayos: “El fuego de Cartago”; “Regresos y peregrinaciones”; Sexteto”; “La fuente fresca”; “La flor y la sangre”; “La estrella de 1572”; “Góngora y Villalmediana”; “Dos o tres encadenamientos”, “El vaso del tiempo” y, finalmente, un texto que llamado “Notas sobre poemas y poesía”, que concentra varias de sus preocupaciones a la hora de emprender su trabajo poético.

“David revisa a lo largo de estos nueve trabajos la idea de la tradición.
Rescata una definición de Ezra Pound que dice que la tradición es algo hermoso que vale la pena conservar y, a través de la obra de Góngora, de Lope de Vega y de otros poetas en español, revisa de qué se trata eso hermoso que vale la pena conservar, apuntó Fernando Fernández.

David Huerta es, fundamentalmente, heredero —como todos nuestros grandes poetas que, además del registro lírico, practican el ensayo— de tres grandes maestros del Siglo de Oro: de Garcilaso, Quevedo o Góngora.

El reconocido autor de Incurable, ha abrevado en lo mejor de la tradición poética de nuestra lengua y, al propio tiempo, no ha sido ajeno a otras arraigos poéticos. A partir de Cuaderno de noviembre (1976), su segundo libro, este poeta de vena clásica decidió explorar los caminos de la reflexión ensayística que nos recuerda a Cernuda, a Claudel, Pound o Eliot, por traer a cuento sólo algunos nombres. En este sentido, David Huerta es un poeta que escribe sus reflexiones con el rigor de un hombre de letras clásico. El vaso de tiempo nos revela, en todos y cada uno de sus ensayos que el fondo es forma, apuntó Fernández.

Quizá por ello, Ignacio Solares, a quien Huerta, por cierto, le agradece la hospitalidad que le dio en la Revista de la Universidad de México, lo describió como el hombre que con “en el oído atento de quien conoce y practica los metros canónicos de nuestra lengua, y su vocación experimental en el cultivo de formas que han expandido nuestras nociones de lo poético al introducir en su obra prosa, narración, memoria, reflexión”.

“No siempre tenemos la oportunidad de conocer el pensamiento de los poetas, sobre todo porque muchos de ellos no escriben sobre poesía. En este caso es una excelente oportunidad para conocer el pensamiento sobre los poetas que más le dicen a David, y que más lo han alimentado”, explicó Fernández.

Por su parte, David Huerta señaló en entrevista para La Razón que los ensayos se apoyan en una sola pregunta: “¿qué es la poesía?, y concretamente: qué es la poesía en español”. Adicionalmente —apuntó el autor de— “decidí juntar estos textos y darles un cierto orden. Hubiera querido que fuera un libro más amplio para poder incluir más ensayos, pero las necesidades de la colección me obligaron a reducir la selección original”.

Huerta agradeció a Jeannette Lozano, Luz de la Garza y Ángela Gómez, de Vaso Roto Ediciones, y a Sandra Heiras, de la Revista de la Universidad de México.

En el texto Regresos y peregrinaciones, Huerta expone: “Un verso aislado debería ser inconcebible: en estricto sentido, únicamente puede ser pensado en relación con otro verso”.

Finalmente, Huerta exhortó al público a reflexionar sobre “el enorme valor que tiene la experiencia de leer poemas y de leerlos con todo cuidado y atención”. La poesía no es un género, es la literatura misma, y eso es lo que quiero decirle al público”, puntualizó.

 

DAVID HUERTA Y EL CARACOL

POR MARIA BARANDA/LETRAS LIBRES, NÚM. 252/1 DE DICIEMBRE/2019

David Huerta tiene un caracol en su bolsillo. A veces lo saca para mirar con él la mancha en el espejo, la identidad precisa. Lo escuchó nocturno en un estanque de agua, como le dijo Lezama. Oyó el tin-tin azul del caracol marino que Darío encontró en una playa. Lo vio esconderse entre bellotas y madroños en el tronco de Virgilio, lo presintió lento en esa noche oscura de san Juan y, una vez, se lo dio a guardar a Marianne Moore, desinteresadamente, como evidencia de que es el mar el que envejece dentro de él. Con ese caracol, David ha hecho de la poesía un sitio original, una pequeña parcela monumental de luz y sobrevida en donde todo se habita: su absoluto “ser en el ser” y su escritura. Porque en los poemas de David Huerta se habla del mundo y sus aconteceres íntimos, pero también del lenguaje mismo. Sus poemas son poemas que pasan y traspasan el ser, el individuo, la concepción de un yo que establece un vínculo intenso con la vida y el pensamiento. En sus poemas el ensayo es la clave, la narrativa el camino y la poesía el drama en donde surge el conflicto. Su épica es poética y David Huerta es un demiurgo. Alguien que crea desde el inicio su lugar de descenso, su estilo único. Dice luz y aparece un jardín, nombra la noche e incurablemente se desatan todos los demonios para cruzar el umbral, más allá de la flama, el que es destino e identidad, identidad que es mancha, mancha que está en el espejo. Ahí, el poeta se mira y descubre la civilización que desespera, una época en donde el individuo ve su cadáver y construye su alteridad, su momento con el otro. El poema es el mundo, materia de cuento y canto. Desde Cuaderno de noviembre, de 1976, David Huerta encuentra su tono, el verso de largo aliento, su pensamiento en racimos y su concepción de la vida. No es poco. A veces, pienso, es mucho. Un poeta que exprime y exime estilísticamente todo lo discernible: lo que alcanza su ojo. Ojo que mira siempre la mancha. Y la mancha, nos dice desde el inicio, es la identidad de un nosotros. Su poesía se establece en el dominio de lo incómodo y lo que estremece, lo que declina y se exalta, lo que nos lleva hacia adentro y es profundo. Los versos se complejizan, el fraseo se extiende, sus cláusulas fascinan, el poema se adensa en su visión cosmopolita. El poema es viva materia donde el ser se inventa y se destruye. El jardín, con su luz escenográfica, queda lejos, el instante escrito como concepto, lo abandona (El jardín de la luz, 1972) y lo sustituye con un fuerte pesimismo que le ayudará a escribir una de las obras más trascendentales del presente mexicano, como lo muestra La mancha en el espejo. Poesía, 1972-2011 (2013).

Toda historia se cuenta y se pronuncia en un espacio abstracto, el del texto que se despierta y se percibe a cada golpe de sílaba. Es a partir de su encuentro con la noche que Huerta la vuelve espacio y fundamento de su poética con todas sus metáforas. Pero tener noche no es de todos, solo de aquellos que sostienen una experiencia única, palpitante y verdadera para cruzar el umbral desde sí mismos y en sí, como lo dijo Whitman, como cantó Homero, para hallar su eidolon, su sombra en plena invocación. Porque la noche es de quien la vive, de los más valientes, sí, los que se amparan en su experiencia y se dicen “estamos aquí bajo la propia sombra”.

Lo que establece David es el discurso mismo como elemento de pase en donde todo concierne, congenia y se asume frente a la verdad. En lo más estricto de esa palabra, de lo que es bello y vivo en sí mismo. Su poesía (Incurable, 1987) se vuelve paraje de goce y sedimento donde se gesta el drama de ser hombre y de mirar las penumbras personales. El poeta descubre su estética, su punto de quiebre, su conflicto trágico que moverá su poesía: el encuentro con el “sí mismo” como una manera de circundar el espacio del texto. El cuerpo comienza a percibirse: venas, brazos, pies, rostro, huesos, fluidos, todo se encarna en una realidad donde le habla al mundo, a lo que acontece en frases y voces que lo sacuden. El yo se multiplica, se mira hacer y decir, se disemina en otros que se presienten, se intuyen, acaso, como parte de un cosmos que lo rodea. El yo, como tema, se extiende, se problematiza íntima y moralmente y se expande para poder amar, sufrir, pensar. Pensar en el otro: “hay algo en otra voz”, nos dice, que entra y aparece con la partícula “se”. Y a partir de ahí, el poeta sabe que alguien se desplaza a pleno vértigo por sus versos. Todo ese “se” estará entonces como un puente que le ayudará a verse a sí mismo, a moverse, a recorrer los infinitos huecos y escondrijos de su poética. Lo que pronuncia será para él parte de su territorio, como si hablar fuera nombrar para que aparezca el mundo por vez primera. De ahí el poeta como demiurgo, en plena congregación de sombras y presencias, de seres sustitutos o reales que le ayudan a bordar el infinito, el camino de corredores y penumbras que lo llevará, por casi cincuenta años, a germinar en su propia ciudad verbal, en donde su poesía encontrará todos los elementos de su íntima sublevación, el sitio único y a la vez enigmático. Por ahí comienza la travesía de un yo que se hunde en las regiones del espejo, la mancha como propuesta de identidad y la identidad como civilización personal donde reside uno de nuestros mayores poetas.

Su poesía es violenta y contradictoria, pero tiene la fuerza de la autenticidad, de no someterse al caudal de sus imágenes sino con el propósito de dolerse. Se atreve a ser la visión de sí mismo, lastimoso, encandilado, perdido a veces por el espíritu suyo que lo va moldeando y transformando en ese ser incurable, con la capacidad de abarcar una Historia (1990), ahora sí, encarnando un presente propio o una Versión (1978) de los hechos, que lo hace aullar, consolarse y establecer una épica turbulenta como la época que le tocó vivir, donde lo personal tiene resonancias colectivas. El yo fracturado son los otros, el yo ingobernable son los otros, el yo destruido son los otros. Todos los desengaños se movilizan, van al acecho de la individualidad para volverse plurales. Esta poesía parece plantearnos que el yo somos todos. Tú eres yo. Yo estoy en mí y yo soy Todo, no todos, sino Todo: el universo entero. Lo imaginativo y dinámico, lo que se desprende en ondas como ideas en el laberinto del oído.

David Huerta tiene un caracol en el bolsillo. Escucha lo que está sumido en ese caracol que le dio la voz. Aunque quizás él siempre lo ha sabido, porque todo acontece como en el amor, por una necesidad primigenia. ~