El pueblo de madera

por Román Guadarrama

Después de dormir sin sobresaltos, Borchincho despertó a las once y media. La energía se derramaba por su cuerpo y lo colmaba de una fuerza incomparable. Alto, fuerte, macizo, se sentía un gigante en un mundo de enanos. A él no le gustaba percibirse así, sobrado, porque en esos días era capaz de cualquier cosa, incluso agarrarse a golpes con quien fuera por cualquier situación. Lo mejor para él en ese caso era quedarse en casa, despatarrado en la cama, en calzoncillos, frente al ventilador, leyendo novelas de vaqueros o revistas pornográficas. Se había propuesto no salir, pero más tardaba en hacer promesas que en romperlas. Había despertado sin apetito, con mucha sed y con un asunto atravesado en la cabeza: había que resolverlo ya, de una vez por todas.

          Sintió en su piel otro día bochornoso, estático, que, a esa hora, ya empezaba a quemar. La canícula estaba en su punto y, desde hacía una semana, el viento se había estacionado afuera del pueblo, entre los huizaches y los nopales. La región carbonífera era una paila al rojo vivo, lista para calcinar a todo lo que se moviera. Muy adormilado, se puso un pantalón azul, una camisa amarilla y unos tenis de pelotero; y para que nadie lo viera salir, se fue por la puerta trasera, y se echó a caminar por las polvorientas calles de Nueva Rosita.

          Una voluntad desconocida, ajena, lo jalaba hacia la cantina, donde para atenuar su enorme vigor se iba a beber unas cervezas bien heladas. El sol en caída libre y el calor sofocante le quemaban la piel, y su aniñado rostro se colmó de un sudor abundante, pegajoso. Sacó un pañuelo amarillo y empezó a secarse la frente, pero más tardaba en hacerlo que en volver a mojarse. Atravesó avenidas, callejones y callejas y, de pronto, apareció en el barrio bajo más famoso del lugar: El pueblo de madera; un sórdido lugar junto al arroyo, en unas calles polvosas, sucias; un espacio miserable donde se refugiaban borrachos, rateros, prostitutas y padrotes. Arrastrando los pies, fastidiado por el bochorno, llegó a la cantina, donde lo recibió su propietario, Nacho Monreal.

          −Sabes –dijo Borchincho −, ¿cuál es mi sueño dorado? Quisiera tener un tugurio como el tuyo.

          −No jodas, bato –dijo Monreal −, tú vas a ser pelotero.

          −No –respondió el muchacho −. El beisbol es mi mayor ilusión, pero soy maleta; nunca voy a brillar en la liga del Norte. Tal vez solo asombraré en los llanos… Y de algo tengo que vivir, ¿o no? Y a mí me gusta tu jale. Échame la mano, amigo.

          −No chingues, bato –dijo el cantinero −. Este pueblo está lleno de tugurios. El alcohol ya no da para vivir.

          −Pero si cada día hay más borrachos −dijo Borchincho.

          −Sí, bebedores jodidos –agregó Monreal −. Primero, dejan de trabajar; luego joden a la familia y, al final, quiebran a los cantineros. Valen madres, pues. Aquí las cosas van de mal en peor. Pero si un día mejoraran, no dudaré en ayudarte. Claro que sí, eres mi amigo, bato. 

          A Borchincho le fascinaba la cantina de Nacho: un jacalón de adobes de barro y láminas de zinc, enjarrado con arena y pintado de naranja con guardapolvo verde; lo arrobaban los olores del aserrín y de la cera untada en el piso negro de cemento; lo seducían las fotografías de las mujeres encueradas, en especial, una color sepia, de Tongolele, donde la mujerona, vestida de rumbera, meneaba el rabo; le encantaba también la sinfonola violeta donde él oía por unos centavos, las canciones de Pedro Infante y de Jorge Negrete y, de su máximo ídolo, Eulalio González “Piporro”: “Al mero Norte, sí señor/ vengan a oír el acordeón/ para que aprendan a bailar/ a puro golpe de tacón…”; y sobre todo lo ponía a temblar el sabor acre de la cerveza: ese líquido color trigo que el cantinero destilaba con un mecanismo de ruedas y poleas, engranes y mangueras, y pistones sometidos a presión que, por un milagro tecnológico, permitían servir la espumosa cerveza bien helada, a esas horas del día en que el sol pegaba con tubo.

          −No me des un cinco –dijo el muchacho −, sólo déjame aprender el oficio, ¿cómo ves?

          −No, Borchincho. Tratar con borrachos no es sencillo. A ti se te hace fácil, pero no. El alcohol les saca el chamuco y se ponen como animales. Hay que tener mucha paciencia para sobrellevarlos.

          −Yo puedo con ellos, Nacho. Ya verás, eh.

          Muy vacilador, el cantinero respondió:

          −¿A poco?

          Borchincho asintió.

          −Entonces, ahí te encargo el changarro –dijo Monreal −. Me urge ir a pagar impuestos o me van a cerrar el congal. Ya me multaron por no pagar. ¿Cómo la ves? ¿Me ayudas o no?

          −¿Lo dices en serio? –dijo el muchacho.  

          −Sí, al rato vuelvo –dijo el cantinero, mientras tomaba unos fajos de papeles y de billetes, y los metía en una maleta de cuero −. Échame la mano un rato. A estas horas llega poca gente. Ah, y los precios de las bebidas están en el mostrador… Y por favor, cóbrate con cerveza, no puedo darte más, eh.

          Borchincho pensó que ese era su día de suerte; las emociones se le amontonaron en el pecho y tal parecían que iban a explotar.

*

Esa misma mañana Moreno despertó con una gran resaca. Abrió los ojos y se sintió atrapado en su propio cuerpo, sin escapatoria. Muy somnoliento, se levantó tembloroso, bamboleante, y sintió que su cuerpo estaba cubierto de un sudor pegajoso, rancio, como manteca de puerco. Maduro, correoso, estiró los brazos y bostezó: el sueño lo doblaba, pero no quería dormir; nomás cerraba los ojos, las pesadillas, como avispas, se le dejaban caer. Abrió los ojos lo más que pudo y así los mantuvo, desorbitados, para no volverse a dormir. Su avanzado alcoholismo le procuraba a ratos la sensación de estar muerto y lo metía en senderos de pesimismo que, por momentos, lo hacía pensar en el suicidio. Sin embargo, no tenía los suficientes güevos para ahorcarse o para meterse un balazo. Lo único que lo rescataría de la terrible cruda era echarse unos tragos de alcohol, un poco de aguardiente lo rescataría de la sensación de estar sumido de cabeza −hasta la cintura− en la mierda del excusado.                

          Moreno frecuentaba todas las cantinas del pueblo minero, pero ese día no tenía un peso; y como Nacho Monreal le fiaba se dirigió a la cantina de éste, que llevaba el nombre del barrio. Al empujar las rejillas, estas crujieron como los gemidos de un acuchillado. En el primer instante Moreno no vio a Nacho y se sintió muy desgraciado; caminar por las calles polvosas con esa resolana cruel, sudar copiosamente, y todo para nada; preguntó por el cantinero, y Borchincho le dijo que no estaba y que iba a tardar. Ellos se miraron de reojo, tensos, y por las miradas de tranchete tal parecía que no se tragaban. Para bajar la tensión el muchacho dijo:  

          −Siéntate, bato, tómate un trago. El calor está de la chingada.

            A Moreno no le gustaba que le hablaran así, como de amigos o compadritos; prefería el trato sesgado dónde se hablaran de “usted”, y las miradas filosas apenas se cruzaran, para que no causaran fricción y echaran chispas. No sabía por qué el pelotero le caía en la punta del caracol, pero la posibilidad de echarse un trago sin que estuviera el cantinero, lo alegró un poco; incluso sonrió para sí, discreto, para que el otro no pensara que era un asunto con él.

          −¿Qué quieres?

          −Un vaso de güisqui.

          En cuanto lo recibió, Moreno se lo empujó de un trago. La resaca era tan apremiante, que lo mejor era aventarse la botella. Pero al principio no podía mostrarse ávido, sobre todo porque no cargaba un centavo.

          Tampoco a Borchincho le caía bien ese cuervo; se había topado con él muchas veces en la plaza del Seis, y le daba escalofrío su mirada de tumba: sádica, cruel. Y mientras el otro libaba, el muchacho servía más y más, hasta que el vicioso se acabó la mitad de la botella. El pelotero calculó que hasta esos momentos había hecho ya el negocio de la mañana y podía entregar buenas cuentas; eso pagaba también el tarro de cerveza helada que se había empinado. Entonces, tranquilo, sopesando las palabras, le pidió al otro que le pagara la cuenta.

          Moreno se levantó y le enseñó los bolsillos del pantalón para que viera que no traía un peso; y luego, risueño, le dijo a Borchincho que no se preocupara: Nachito Monreal le fiaba y él pagaba puntualmente el día de raya.

          El beisbolista se sintió estafado y, temblando, dijo:

          −¿Por qué no me lo dijo antes, eh? ¡Qué poca madre tienes!

          −Tranquilo, muchacho –dijo el otro; sus ojos hundidos, negros, contrastaban con sus dientes amarillos, chuecos−. Esperamos a Monreal y ya, asunto arreglado…

          Borchincho sintió que un furor gaseoso le invadió el cuerpo y le clavó las uñas: ¿Cómo era posible −pensaba− que hubiera sido tan estúpido? De seguro, Nacho Monreal le cobraba por adelantado y él, sin saberlo, le había servido media botella de güisqui sin que pagara un solo cinco. En el fondo de sí se sintió un pendejo, un bueno para nada, que no merecía ser cantinero. De reojo observó el rostro de Moreno −unos colmillos de plata se le escapaban de entre sus labios, como si sonriera−, y pensó que el otro, en el fondo, se estaba pitorreando de él. Entonces, enojado, se acercó al otro y, en un tono que no dejaba dudas, dijo:

          −Si no me pagas, te voy a patear el culo y te voy a sentar de nalgas en el puto arroyo. ¿Cómo ves, eh?

          −Tranquilo, muchacho –volvió a decir Moreno, sonriente, para bajar la tensión−, ya volverá Monreal y…

          De pronto Borchincho empujó a Moreno y lo tiró al suelo. Luego se acercó y le sorrajó un fuerte golpe en la boca; al otro le empezó a brotar la sangre a borbollones. Y luego el pelotero le siguió pegando, hasta que el borracho quedó despatarrado en el piso de cemento.

          Con muchas dificultades Moreno se levantó y, lentamente, fue recobrando el aliento; tenía el cuerpo enconchado y tembloroso. La furia lo había poseído y le brotaba por los ojos. Entonces sacó una navaja y, juntando sus fuerzas, se lanzó sobre pelotero.

          Al verlo venir, Borchincho tomó una botella vacía de la punta, la quebró en la base, y con ella intentó contrarrestar los navajazos del otro.

          Moreno parecía un animal herido, acorralado, dispuesto a todo; lanzó una serie de filetazos a diestra y siniestra.

          Demasiado pronto, Borchincho se dio cuenta que el otro era experto con la navaja; con unos cuantos movimientos le habían herido los brazos y la sangre escurría abundantemente. Recordó que con esa navaja, el borracho había cegado varias vidas; tenía una bien ganada fama de asesino. ¿Por qué lo había provocado?

          De pronto vino un lance habilidoso de Moreno, y Borchincho apareció herido superficialmente en el pecho. El muchacho pensó que era una cuestión de tiempo para que el otro lo rematara. Entonces, aterrado, se echó a correr como un conejo y el coyote se fue detrás de él.

          Furioso, Moreno lo persiguió de un lado para otro, alrededor del mostrador y de las mesas, hasta que Borchincho se acercó a la puerta trasera y salió corriendo al patio de la cantina.

          Sin dificultades, el pelotero cruzó el solar y brincó la barda de adobe hacia la casa de Leoncio Sánchez; luego vio −de reojo− como Moreno con muchos problemas la saltó también.

          Entonces el muchacho vio a lo lejos una cerca de horcones de mezquite y de cuatro líneas de alambre de púas, como de un metro de altura, y pensó que él la brincaría sin dificultades; en cambio, el borracho no. Muy aterrado, Borchincho agarró vuelo y brincó, pero al saltar le faltó un paso y se enredó en las líneas de alambre; quedó atrapado, colgando, como un conejo. Sangrante, desconsolado, vio venir al otro con los ojos de lumbre y la lengua de fuera.

          Moreno se acercó a Borchincho, se detuvo en seco y, entonces, se empezó a reír sarcásticamente: una risa que nacía de sus entrañas, sórdida.    

          −¿Te das cuenta, peloterito –dijo el borracho –, que eres un pendejo? Nacho Monreal pudo haber aclarado todo.   

          −¿Y por qué no lo esperamos? –Dijo Borchincho.

          El otro se carcajeó.

          Moreno se acercó al pelotero y le enseñó la navaja cubierta de sangre para que la viera. Luego, calculando el movimiento, de un solo filetazo le rajó la panza como a un marrano: un tasajo de punta a cabo, y las babosas tripas del pelotero se llenaron de polvo, hojas secas y basura. Borchincho trató de metérselas, pero no pudo hacerlo: el dolor no lo dejaba moverse. Solo veía de reojo como el otro no dejaba de reír: una risa soberbia, engreída. El pelotero percibió un olor penetrante: sus tripas olían a tierra, a mierda, a humanidad. Y mientras observaba la felicidad del borracho, vio con absoluta tristeza como el mundo, con todos sus asuntos, se iba oscureciendo, como si el día soleado se empezara a nublar y amenazara tormenta. Lo último que vio fueron los negros y feroces ojos de su verdugo.

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