José Kozer: «Lo hermoso fluye sin espacio».

por Jorge Luis Arcos (alias Yoyi)

  1. Escribiste en tu diario: “En este momento histórico hay que dar el salto de la ironía a la fe, esa inocencia”. En estos tiempos en que nos ha tocado vivir –“tiempos de desprecio”, decía María Zambrano, citando a Tertuliano-, donde el escritor se ve a menudo entrampado en los peligrosos vericuetos de la política, has mantenido y defendido una inusual actitud que puede recordar aquel pasaje de Lezama: “Mientras el hormiguero se agita –realidad, arte social, arte puro, pueblo, marfil, torre- pregunta, responde, el Perugino se nos acerca silenciosamente, y nos da la mejor solución: prepara la sopa, mientras tanto voy a pintar un ángel más”. La creación como una segregación, una extensión natural de la persona. ¿Apuestas por una ética de la escritura, de la creación? ¿Una ética poética, que es como decir una ética cósmica, natural? ¿Alcanzar un ritmo, una respiración donde la persona se realice plenamente como un árbol, un atardecer, una supernova.

 

El año pasado, durante una estancia de varios días en Chile, Sandra, la esposa de un íntimo amigo, que es el poeta, crítico y traductor Armando Roa Vial, de pronto va y me espeta: Kozer, su proyecto de poesía, para poder subsistir, continuar, tiene que depender del acarreo continuo de lo inmediato (no entrecomillo, pues éstas no son sus palabras exactas, más bien las parafraseo). Le di toda la razón, y más o menos suscité en mí, como suelo, el olvido de esas palabras, para que no interfirieran justo con esa continuidad del proceso poético que, evidente, tanto necesito. Sus palabras implican un estar todo el tiempo con las narices metidas, incrustadas, en la inmediatez e implican un incesante traer a la escritura materiales de acarreo, desperdicios, sobras, amén de materiales de lenguaje, lectura, y de todo aquello que en la instantaneidad de una reverberación me conmueve.

Recuerdo que escribí en un poema: “Yo no como abstracciones”. En efecto, no las como, y de ellas no hago mi trabajo. Mi trabajo surge todo el tiempo, quiero decir, día a día (desde que regresé de mi viaje a Cuba en febrero 2002 he escrito todos los días, todos, un poema) de la manera más natural, y en su proceso, lo que experimento es un no darme mucha cuenta de lo que estoy haciendo, más allá de percatarme que hago un poema, que éste se hace, y mientras se hace, se mueve por caminos propios, a su aire, y recurre, cuando así lo precisa, a lo inmediato: que puede ser, y muchas veces es, el libro que está sobre la cama, el aura tiñosa que acaba de pasar rozando la ventana del dormitorio, la voz de Guadalupe canturreando en la sala, o de pronto su entrada en la habitación, entrada que para mí siempre es una resurrección, una cotidiana conmoción de la carne y del espíritu (no los separo) y que hace que su figura (presencia) se inmiscuya, se incruste, de diversas maneras, en el poema.

Entonces sí: preparar la sopa mientras escribo un poema más. Pienso que desde hace lustros mi vida es mayormente eso: escribir otro poema, leer otra tonelada de libros (que leo a mansalva, ya que no estoy en la Academia ni tengo que leer como profesional, sino que leo por amor y necesidad interior extrema) escuchar música clásica (Bach, que empecé a amar con particular fruición vía la poesía de Louis Zukofsky) o, últimamente, ver cine en casa, acompañado de Guadalupe. Una vida feliz, que diría Marcial (a veces digo en broma que la única queja que tengo es que no tengo quejas, y un judío que no se queja empieza a ser un ave demasiado rara). Así, comer día a día a una mesa donde en ágape risueño comparto las viandas de la buena mano y la magnífica cocina amistosa de Guadalupe, a la vez que escribo, leo, escucho, miro, constituye mi segregación: esa babosa entre vulnerable y protegida que soy, corre, del modo más natural, a diario, un mismo riesgo: el de una escritura abierta, influenciable, fluctuante y hecha al meandro (escritura que por ende mea escritura) procura pliegues y repliegues, vórtices y vértices, y se sabe siempre cercana al espanto del borde, el abismo al filo del despeñamiento: pues cómo no decir que yo estoy loco (un loco con su locus) y cómo no decir que me enfrento, por mor de escritura, con lo mayor: Dios, la Muerte, el Amor; y aunque escriba estas palabras recurriendo a la mayúscula decimonónica,  aseguro que para mí esos fundamentos no son abstracciones, sino carne ígnea desgarradora que hace, siempre, de acicate de mi trabajo.

Ese quehacer, de alfarero, de ente gremial, obrero de la construcción, me acerca, considero, a una ética que para nada se separa de una estética: me endereza el cuerpo en estado de zazen; me proyecta a la supernova que plantea tu pregunta; rectifica, en sentido confuciano, todo el tiempo (todo el tiempo) mi existencia. Me ayuda a no temblar ante la muerte, y me ayuda a amar con naturalidad a la mujer con la que comparto mis días y sus noches (a veces atroces, dado que el timor mortis conturbat me está más presente a la noche) desde hace treinta años; o me ayuda a no temblar ante mí mismo dada la monstruosidad de una actividad que ya suma cerca de 6000 poemas (justo cuando respondo esta pregunta he acabado de corregir el poema número 5912, de modo que en este momento llevo escritos 5912 ½ poemas, pues sobre la cama hay un poema demediado, que más tarde retomaré, y sé, completaré): y créeme que no guapeo; se trata de una existencia que tiene ésa, entre otras, característica: la de una actividad, en la que sin aferrarme, me permite ser, en efecto, árbol (sea el abedul de mis antepasados eslavos o la mata de mango de mi lugar natural y oriundo). O me facilita el acceso a una respiración zen, práctica a la que me atengo, a solas y a mi manera, desde hace lustros (una práctica de propia y varia invención a la que ni siquiera Guadalupe tiene acceso, dado que la realizo hacia el atardecer, encerrado en un cuarto de la casa). Entonces, acarreo, segregación, disciplina, persistencia, búsqueda y encontronazo, apertura y día a día cerrar, trancar, poemas: un modo de estar, que en mi caso, me resuelve.

 

  1. Si recuerdas ahora a aquel muchacho de la Víbora que a la hora de la siesta sentía un irrefrenable y extraño vértigo que lo impelía a escribir, y lo comparas con el poeta otoñal que ya ha rebasado los 6000 poemas ¿crees que ha sido posible el conocimiento?, ¿crees que has dibujado un destino armonioso?, ¿qué marcas ha dejado esa perseverancia en tu cuerpo, en tu mente?, ¿crees que la poesía, entendida como un oficio –un antiguo y noble oficio-, ha transformado con y en algún sentido tu naturaleza?

 

Aquel muchacho huía, se replegaba asustado; este hombre otoñal, no. Y de ser así, en gran medida lo debo a la poesía, su ejercicio. La mano del muchacho era masturbatoria, la mano del hombre otoñal acaricia el rostro de Guadalupe, se acaricia su propio rostro envejecido, tranquilizado (en gran medida) y piensa que esa caricia no es narcisista sino abarcadora y comprensiva: más madura. Madurez, que de ser como pienso y digo, la debo en gran medida a la tarea de hacer y rehacer cada vez que puedo y he podido, poemas.

No sé si he alcanzado una cierta armonía, no sé si quien vive escribiendo abrumadoramente puede hablar de armonía, pues quien escribe en vida 6000 poemas de la extensión e intensidad, de la variabilidad invariable de los míos, no puede, quizás, hablar por propio derecho, de haber accedido a una armonía. Yo tengo la convicción de haber nacido para el monasterio, pero o no me atreví, o no lo vi a  tiempo, o simplemente la circunstancia no me lo facilitó: y en su lugar, escalón segundo, hice poemas, que han sido mi Libro de Horas y devocionario, mi modo de permanecer sentado a la puerta del templo, no como un Kafka tortuoso y atormentado (aunque no niego que en mi vida y en su trabajo hay bastante de eso) sino como un monje zen. El sabio no produce nada, dice Cioran. Y yo he producido, de modo que ateniéndonos a esa definición, no soy sabio. Soy, si se quiere poeta (palabra que me repatea). Y siéndolo, vivo una encarnación, en el sentido católico y en el sentido zen budista.

No vivo una afición sino como bien dice tu pregunta un oficio: ¿noble oficio? Eso depende de quien lo ejerce; todos los oficios son nobles, según quien lo ejerza. Robar ejercido por Genet acaba por ser un oficio noble, y Genet un caco noble; o el sadismo de Sade acaba de ser algo noble, a diferencia del sadismo no escritural ni verbal de los bestias auténticos que a veces se visten de nazis, otras de politicastros creídos y de mesiánico narcisismo. Cada vez que ha emanado de mí un poema he estado atento a la emanación que suele ser bastante rauda, y esa atención ennoblece, pues es la atención del orfebre que quiere ayudar, apoyar y sostener al don recibido ejerciendo su oficio y ojo, un ojo que a estas alturas y tras larga práctica ya algo conoce y reconoce del misterio de la gestación: entre ambos, el que recibe el don, y el oficiante, se elabora el poema: los dos se necesitan, ambos son caras de la misma moneda, y no se puede decir que uno ocupe el rostro anverso y el otro el reverso, pues ambos se funden y confunden durante el acto poético: ésa, para mí, soledad y salvación. Pues, y lo digo con conciencia de causa, de no haber sido por la poesía hubiera sido: a) un hombre infeliz, b) un enfermo mental, c) quizás un suicida, d) un inmaduro ciudadano del orbe y de la urbe (esa urbe que ha sido una de mis ubres, y que en mi caso fue La Habana, y luego Nueva York).

 

 

  1. Como tú mismo has reconocido, has transitado como poeta un camino muy solitario. Sin embargo, sin renunciar a tu soledad creadora, y sin desconocer la considerable difusión que ha tenido tu poesía en el ámbito iberoamericano, creo que en los últimos diez años ha sucedido acaso algo imprevisto en tu vida: eres cada vez más leído y admirado por muchos jóvenes poetas y ensayistas cubanos, algo que no te sucedió con los escritores cubanos de tu generación. Has entrado lenta pero profunda e intensamente en el más severo canon de la poesía cubana contemporánea. Incluso, luego de cuarenta años de ausencia, visitaste la isla. ¿Te sorprendió ese reconocimiento tardío? ¿Te sientes parte de alguna familia poética? ¿Ese viaje al légamo de tu infancia y adolescencia, ha significado algo para tu creación?

 

No puedo dejar de sonreír ante la palabra canon, ese negocio que me parece una ceguera de prepotentes. No me incumben cánones ni cañonas, me incumbe hacer, con prolijidad humilde mi trabajo, vivirlo en su gestación y culminación diaria, viéndolo, desde su natural desgarramiento interior, caer en un saco de olvido, real en el sentido de que soy incapaz de recordar mis poemas: de hecho no soy capaz de recordar un poema escrito ayer y corregido esta mañana.

Uno de mis ejercicios zen consiste en recordar todo lo ocurrido durante el día, y por ejemplo, cuando practico ese ejercicio a la noche, suelo recordar casi todo con fidelidad, pero casi nunca soy capaz de recordar el título del poema que corregí esa misma mañana, mucho menos de lo que trata, y por supuesto, muchísimo menos lo que dice: todo, inexplicablemente se me ha borrado, con lo cual puedo escribir otro nuevo poema al día siguiente, y con lo cual vivo día a día la dicha de la tabula rasa. Es, para mí, un festín, un jolgorio: algo espléndido. Lo disfruto haciéndolo, y lo olvido en menos de lo que canta un gallo. Creo estar cada vez más cerca del gallo de Chuang Tzu, que es el gallo de madera, indeterminado, nada imperioso ni gallo, ave inmóvil que en mi caso se moviliza a través de los movimientos de una mano que escribe a mano, o que teclea corrigiendo poemas.

Dicho lo anterior, cómo no expresar alegría y agradecimiento, ante la acogida que a mi trabajo se le viene dispensando entre muchos cubanos, sobre todo los más jóvenes, unos jóvenes que no se suelen casar ni con Dios ni con el diablo, que son huesos duros de pelar, y que tienen una cultura múltiple, voraz, extraordinaria: si ellos te leen con fruición puedes sentirte dichoso. Y para mí ser leído por Reina, Ponte, Marimón, Saunders, Sánchez Mejías, Pérez de Armas, Juan Carlos Flores, Ricardo Alberto Pérez, Damaris Calderón, Soleida Ríos (voz que me atrae desde hace tiempo por su registro inasible y numeroso, numénico) o por un amigo que tengo en España de nombre y apellido Jorge Luis Arcos (alias Yoyi) es un verdadero honor. Y no veas acá retórica en la palabra honor, sino que se la ha de ver en el sentido que dio Martí a esa palabra cuando dijo “honrar honra.” Me siento honrado de ser leído por estos jóvenes, ellos son mi familia, y a ellos me atengo. Esos poetas cubanos y otros poetas jóvenes de Latinoamérica (Brasil, incluido, y mucho) me brindan auténtica alegría, al saberme acogido por ellos: eso, cómo no decirlo, tras una vida de trabajo, y de dar muchos palos de ciego, me tranquiliza, me palia horas a veces muy difíciles de soledad.

La verdad (a la verdad a la verdura) no tenía la menor idea de que mi trabajo era apreciado en Cuba, y en particular por los jóvenes (creo que comparto esa dicha con Lorenzo García Vega, esa viva voz desencajada y polivalente que va dejando trazas y destrozos maravillosos por su propio y arduo camino): por supuesto que al percatarme de ese interés fui dichoso, dicha a la que he tenido que poner freno para no caer en tentación de vanidad (Pull down thy vanity, me digo a diario, al anochecer, como especie de mantra, siguiendo las palabras de un hermoso poema del viejo Pound).

He sido un escritor prolífico, pero si algo puedo decir respecto al regreso a Cuba, esa semilla, sémola y semillón, es que desde el regreso me he vuelto aún más prolífico, y ello lo atribuyo a algo que en mí se removió: una remoción cuyos flejes de agua siguen reverberando, entrechocando y segregando escritura: ¿Cuándo acabará? Esa pregunta, que no me hago a menudo (soy en extremo supersticioso) no tiene sino una respuesta: acabara cuando acabe, sea por mi muerte, o sea porque dejaré de repente de escribir. Cuando ocurra, como los poetas chinos de la dinastía Tang, me iré a pescar.

 

  1. Has escrito a menudo sobre Martí, sobre su maravilloso Diario, sobre lo que significó para tu formación poética. Me gustaría que hablaras ahora de Casal, a quien siento tan cercano a ti en una extraña dimensión. ¿Se podrá algún día unir, como imaginó en un poema el poeta suicida Raúl Hernández Novás, a Martí y a Casal?

 

Leí a Casal hace años, y más lo venero a través del poema que le dedicara Lezama, que a través de su propio trabajo, en el que no he reincidido demasiado. Quizás una característica de mi particular diáspora ha sido un alejamiento de la literatura cubana, que he desconocido mucho más que la alemana, la china, la japonesa, la norteamericana, la francesa, la española o la luso brasileña. Sólo recientemente he vuelto a leer literatura cubana, la alterno con otras literaturas, y luego se me desplaza (leo como he dicho a mansalva). Leí a Martí de muchacho y me cambió la vida. Me alteró. Me convenció de la existencia de algo muy mayor, inalcanzable: creo me dio el empujón que probablemente necesitaba a los quince años para iniciarme como escritor. Mi voz primera se estrena en acopio martiano. Pero de inmediato me voy; pego un salto y me pongo a leer a los simbolistas franceses, sobre todo a Baudelaire; y al llegar a Nueva York (1960) leo a Lorca (que me deslumbra) y leo a los poetas americanos (no a la generación beat que nunca me interesó gran cosa ni gran cosa me interesa) sino a Eliot, Pound, Wallace Stevens y por ahí ya luego entra el raudal: William Carlos Williams, John Berryman, Charles Olson, mi amado Louis Zukofsky, Kenneth Patchen, Hilda Doolittle y la inmensa Emily Dickinson. De modo que para contestar con honradez tu pregunta, no podría decir si es factible unir a Martí con Casal, aunque intuyo que todos los poetas están unidos en animadversión y disidencia, a la vez que en amorosa fruición de trabajo, de modo que en un sentido lato tiene que ser factible que Martí y Casal constituyan un orbe reunido, una entidad centauro que abreva en Cuba.

 

  1. Eres un poeta donde pervive el contacto sagrado, genésico, primordial con la naturaleza. A veces lo muestras a través de un efecto barroco, otras –como en tus poemas zen, para llamarlos de algún modo- a través de un intenso ascetismo verbal. A veces esos dos movimientos se mezclan, se entreveran (el incesante mestizaje es uno de los secretos de tu estilo). ¿Eres consciente del gran efecto plástico que secreta tu poesía?

 

No lo soy. No sé, en verdad, qué quiere decir plástico. No lo digo ni de broma ni para epatar, no tengo cabeza teórica, y palabras como metáfora, imagen, plasticidad, no me significan nada: no las veo. Pero sí tengo conciencia, a contrapelo y de rebote, de que mi poesía participa de un entrejuego de lenguajes, no en el sentido de que mezcle distintas hablas e idiomas (eso es lo de menos) sino en el sentido de que al escribir, el lenguaje se me desplaza, juega en territorio propio, y yo lo único que hago es seguirle el galope.  Y rayos, cómo galopa el muy sinvergüenza: acabo siempre jadeando, quietamente sudado, como salido de un embrollo, maraña y berenjenal en el que por poco me ahogo. Ahí, se da todo: la palabra cubana que yacía oculta en el légamo interior y que de repente pega el salto de la liebre; o una expresión del yiddish que no había oído desde los tiempos de la casa de Estrada Palma y que ahora transcribo a mi manera en el poema que hago; o, lo que es para mí esencial, un atenerme al propio vericueteo de ese lenguaje, instrumento a medias conocido, para acceder a lo desconocido, siempre sin éxito: se puede hacer un buen poema, pero no se puede hacer el deseado poema (Wallace Stevens: “Is there a poem that never reaches words…?”). Si algo he alcanzado es un estado de controlada libertad, de oxigenación abierta, que me permite inscribir registros múltiples, desde una numerosidad moderna, o más que moderna actualizadora (mas no enajenada de la mayor cantidad posible de tradiciones) que entraña la feroz y feraz manifestación de la palabra (mundo) multifacética, polivalente. Y así, yo que soy japonés sin dejar de ser cubano, o que soy judío sin dejar de ser un chino de la época Han, me doy banquete casi a diario escriturando disimilitudes ante las que más bien acabo encogido de hombros, tampoco por mucho tiempo, porque no quiero padecer de artritis.

 

  1. Me gustaría que comentaras esta frase del monje Hugo de Saint Víctor: “Quien encuentra dulce a su patria es todavía un tierno aprendiz; quien encuentra que todo suelo es como el nativo, es ya fuerte; pero perfecto es aquel para quien el mundo entero es un lugar extraño”.

 

Esa elucubración es para mí verdadera. Apenas tengo nada que añadir. Dice a las mil maravillas, de modo cabal, lo que considero esencial a la persona abierta al mundo, a la existencia en cuanto misterio y desconocimiento profundo. No saber es poder escribir: el que sabe no hace poemas. Mas debo añadir que el movimiento de la cita anterior puede llevarnos a errores: la patria es suave y dulce y no se es sólo aprendiz de ella y en ella, se es también ser en estado de búsqueda de perfección si se sabe adherirse a ella. Y la patria o matria o como se la quiera llamar (esa irrealidad que señala uno de mis versos) nos puede ceder sabiduría y profundo aprendizaje, de modo que no se es sólo aprendiz sino también consumado maestro artesano, si se atiene uno a la patria en su sentido ecuménico y amplio: ser cubano no es óbice de nada; nihil obstat en el ser cubano. Lo micro y lo macro no se tienen que separar, están fusionados: y quien vive la experiencia de un caserío rural con sus tres nubes y dos riachuelos medio secos, puede llegar a comprender la experiencia telúrica y astral. No hay ética limitante, no hay estética unívoca, no hay tierra para unos y no para otros. O el abrazo es abrasador y completo o no vale gran cosa. Cada vez creo menos en los rechazos y más en los altos besos en la frente. Y la frente que besamos siempre es tierra a punto de desmoronarse. Así, más me gustaría permanecer aprendiz en un mundo extraño (aprendiz implica imperfección) que ser perfecto en el mundo entero: ser aprendiz en mi entronque cubano, en mi entronque telúrico, en mi relación con el mundo como totalidad (lectora).

 

  1. He tenido a veces la impresión de que vives y de que escribes con y desde una percepción utópica de la realidad (tal vez sería mejor decir: profética). Lo incorporas todo, como el mar, y, como el mar, eres el mismo siempre. Como un caos reconocible: los fragmentos caóticos que dibujan un rostro verdadero. Pero de esa misma como natural y salvaje consistencia, emana una incesante extrañeza: una sed, un aviso, un barrunto de cosas desconocidas. Algo así como un légamo reminiscente. Ni pasado ni futuro sino acaso ese “ancho presente” de que hablara María Zambrano, donde todas las formas comparecen, o como dijera ella misma: “La poesía, donde se encuentran en entera presencia todas las cosas”. ¿Sentiste algo cercano a esto durante tu estancia en Torrox, Málaga? (“¿Me habré muerto y regresado a Cuba?”, te preguntaste allí).

 

Escucha, buen amigo, escucha: toda mi existencia, toda mi interioridad que pugna y se revuelve o no, está hecha de un solo deseo, el deseo más simple de todos los deseos: asir por un instante el presente (que quizás sea el morir). Escribo la palabra pera y lo que quiero es tocar la pera búdica (escribo pera y quiero palpar el contorno luminoso de la pera de Wallace Stevens). Al escribir sólo quiero estar al pie de un peral florido, quizás conversando o emborrachándome con Li Po o con Tu Fu, o con mi amada Li Ching Chao (la competencia de Guadalupe, que me la cela todo el tiempo). Yo quiero comer presente. Sólo quiero estar compuesto de presente. Eso en el sentido zen que dice que cuando tengo hambre, como, cuando tengo sed, bebo, cuando tengo sueño, duermo. En ese sentido, hace rato que me morí y que regresé a Cuba. ¿Regresé? Es evidente que quien algo ama siempre está ahí. Nunca me fui de Cuba porque siempre he amado hasta el desgarramiento a Cuba. Y la he amado desde la dicha de la nación natural y por qué no, quién quita, quizás utópica. Al respecto, considérese que todas las utopías que se han escrito, desde Platón hasta las distopías modernas, son abominables, tienden a lo autoritario e impositivo, en verdad leer las propuestas de un utopista es atroz. Así, al decir utopía, me refiero a algo plausible, real y realista, una situación comunitaria y de respetuosa convivencia al máximo, en la que todos (todos) podamos prosperar (material, espiritualmente). La Cuba actual no es modelo de nada, y la Cuba inminente no lo será tampoco: pero tiempo al tiempo, y tal vez en algún momento Cuba alcance su ecuanimidad y sea país emblemático entre países (condiciones no le faltan, pese a su desgraciada historia).

 

  1. Tu poesía es uno de los testimonios más conmovedores que conozco de una como ansia de Paraíso desde las certidumbres de la caducidad. Escribiste en tu diario: “Yo, con la preocupación egoísta del yo y su muerte; y allá una mujer corriendo las cortinas con la tranquilidad de las cosas eternas”. Entonces…

 

Entonces, ¿qué? Seguir ansiando el Paraíso, ¿por qué no?, y a la vez, no ansiarlo. Más que ansia se trata del deseo de una presencia que tal vez de repente, va y sí (chi lo sà) acontece: se cierra un ojo y se ve al querubín de la espada flamígera, se cierra el otro ojo y se ve a Adán saliendo aterrado por la puerta (única) del Paraíso (curioso que el Paraíso no tenga puerta lateral, o trasera): se cierran ambos ojos y de pronto hemos estado ahí siempre. Cuentan que cuatro rabinos entraron al Paraíso (los rabinos Akiba, Ben Zoma, Ben Azzai y Ajer): uno al ver murió al instante; otro se volvió loco; el tercero se hizo apóstata (pisoteó y destrozó, se dice, las plantas más jóvenes) pero el rabino Akiba entró y salió del Paraíso en paz. O sea, que Akiba siempre estuvo en el Paraíso, dentro y fuera del Pardés (Paraíso en hebreo) porque el Paraíso está a la vez dentro y fuera. Para mí el Paraíso es la escritura, la compañía de Guadalupe, la salud diaria (“This health is holy”, nos dice Stevens) una llamada telefónica que me indica que mis hijas, en este mundo actual tan difícil, se encuentran bien, luchando pero bien: y así, ando caliente, y si ríe la gente, pues qué bueno, es bueno que la gente ría y que uno ande caliente. Y es bueno hacer cada cosa en su momento ceñido y somero, hacerla como si nunca más fuera a hacerse: comer comiendo, beber bebiendo, escuchar escuchando, juntar las manos en la postura del namasté, a sabiendas de que toda plegaria, todo oración, es un asunto de cada cual.

Hay un poemilla que escribí hace mucho tiempo, y que me resulta en parte  doloroso. Creo es el único poema mío (hasta la fecha inédito) que me sé de memoria:

 

Mis padres fueron el Infierno.

Mis amigos el Purgatorio.

Guadalupe el Paraíso.

 

Podrá imaginarse lo que me duele el primer verso. Podrá comprenderse asimismo que se trata de un verso injusto y quizás en gran medida falaz. Pero debo entender todo esto como un movimiento devoto que se encamina al verso tercero, que es el esencial: mi sed de felicidad, mi ansia de Paraíso, ha culminado, está tatuado, en el cuerpo de Guadalupe, que es donde estoy inscrito, y esa culminación, exenta de desgarramientos e impertinencias, hecha de risa y ternura diarias, sin aspavientos ni comequequería, aleja el ansia y me hace presente el Paraíso. Un Paraíso modesto, incompleto, cuatro paredes y muchas limitaciones pero, no obstante, un Paraíso.

 

  1. A veces tengo la sensación de que mi única Cuba verdadera es la de mi infancia, aunque sea una Cuba mezclada con mi imaginación. Quiero decir que las únicas cosas perdurables que aún hoy constataba en ella eran las que provenían de sensaciones marcadas desde la infancia: la sombra de los árboles, el olor de la lluvia, el sol hiriente, su luz cegadora a veces, la brisa, la orilla del mar, el rayo verde en el horizonte, la noche confundiéndose con el mar, “el mucho azul y mucho verde”, como escribiera Milanés, y ciertos entrañables rituales familiares, o rostros o imágenes amados, o esas conversaciones que uno puede sostener con los amigos, como si sucedieran fuera del tiempo. En cierto modo, después, todo se ensombreció. La experiencia de la Historia ha sido devastadora. De alguna manera casi fatal continúan vigentes los versos de Heredia: “las bellezas del físico mundo, los horrores del mundo moral”. Acaso por ello me he repetido siempre los versos de Rilke: “Nostalgia de los lugares que no fueron bastante amados en la hora pasajera…” ¿Imaginas a veces una Cuba futura, aunque sea incluso una Cuba donde tú no estés, una Cuba “con todos y para el bien de todos”?

 

Por supuesto. Y por supuesto que no estaré ahí, de cuerpo presente: el tiempo ya no da. No es que haya ganado o perdido una batalla sino que me tocó vivir una situación; de una cierta manera, me sucedió así, y así nos sucedió a tantos de nosotros, allá, acá, y acullá, y nos chivamos, o no. Cuba va a estar bien, más allá de mí o de cualquiera de nosotros. El manatí volverá a procrear en sus aguas cálidas, la yagua a dar su sombra, la risotada desencajada encontrará su cauce de manantial, quizás más tranquilo: y aunque no comamos perdices, seremos más o menos felices. No está exenta Cuba del paraíso, ni nadie ni nada. ¿Me chupo el dedo? Puede que no.

 

Imagen de encabezado tomada del film Me, Japanese de Malena Barrios