Entrevista a María Auxiliadora Álvarez

Por Osvaldo Aguirre

Diario de Poesía. No. 78 (Daniel Samoilovich ed.). Buenos Aires. Abril-octubre de 2009.

 

 Escuchar las palabras del mundo

 

 

En tu presentación en Rosario, aludiste a tu padre como una marca muy fuerte en tu decisión de ser poeta. ¿Cómo fue tu relación con él?

 

—Aparte de los libros, de su biblioteca, donde empecé a leer poesía, él me mostraba autores y compartía sus propios poemas. Pero, sobre todo, fue la vida que todos sus hijos compartimos con él. Un espíritu que, luego que crecí, encontré en los poetas mayores, que pasaron a ser mis amigos también. Un modo de vivir, la vida hecha consecuente con el pensamiento en la soledad del ser reflexivo. Una vida sin concesiones a lo banal, una vida sincera, dolorosa. La mayor integridad en la consecuencia con el propio ser, pase lo que pase: esa lealtad a la idea fue lo que me marcó. Cuando él muere en 1995 por una enfermedad rápida, yo no podía entender el acontecimiento de la muerte. Yo veía su idea íntegra, total, viva. El accidente de lo físico no entraba en la conversación, yo sentía su idea ininterrumpida. Él era más idea que cuerpo, entonces claro, el asunto del colapso corporal no me entraba. Con los años me di cuenta que efectivamente idea y cuerpo no son compatibles en lo esencial, y que la idea puede permanecer intacta al margen de lo que pase con lo físico.

 

Tu primer libro se llama Cuerpo, justamente.

 

—Claro, entre Cuerpo y esto pasan quince años. La referencia del cuerpo como totalidad ya se me había ido descalabrando. El cuerpo semeja la escena de una totalidad, el cuerpo y todo lo que existe, lo que vemos. Y Cuerpo, ese libro, fue justamente la duda sobre la homogeneidad, la duda sobre la apariencia para señalar su precariedad. En este caso tuvo que ver con la idea del parto y la maternidad y el momento en que nace una persona, pero en general me refería a todas las circunstancias físicas que nos disminuyen en apariencia, pero adentro está la misma persona, fuerte y gentil, pensante, sintiente y sutil, más allá del descalabro aparente. Ya había allí una fractura, una duda de la integridad del cuerpo y su prevalencia, una percepción de la inminencia viva y latente de la existencia de algo más allá del cuerpo y más fuerte, de pensar “esto no es lo que nos representa”. También he trabajado mucho en hospitales como voluntaria. Y ahora en los últimos años he trabajado con pacientes terminales.

 

¿Qué trabajo hacías como voluntaria?

 

—He trabajado de voluntaria de manera esporádica, pero recurrente, desde que era muy joven. A veces por períodos de cinco años corridos. En un principio trabajé en asilos y en orfanatos de niños enfermos y discapacitados en todos los países donde viví. Luego trabajé en hospitales, pero ya en EE. UU. No soy trabajadora social ni tengo conocimiento sobre los problemas de la salud, pero sí siempre he sentido con mucha fuerza que hay una grave contingencia en la persona que sufre, y atraviesa una gran necesidad de ser percibida interiormente, aparte de lo que aparenta que es si está enferma o del lugar sanitario donde se encuentre. Y de esa manera, he tratado de transcurrir en esas situaciones como forma de compañía no técnica, sino humana, como aliento o conversación, intentando que estas personas perciban que hay alguien junto a ellas, atento a ellas. Llevo libros, música, flores o comida. Y rezo también allí. A veces en la puerta, si las personas son ateas o están dormidas. En Estados Unidos esto ha sido muy fuerte. Como allá hay una idea muy arraigada de la autosuficiencia y del desmembramiento familiar, entonces las personas se separan desde muy jóvenes para vivir en distintos estados, se vuelven a ver muy ocasionalmente y mucha gente vive sola para siempre, como si no tuviera familia o no hubiera tenido ninguna relación cercana en el mundo. Y se considera un logro saber vivir y saber morir solo. Esto es tremendo, porque igual esta misma persona agradece alguna presencia atenta a sí cuando necesita sobrepasar esa barrera de la autosuficiencia, aunque sea por un instante y aceptar una condición propia frágil y desvalida. Creo que este es uno de los grandes estigmas de la exacerbación del individualismo, el de no poder reconocer lo precario que hay en uno o en los otros. Ahora el trabajo de la Universidad me ocupa todas las horas y todos los días de la semana, y también he comenzado muy lentamente a pensar que hay males mucho mayores que la enfermedad o la muerte o la soledad de ambas cosas. Ahora visualizo más nítidamente las necesidades de comunidades vivas y me involucro en la medida de lo que puedo, siendo también inmigrante, con las contingentes situaciones de muchos de los inmigrantes en EE. UU. Tengo también temor de impregnarme sin darme cuenta del fuerte sentido de individualismo norteamericano.

 

No reconocer la necesidad de que haya otro.

 

—Eso, la percepción del otro y que el otro también te perciba —pero de verdad—. Esta es la diferencia entre la comedia y la tragedia.  A medida que ha ido pasando la vida, sin embargo cada vez, se me ha hecho más fuerte esta concepción personal de que hay dos mundos muchas veces incompatibles. El mundo de la idea y el mundo de la cosa. Y ahora mi pensamiento se ha ido deslastrando de toda la cosa y de toda su preocupación. No veo lo visible o lo tangible y ni me toca ni me afecta ni me produce poemas ni nada.

 

¿El trabajo en los asilos incidió en tu forma de mirar el mundo?

 

—Puede que sí, pero no de manera consciente. No es como un taller de instrumentos. Nada realmente funciona para mí como taller de instrumentación. Y quizá esa mirada ya estaba antes. Me afecta mucho lo desvalido, en todo sentido. Pasa que es más fácil trabajar con el cuerpo porque puede evidenciar formas más claras. Pero hay muchas otras instancias, quizá más graves, que no son tan evidentes.

 

El cuerpo es la evidencia de lo desvalido y a la vez de otra cosa que permanece.

 

—Sí. La connotación de algo que sobrevive, yo creo, a pesar del cuerpo.

 

¿Por qué te fuiste de Venezuela?

 

—De cierta forma había vivido (con mi familia) mucho tiempo fuera ya. Mi padre era cónsul y habíamos crecido fuera de Venezuela. Mi abuelo también era cónsul, estuvo como 20 años en Tenerife y otros tantos en Curazao. Nosotros vivimos por muchos años en Brasil, en Colombia, en Surinam. La idea de lo fijo ya había desaparecido. En un sentido yo siempre había querido volver al país, me hacía falta tener un país, pero también necesitaba hondamente dedicarle más tiempo a la poesía y a la literatura, cosa que en Caracas es muy difícil de lograr. En Caracas es muy difícil trabajar en una universidad y mantener una familia al mismo tiempo. Para esto usualmente necesitas enseñar en varias universidades a la vez. Yo tenía una editorial corporativa muy exitosa, en la que trabajaba día y noche, pero también tenía tres niños pequeños y necesitaba prestarles más atención. Entonces volví a salir del país para vivir en EE. UU. con ellos, porque pensaba que trabajando mayormente con la poesía, en forma de docente, investigadora, lectora, escucha o lo que fuese, podía reorganizar mi vocación y a la vez cuidar a mis hijos. Tal como ha sido.

 

Además de escribir, pintabas. ¿Había alguna conexión entre ambos trabajos?

 

—En cierta medida era lo mismo. Se trataba de la expresión, de la búsqueda de una expresión. Pero, a veces, cuando pintaba el trabajo era muy intelectual (podía ser hasta narrativo). Y cuando escribía había demasiadas imágenes, los poemas eran visuales pero escritos. Yo pensaba que hacía falta la vida para separar el gesto, para separar la palabra de la imagen y ahora sí creo que ya mi pintura podría ser más gestual, que era lo que a mí me interesaba —como la pintura oriental que me gustaba más, pero no podía llegar a ella por el problema de la anécdota, del referente—. Y claro, pasó la vida, ahora sí veo que puedo más o menos crear un espacio propio para cada actividad, o entender los espacios de unión y separación. De alguna manera sigo en lo mismo, solamente que para pintar necesito más aparato, necesito espacio, tiempo, dedicación, libertad. De alguna manera he seguido pintando cuando escribo. El elemento visual está muy presente en mi trabajo.

 

¿Por qué te interesan esos elementos visuales? En tus poemas uno observa el cuidado por el espacio, por los blancos, en el descentramiento y la disposición de los versos y en la escansión de las palabras. A veces esa disposición y esos cortes de versos y de términos hace del poema casi un caligrama (el poema “las alturas”, en Sentido aroma) y, en general, la forma resultante corresponde al sentido del poema, como si el sentido se leyera, también, en el modo de disponer los versos, ¿no? Por otra parte, ¿por qué escribís versos en mayúsculas?

 

—La diagramación y la puntuación de mis poemas tienen que ver con la respiración mental. En algunos libros como Sentido aroma han aparecido esas semejanzas a los caligramas, pero en otros libros o tiempos mentales, los alientos han sido más largos o mantenidos como en Páramo solo, o más asincopados aún, o una mezcla de ambos como en Paréntesis del estupor. Las mayúsculas me funcionan para marcar énfasis de distintos grosores en las ideas y diferenciar en las palabras las fuerzas primarias de las secundarias o terciarias, etcétera.

 

En 1985 aparece Cuerpo. ¿Cómo llegaste a ese primer libro?

 

—Cuerpo fue escrito entre 1981 y 1982. Pero antes yo tenía ya mucho tiempo escribiendo. En algunos trabajos anteriores puedo ver, hoy en día, algún germen de la cosa fuerte de Cuerpo, como esa fuerza repentina sin elaboración, ese advenimiento de lenguaje no elaborado. Pero, en general, mi trabajo de más joven era más lírico y yo creo otra vez que, como en la pintura, esto tiene que ver con la vida, porque estamos hechos de la materia de la vida, escribimos de esa materia que somos. Yo tenía una vida feliz, una familia feliz, una familia interesante porque no era tradicional, era una familia de movimientos, de búsquedas, de interrogaciones. El capitán que llevaba el barco era un visionario, entonces anochecíamos en un país, amanecíamos en la otra orilla. Todo era siempre incierto y maravilloso porque no había ninguna sistematización de lo vano o de lo insignificante, había una imaginación galopante y un amor sin límites, y ya eso pues, era un gran sustento. Pero no había conocido el dolor del mundo que ingresa con Cuerpo. Esa visión no es una metáfora literaria. Aún cuando muchas veces me preguntan si tiene que ver con la negación de la maternidad, en realidad yo estaba haciendo casi un trabajo periodístico, estaba retratando una realidad en los hospitales públicos de Venezuela. No era un trabajo de ficción.

 

Algunos críticos te mencionan como una escritura que reacciona contra los arquetipos de la mujer. ¿Te reconocés en esas valoraciones?

 

—En realidad yo hacía un trabajo ingenuamente social. Lo escribí para los médicos. ¡Qué horror! !¡Qué ingenua, ¿no?! Yo era estudiante y mi esposo también y no teníamos mucho dinero, así yo estaba esperando dar a luz en la maternidad pública Concepción Palacios de Caracas, pero pasaron tres semanas y mi bebé no nacía. Entonces yo me puse a trabajar, como era mi costumbre; estando ya allí, aproveché para trabajar con las otras mujeres hospitalizadas y con sus niños. La gente ingresaba a aquel hospital sin auxilio, ni de afuera ni de adentro. Por más que conversaras y que cuidaras las várices y lo que pudieras, entre lo más pequeño de la enorme necesidad, por supuesto, la realidad sobrepasaba cualquier enunciación. Yo sentía muy inútil tanto decirlo como no decirlo, porque el que le interesa ya lo sabe y el que no lo sabe igual no le interesa. Entonces pensaba en esa frase de Hölderlin: “ni sé qué falta hagan los poetas en tiempos de miseria”. Y quería entonces poder trabajar en el depósito de los algodones si hubiera alguno allí, y repartir algodones, repartir ropa para los bebés. Hacer algo más práctico y concreto en situaciones tan tremendas. Pero apartando esto, que también era un terreno inútil, porque no transforma esas realidades, vi que por más que tú vayas y tomes una foto escrita y te la lleves, igual esa es la realidad que se mantiene. La mujer, mientras menos recursos posea, va a ser cada vez más maltratada por el sistema. El reclamo era, en realidad, que la mujer no debería pasar sola por una situación tan definitiva y tan definitoria. No sólo ella, porque ella pasa a segundo plano de entrada, sino el ser que está llegando al mundo; un momento demasiado importante para estar tan desprotegido, o sea, no considerado ni siquiera por la célula familiar. Ya sabemos lo que significa la idea de la paternidad en América Latina. Entonces, como hay hospicios para los enfermos mentales, ¿por qué no hay auxilio para un momento tan crucial y fijo y no circunstancial en la vida de una persona? Yo vi a muchos niños morir con sus madres, muchas madres morir solas y dejar a sus niños vivos y solos, por apenas indiferencia de los médicos. Y esto fue lo que a mí me sobresaltó. Igual te sobresaltarías si fueras a un frente de guerra, si vivieras en la cárcel, si estuvieras ante cualquier experiencia de los límites. Uno es un privilegiado, porque accede a esas experiencias si quiere, por una decisión personal, de alguna manera yo estaba emulando a Simone Weil. Pero no es nuestra realidad, y no la conocemos verdaderamente, no participamos permanentemente, no sabemos nada de lo que es más importante saber. No es que yo diga que todos necesitamos una hecatombe, pero sí creo que no podemos olvidar la presencia constante de las hecatombes de muchas formas y latitudes que no siempre ingresan en la experiencia directa. No olvidarlas más allá de que tú la ilustres, la pintes, la escribas, la declames en un micrófono, ¿todo eso al final para qué sirve?

 

¿Y algún médico leyó aquellos poemas?

 

—Yo fui con mi librito a los consultorios de la Maternidad Concepción Palacios. Hablé con uno de ellos, pero él no entendía nada, ni siquiera sabía que eso se estaba refiriendo a él. Creo que si este tipo de testimonio sirve para algo, nos sirve a nosotros, los que estamos del otro lado del cerco, momentáneamente tal vez, al menos para recordar otras regiones que también son nuestras. Primero, la realidad social la construimos entre todos, por desidia o por participación, por ignorancia o por deliberación, te involucres o no, ahí está y uno es su hacedor también. Y segundo, porque en realidad pocas veces llegamos hasta el momento en que el vencido no puede hablar. Cuando puedes hablar, todavía no has sido vencido.

 

Entre los poetas, ¿quiénes eran tus interlocutores entonces?

 

—Yo estaba en un Taller de poesía en el Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos. Venía de Brasil y, más que todo, me había nutrido de la poesía brasilera, que fue mi venero de niñez y primera juventud. Habiendo partido del país de niña, regresé a Venezuela a los 22 años para casarme con un español, y así traía ese mundo lusófono directo, un mundo muy distinto al hispano, por lo menos a las formas hispanas más conocidas y abundantes. En ese Taller leíamos poesía en muchas lenguas. Leíamos como quien aprende a escribir leyendo. Juan Sánchez Peláez vino una vez, Eugenio Montejo otra vez (antes que se fuera a Portugal). Fue a través de ese Taller donde yo fui conociendo el mundo literario de Caracas. De allí se formó como una familia, quedamos amigos para siempre y el Taller se prolongó de manera informal como por quince años hasta que yo salí del país para vivir en Estados Unidos.

 

¿Quiénes formaban esa familia?

 

—Allí estaban Lourdes Sifontes, Maritza Jiménez, Sonia González, Leonardo Padrón, Mharía Vázquez, Harry Almela, Stephen Planchart. El Taller tiene el lado bueno que te guía un poco, te separa las lecturas, te muestra lo esencial. Bueno, si lees mal escribes mal, es muy sencillo. Y ese Taller fue muy nutritivo e ilustrativo por lo menos para mí, que tenía una educación formal en Artes Plásticas y en otra lengua. Lo que yo sentí, con los años, fue que la coincidencia de una realidad social y conyugal adversa fue lo que más me marcó, no la coincidencia con la poesía, porque ya la tenía conmigo desde los trece años. Por otro lado, como toda educación, el Taller tiene entonces el riesgo de que te queda lo que debió quedar pero tal vez también te queda demasiada impronta de la voz maestra. Sin embargo, creo que vale la pena igual, porque tu misma voz se va a hacer una voz fuerte y definida como una huella digital: tiene lo orgánico y va a aparecer pese a las múltiples influencias, que también son necesarias.

 

¿El hecho de vivir en Estados Unidos, la pérdida del contacto diario con la literatura de tu país y con tu lengua materna, tuvo alguna influencia en tu escritura?

 

—Tuve distintas perspectivas, unas mejores y otras regulares. En un sentido perdí al interlocutor. Bueno, ya había perdido a mi gran interlocutor, que era mi padre, porque compartíamos intereses y él fue el poeta más cercano que tuve. Había perdido esa conversación que tenía antes, porque incluso aunque viajáramos, iba la conversación en el camino. Y también perdí a los poetas amigos. Juan Sánchez Peláez ya se había convertido en el maestro que me acompañó en mi edad más adulta. Juan Sánchez Peláez no hablaba de adjetivos, ni de los finales del poema, sino de la ética. Y de alguna manera se juntaron demasiadas pérdidas. Se fueron los hijos también, como es natural, a iniciar sus vidas propias, y entonces se fue perdiendo el sonido del mundo. En Estados Unidos hay un movimiento fuerte de poesía contemporánea pero las universidades no siempre son sus núcleos. Yo me siento más identificada con la poesía afroamericana y la poesía del Sur. La tragedia me resuena sola más naturalmente. No es que el dolor exista más en unos continentes que en otros, pero en algunos éste se expresa más, se considera tan importante como la alegría. En otras culturas el dolor puede estar más vedado, no sólo socialmente sino dentro de la propia persona consigo misma. En Estados Unidos hay grandes poetas vivos que admiro mucho como Charles Simic o Mark Strand, pero el país es tan grande, las distancias son tan inmensas que uno no puede ver o escuchar lo que quiere siempre, o nunca. He conocido poetas de otras partes del mundo que han sido presencias muy incisivas en mi vida y en mi poesía. No solamente gente que ha crecido en Estados Unidos sino que llega como yo, de adulto, con otros aires, con otras historias, como amigos poetas muy cercanos, africanos y chinos y de muchos otros países. Cosas que en Venezuela no hubiera podido conocer tal vez, ese es el sentido positivo. Y el sentido negativo es que la lengua también tiene un poder. Hay que escucharla, aunque no se esté dirigiendo a ti, escuchar el mundo hablante, ese que te entra por ósmosis aunque no estés atento, que está allí. Escuchar esa verbalidad del mundo, densa como la entiendes y densa en sí, aunque no la entiendas del todo. Aunque uno esté callado uno es un ser verbal, un ser de palabras, y de alguna manera es muy duro carecer de ese eco, de la palabra del otro aunque el otro te esté o no te esté hablando a ti, y aunque estés por supuesto entonces rodeado de un mundo hablante, hay un gran silencio circundante, y no solamente porque se hable poco, leve y ponderadamente y comprenda una cultura más escrita que oral, es un silencio mayor. Siempre escribo en un español muy solo, pero cuando viajo, cuando estoy con otros poetas de España o América Latina (sobre todo), cuando los escucho, cuando oigo el sonido de la vida, y los árboles conversando, regreso como si hubiera vuelto a nacer. De alguna manera, pienso que estamos siempre recibiendo. Casi todo lo que uno escribe es apenas un reciclaje de lo que recibe. Cuando viajo, cuando paso una temporada en un país hispano hablante, regreso como con un saco de palabras y sonidos, parece como si hubiera ido al mercado por primera vez en mucho tiempo, y era inmensa el hambre que tenía.

 

“Hemos pasado todos estos años acunando a la ausencia y cantando”, dice un poema de Sentido aroma. ¿Se refiere a esa circunstancia del exilio? “El verbo se hace, ahora, albergue”, dice Julio Ortega en uno de sus prólogos a tus antologías. ¿Y estos otros versos, del mismo libro: “Las palabras levantan los velos intocables / y revelan los secretos de las sombras”?

 

—No, porque cuando escribí ese libro vivía en Venezuela. El libro fue escrito para mis hijos durante sus infancias. Pero el exilio ya se había instalado dentro de la casa, sin movernos. El exilio interior al que obliga una relación conyugal infeliz. El verbo de todos modos fue siempre un albergue. Un albergue en mejores o peores condiciones de intemperie existencial. Y a veces potencial bajo el riesgo del silencio.

 

¿Qué tienen las palabras que llevás de regreso en aquel saco?

 

—El sonido afectivo. La lengua tiene también su carga de memoria y de promesa. Tiene que ver con la psiquis y puede afectar la poesía porque afecta la vida cotidiana, afecta el hecho de pensar o no pensar, de sentir o no sentir. No tener la lengua es como llegar a una ciudad sin recuerdos, en Estados Unidos la lengua no tiene recuerdos en mí, nada me suena allí, el inglés no tiene ecos, ni reverberaciones, ni resonancias… Y esto es algo que puede afectar mi poesía porque también afecta a mi personalidad. Allá hablo muy poco y no siento necesidad de comunicarme. Eso también puede funcionar a otros niveles. Sin embargo, escribo siempre, casi permanentemente, aunque a veces más y a veces menos y no de forma cotidiana, pero puede ser que esas escrituras, como toda escritura, estén permeabilizadas por todo lo circundante, por esas carencias de sonidos reconocibles, esas faltas.

 

¿Cómo describirías en términos formales el reciclaje que hace la poesía?

 

—Una vez escuché a alguien decir que aquello que cuidas, aquello a lo que atiendes, es lo que crece. Uno está más atento a algunas partes del mundo que a otras. Eso que te llama la atención es lo que recibes, y también se puede formar poesía de allí, conversación, vida, pensamiento, lo que sea. Las preocupaciones que van cambiando hacen cambiar también los registros. Hay que estar atento a lo que se mira, a lo que se aspira, a lo que se escucha, porque eso te va formando. En mi caso, ahora lo que más me interesa del mundo, lo que me cautiva, es justamente lo que no se puede ver, lo que se puede presentir, lo que no está dicho, no está dado, lo que está latente, gestándose. Quizá aprendí esto del silencio. Y entonces la poesía que más me interesa es esa también. La que no narra. Celan ha sido un compañero de cabecera durante muchos años, y Rilke. Toda esta tradición alemana de Novalis, Hölderlin, etc., me ha llamado mucho la atención, y largamente. La poesía francesa también, René Char, André Du Bouchet, Philippe Jaccottet, y la poesía contemporánea de sentido espiritual (que no narra) como la de José Ángel Valente por ejemplo. En la universidad enseño poesía contemporánea en general y atiendo de buena gana muchas vertientes. Pero me cautiva la señal precisa de esa búsqueda de algo más, aunque muchas veces aparezca en forma de angustia. Esa búsqueda de esperanza que aparece en forma de angustia o en forma de dolor, pero que en realidad antecede una respuesta a la esperanza que está al llegar, y está conjurando lo que vendrá. La poesía explícitamente religiosa de José Watanabe es la que menos me interesa, porque me resulta a veces un poco convencional (encuentro algunos poemas que parecen libros ya escritos antes, y duros de tiempo), pero me llama y sostiene su fuerte idea de una condición humana anhelante por hacerse siempre de un mayor o mejor sentido, como en su poema “La Oruga” que dice algo parecido a “¿te han advertido que esas dos molestias aún invisibles son alas que te están naciendo?” O el poema llamado también “Alas” de Isabel de los Ángeles Ruano, para seguir con la misma alegoría, que habla de unas tales millones de alas que tiene por todo el cuerpo. Sí, sí creo que me signa la necesidad de la poesía de la búsqueda de la esperanza. Porque creo que el que nombra puede hacer un poco más de aire, o invocarlo. Y me cansa, quizá por mí misma, el peso de la oscuridad. Reconozco que es mi responsabilidad, que es nuestra responsabilidad: no es nada más que hay una noche cósmica, también hay una vocación y una decisión. Hablo de la oscuridad como de la reflexión que se solaza en la desgracia. Creo que el gran reto es sobrevivir de la manera más intacta que podamos. Dejarse caer es lo más natural. Por eso me gusta esa línea de pensamiento que se siente de muchas maneras en tantos poetas que no se dejan caer o que caen de pie. Yo quisiera que el hecho poético y la necesidad de la palabra fueran también un canal de aire y no solamente de ahogo.

 

“Siempre busco la esperanza, aunque no se note”, decías al concluir la lectura. ¿Cómo se desarrolla esa búsqueda en la escritura?

 

—Cuando uno siente cualquier tipo de plenitud, sea imaginaria o real, esa misma plenitud se autocomplementa, no necesita siempre la expresión de sí misma, porque ya es como un todo. Yo escribo de lo que me molesta, de lo que me duele, de lo que me afecta. Siempre es como quitar el lastre para volver a mirar, para mirar otra vez, como despejando. Entonces nombro, pero no nombro para afirmar, nombro para preguntar o para negar. Lo que me parece armonioso se integra en mí y lo que no encuentra armonía es lo que se separa, y es en eso que se separa donde trabajo. Como decir que sopeso excrecencias, o intento rellenar lo que se entrecorta a mi pesar.

 

En 2008 preparaste varias ediciones de tu obra. ¿Hiciste correcciones o reescrituras de los poemas?

 

—A veces uno no se identifica del todo con trabajos anteriores, pero siempre he estado consciente de que se tienen huesos mayores y huesos menores. Pensar que un libro es más fidedigno que otro es como pensar que un hijo es más hijo que otro. Por eso he tratado de mantener los libros tal cual han sido escritos en su momento. Pienso que si los corrijo los falsifico porque ya es otra persona la que revisa. Yo soy diferente cada día. Vivo en el vértigo de nunca saber con quién tendré que convivir en cada amanecer. Hay seis o siete libros que están publicados y hay como cinco inéditos que se han ido escribiendo entre unos y otros, o se han escrito en estos últimos años. Algunos de los inéditos son libros de los años 80 y 90. Son registros de distintas épocas de mi vida o visión y que tampoco quise corregir, puesto que escribo siempre desde la experiencia del momento. Pude haber hecho ahora unas versiones mejores pero tal vez esas versiones aparecieron solas en el siguiente libro, siendo optimista, o se completarán en libros que aún vendrán, siendo más optimista aún. Monte Ávila está por editar una antología para abril o mayo, y hay otra antología de la Editorial Candaya de Barcelona que estará lista para mayo o junio también. Así que parece que luego de varios años sin publicar o publicando muy poco, varios libros guardados o recientes verán la luz a la vez. Vamos a ver.

 

¿Por qué, en tus lecturas, comenzás con tu primer libro, con el primer poema de ese libro, con la voz de esa mujer en el hospital?

 

—Ni ese poema ni ningún otro de Cuerpo (o del libro que le sigue o tal vez de ninguno —a excepción de lo que escribo en el instante—) están ya presentes para mí. Pero algunas personas me hablan de esos poemas, entonces leerlos para ellos es como corresponder a la conversación. Siempre me siento más cerca de lo que estoy escribiendo en el momento, pero tal como con los huesos y los hijos, en cada rasgo reaparecen incesantemente gestos familiares que no puedo dejar de reconocer.

 

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