Desperté a las tres de la mañana. Durante veinte minutos intenté volver a conciliar el sueño, sin conseguirlo. Le atribuí al ladrido del perro de don Rafa el haberme despertado, pero sabía que no era cierto; mi insomnio no tenía remedio. Ya me habían advertido lo que tenía que hacer: levantarme de la cama y hacer algo monótono hasta que el sueño regresara. Así que tomé mi cajetilla y el encendedor, me calcé mis tenis y salí en pijamas a la terraza.
El cielo estaba claro, casi transparente, y hacía frío. Caminé sobre el césped hasta la reja al frente y me acodé sobre el borde. Miré alrededor. Las casas dormían serenas bajo la incalculable noche; las cercas laterales, bajas, permitían ver el jardín de los vecinos. Algunos faroles parpadeaban con resignación al final de la calle. A mi derecha, en la casa de don Rafa, su perro salchicha continuó ladrando de vez en vez, rasgando con sus garras la puerta del frente.
Encendí un cigarrillo y después otro y después uno más. Fumé vorazmente como para calmar una ansiedad que ni yo sabía explicar. Exhalaba el humo lentamente, observándolo elevarse en espiral hasta que una ráfaga de viento lo azuzaba hasta extinguirlo. A punto de terminar el tercer cigarrillo, escuché abrirse la puerta de la casa de mi vecino. Lo observé cargar a su perro y apretarle el hocico; lo acercó a su cara y dijo algo que no entendí. Después lo asentó en el suelo, levantó la mirada y me vio.
―George… George… ―don Rafa jamás me decía Jorge― no te había visto. Son las tres de la mañana, ¿qué haces afuera?
―El insomnio, don Rafa… no se lo deseo a nadie.
―Sí, a nadie… ando con lo mismo ―volvió a cargar a su perro y le acarició la nuca―. Y Baguete no ayuda.
Después caminó con paso lento hacia la cerca que divide nuestras casas. Aunque cojea de la pierna derecha, nunca le ha gustado usar bastón.
―Ya te dije que dejes de fumar, eso déjanoslo a los viejos… anda, dame uno.
Le tendí un cigarrillo y él, con un temblor fino, lo acomodó entre sus labios. Lo encendí.
Don Rafa es mi vecino desde que me mudé aquí hace algunos años. Él ha vivido en esa misma casa toda su vida. Primero solo con su esposa, Delia, y después con sus tres hijos, de los cuales nada más conocí al más pequeño; yo llegué aquí poco antes que él se fuera de casa.
Era agradable platicar con don Rafa y Delia, en cierta forma me recordaban a mis abuelos. Él siempre fue solícito y amable conmigo. Sus maneras eran finas, delicadas; siempre vestía con cuidadoso estilo, ni siquiera en casa se quitaba el reloj y los tirantes. Jugábamos dominó o ajedrez en su terraza hasta la madrugada, y Delia nos servía café o mate; a don Rafa le encanta beber mate. Así nos hicimos amigos. Yo solía contarle sobre mis desastrosos problemas de pareja, y él permanecía atento mientras cebaba la hierba, absorbía de la bombilla y deglutía con calma; después, en silencio, seguíamos jugando y de repente él me daba su opinión, como si al mover un alfil la hubiera encontrado en algún lugar sobre el tablero.
El ladrido de Baguete hizo que don Rafa le diera un suave golpe en el hocico. El perro intentó bajarse, pero su amo lo sostuvo con fuerza bajo su brazo izquierdo. Con la mano derecha se llevó el cigarrillo a la boca e inhaló profundamente.
―Baguete ha estado inquieto desde… ―suspiró y miró hacia arriba― desde lo de Delia.
―Sí, era su perro ―hice una pausa y lo observé: las arrugas de su rostro se dibujaban entre sombras haciendo que las grietas parecieran más profundas―. ¿Y usted cómo ha estado, don Rafa? Cuando quiera nos echamos una partida de ajedrez.
―Sí, George, lo sé, gracias… y he estado mejor… solo el tiempo ayuda en estas cosas… solo el tiempo.
―Claro… ¿usted sabe? A mí nunca se me ha muerto nadie ―mi cigarrillo, casi extinto, comenzó a quemarme los dedos; le di una última bocanada―. Podrá decir usted que no lo entiendo.
―No… no creo. Habrás perdido otras cosas. Todos perdemos algo… y a veces, al perder, también se gana.
No le contesté. Creo que no entendí lo último que dijo. Los ladridos del perro eran el único ruido que se esparcía por la calle hasta llegar a la esquina donde ocasionalmente pasaban algunos autos. Don Rafa insistía en mantenerlo cargado; con su otro codo se apoyó en la cerca y mantuvo la mirada al frente. No quise hacerle más preguntas sobre Delia.
Fue él quien la encontró inerte hace poco más de un mes. Su muerte fue súbita; si no hubiera sido por su edad, nadie lo hubiera creído. Aquella noche don Rafa llegó a mi puerta y tocó pidiéndome ayuda. Su rostro estaba húmedo, pero su tono se mantuvo sosegado. Me resultó extraño que me llamara a mí antes que a sus hijos. Mayor fue mi sorpresa cuando ninguno de los tres se acercó a consolar a su padre en el velorio; fue hasta el funeral que el menor de ellos habló con don Rafa un par de minutos. Yo no hice preguntas, pero traté de brindarle mi apoyo y compañía y en los días siguientes fui a su casa para ver cómo estaba. Me dijo que comía bien, aunque tenía algunas dificultades para dormir. En ningún momento perdió la pulcritud: siempre llevó puestos los tirantes y abotonado el cuello de la camisa. Pese a eso seguí yendo a verlo porque no quería que cometiera una locura. Esta era la primera vez que volvíamos a platicar como solíamos hacerlo.
―¿Y tú cómo has estado, George?
Me dio gusto que él iniciara una conversación. Quizá era eso lo que le urgía: platicar con alguien.
―Bien, don Rafa… ya sabe, sufriendo por las mujeres ―bromeé.
―¿Sigues con Adriana?
―Sí… bueno, supongo que seguimos, nos hemos peleado mucho últimamente… es difícil.
―Y si es tan difícil, ¿por qué no terminas con ella?
―Bueno… ―dudé ante la simplicidad de su pregunta― creo que eso nos resulta más complicado… imagínese, llevamos cinco años.
Él guardó silencio. Se reacomodó al perro bajo el brazo y con la otra mano se acarició la barbilla. La pequeña cerca que separa nuestras casas me permitió verlo como creo nunca haberlo hecho: tenía unas pantuflas y un pijama que me pareció de cachemira; unas manchas de talco blanqueaban la parte posterior de su cuello. Sonreí para mis adentros al darme cuenta que no tenía puestos el reloj ni los tirantes; después de todo dormía como cualquier otra persona.
―¿Sabes, George? ―su pregunta interrumpió mis pensamientos―. Entiendo tu punto, pero a veces hay que tomar decisiones… podrás llevar con ella cinco o diez o cuarenta años, pero si no te hace feliz, tienes que tomar una decisión… aunque parezca demasiado tarde.
Sus palabras me dieron justo en la llaga, como siempre. Él nunca habla con rodeos; al final uno aprecia eso.
―Pero anda, que no es hora para estar platicando de esto… dame un último cigarrillo.
Saqué dos de la cajetilla, le tendí uno y me acomodé el otro entre los labios. Baguete ladró intensamente al mismo tiempo que don Rafa se llevaba el cigarro a la boca. El perro logró zafarse del brazo del viejo y, sin dejar de ladrar, corrió en círculos alrededor de él. Don Rafa dio unos pasos con la intención de volverlo a sujetar, pero su pierna derecha lo entorpecía. En ese momento, desde la oscuridad en la puerta de su casa, oímos la voz.
―Rafis… Rafita… baby… ¿estás afuera?
Ninguno de los dos habíamos escuchado los pasos del hombre que salía de casa de mi vecino. Solo Baguete, que corrió hacia la puerta, ladrándole a la sombra que comenzaba a distinguirse con claridad.
―Baguete no ha dejado de ladrarme en toda la noche, creo que no le caigo bien ―dijo, y solo entonces nos miró.
Era moreno y joven, de espalda ancha pero chaparro. Diría que, de alguna forma, su voz no iba con el resto de su cuerpo. Llevaba un suéter y unos shorts; los calcetines los tenía hasta la altura de las pantorrillas. Yo me llevé el cigarro a la boca. Él, de pie junto al marco de la puerta, alternó su mirada entre don Rafa y yo. Miré a mi vecino: tenía los ojos fijos en el piso, pero parecía no mirar nada; movía la cabeza de un lado a otro, como negando. El fuego del cigarrillo entre sus dedos se sacudía en rápidas oscilaciones. Baguete gruñó mientras intentaba morderle los talones al muchacho.
―Bueno, Jorge… ―dijo don Rafa, y dudó― ya es tarde… más me vale entrar. No vaya a ser que cache un resfriado.
Caminó lentamente hacia la puerta de su casa, tras la cual ya había desaparecido el otro joven. Miré la espalda de don Rafa, el balanceo de su cuerpo por la pierna débil. Una vez le pregunté: me contó que fueron secuelas de poliomielitis.
Azotó la puerta, pero la noche no se inmutó, continuó apacible. Pensé en Delia, en su muerte repentina, en el comportamiento de sus hijos en el funeral. Supe que no iba a pegar ojo en toda la noche, así que decidí fumarme el resto de los cigarrillos con lentitud. Con suerte serían suficientes para quedarme ahí hasta que el cielo comenzara a pintarse de naranja, de amarillo, de azul. Siempre me ha gustado la similitud entre los colores del ocaso y del amanecer. Me atrevería a decir que son los mismos. Solo el orden es al revés.
Alonso Marín Ramírez (Mérida, Yucatán, 1988). Es médico cirujano por la UADY y médico psiquiatra por la UNAM y el Hospital Psiquiátrico Fray Bernardino Álvarez. Actualmente se encuentra cursando la subespecialidad en psiquiatría infantil y del adolescente.
Ha participado en diversos talleres literarios impartidos por Eusebio Ruvalcaba, Carlos Martín Briceño, Agustín Monsreal y José Díaz Cervera. Ganó en tres ocasiones los Juegos Literarios Nacionales Universitarios realizados por la Universidad Autónoma de Yucatán. En el 2014 ganó el Premio Estatal de Cuento corto “El espíritu de la letra”, organizado por el Gobierno del Estado de Yucatán. En el año 2017, su colección de cuentos ¿Cuánto tiempo nos duró? obtuvo Mención Honorífica en el XXXV Premio Nacional de Literatura Joven Salvador Gallardo Dávalos, convocado por el Instituto Cultural de Aguascalientes. Por dos años consecutivos, 2017 y 2018, recibió Mención Honorífica en el Premio Nacional de Cuento Beatriz Espejo. En el año 2019, obtuvo dos premios en el 50º Concurso de la Revista Punto de Partida, de la UNAM: primer lugar con el ensayo “Los extremos desconcertantes. Raymond Carver” y segundo lugar en cuento.