La cosa comenzó como un juego. Esto, claro, si puede llamársele juego a la malsana costumbre que tengo de arrancar los calzones de mis vecinas del tendedero. La cosa no pasaría de ser anécdota si no fuera porque en la lógica de estos deportes extremos alguien termina por cacharte. Elena me sorprendió justo en el momento en que aspiraba, con las fosas nasales completamente dilatadas, los olores a desinfectante y esa sensación que suponía corresponder al olor de la intimidad de las mujeres. Quedé congelado ante la mirada acusadora. Así que no me sorprendió en lo absoluto el hecho de que la siguiente acción de mi fiscal fuera una sonora bofetada cuyo eco se fue rebotando por los tinacos de las azoteas vecinas. No dijo nada. Simplemente soltó su mano sobre mi rostro. Estaba dispuesto a recibir más castigo, a afrontar las consecuencias de mis deleznables actos cuando de sus labios salió un grito que me dejó descolocado por completo.
—Ahora tú.
Me le quedé viendo como santo de iglesia a punto de echarse un pedo. Ante mi inmovilidad me dio otra bofetada.
—Te toca, cabrón.
Esta vez tuve algo que decir.
—¿Me toca? ¿Qué quieres que haga?
—Golpéame.
—¿Cómo?
Un puñetazo justo en la nariz me sacó de la duda.
—¡Que me pegues, pendejo! ¿O acaso aparte de pervertido también eres retrasado mental…?
—No puedo pegarte.
Un rodillazo directo en los huevos me indicó que la respuesta había sido incorrecta.
—Pues peor para ti, mamón.
Cuando vi que sacaba unos chacos de la parte trasera de su pantalón de comando, me percaté de que la cosa iba en serio. Lancé un largo suspiro y acto siguiente le di una patada en las espinillas.
—Pegas como niña— dijo y me picó los ojos.
Le di de palmadas en las orejas.
—Ni cosquillas me haces, mariquita.
Jalé de sus patillas hasta quedarme con varios cabellos en las manos. Recibí un chacazo en la espalda.
—Ay, no mames, eso sí me dolió— le dije a la imitadora de Bruce Lee.
—Defiéndete, basura.
Fue entonces que decidí sacar el repertorio que había aprendido en las películas de El Santo y de Van Damme. No sé cómo le hice, pero después de un rato, Elena yacía en el suelo completamente dominada con una llave de a caballo. Ella se revolvía como babosa con sal.
—Suéltame, ¡me estás lastimando!
La iba a soltar, pero al medio incorporarme sentí el ardor en la espalda por el golpe de chacos, pensé que era una estrategia para que la soltara y pudiera seguir madréandome. Apreté la llave. Escuché crujir sus vértebras lumbares. Ella no dijo nada. De repente se soltó por completo. Parecía una muñeca de trapo. Me asusté. Con cuidado la deposité en el suelo y la puse boca arriba. Noté que respiraba, pero tenía los ojos cerrados. Cuando me iba a poner de pie para pedir ayuda, abrió los ojos. En un principio me asusté, pero cuando sentí sus dedos hurgar entre mis cabellos y su lengua juguetear con mis amalgamas decidí que el peligro había pasado.
—Me excitan las peleas. No sabes cómo me pone sentir la adrenalina de golpear y ser golpeada.
Me daba una idea. Iba a decir algo cuando ella comenzó a desabotonarse la blusa. Era una mujer hermosa. Tenía cicatrices que habitaban las partes más inverosímiles de su cuerpo, pero nada definitivo como para afearla. Nos besamos. (Abro aquí un paréntesis para realizar algunas correcciones. Cuando menciono que nos besamos lo que quiero decir en realidad es que ella comenzó a besarme con una intensidad tal que cualquier medidor Richter hubiese quedado inservible. Lo anterior significa que, en realidad, lo que se dicen besos, besos…, no eran. Elena me estaba mordiendo los labios con tal suerte de que me quedaron bembos por el resto de esa semana. Era un martes. Bien decían los antiguos: día de malos augurios). Cogimos entre los tinacos, encima de un lavadero que había visto, seguramente, mejores días. Las rayas del concreto del lavadero terminaron por rasparme la espalda hasta dejármela en carne viva. Ella se movía sobre mí y no desaprovechó la oportunidad de tratar de ahorcarme con unas medias negras de red que, yo sabía, le pertenecían a la gorda del departamento 43. Nunca he tenido un orgasmo como el que experimenté ese día. Y cuando digo nunca, quiero decir exactamente eso: nunca. Ella decidió que había llegado la hora de que eyaculara. Comenzó a acariciarme los testículos con suavidad. Dejó de morderme el cuello y sentí su lengua juguetear en el lóbulo de mi oreja. Eso permitió que me relajara y que, por primera vez en todo el tiempo que llevaba aquel coloquio animal, realmente me sintiera excitado. La excitación creció de tal forma que creí estar a punto de ver las estrellas. Y de verdad que las vi. Cuando Elena sintió que los espasmos anteriores a la muerte chiquita comenzaban a hacer estragos en mis movimientos, me agarró de los cabellos y comenzó a azotar mi cabeza contra el borde del lavadero. Al mismo tiempo movía sus caderas. Mi estupefacción fue mayúscula, no sabía a cuál de los estímulos hacerle caso. Finalmente eyaculé y cuando ella me sintió completamente desfallecido dejó de golpear mi cabeza contra el concreto. Se bajó de mí y recogió sus pantalones (no usaba pantaletas) y comenzó a ajustarse el cinturón. Yo tardé todavía un rato en recuperar el aliento. Ella sacó quién sabe de dónde un habano gigantesco, le dio una mordida, escupió el tabaco y enseguida lo encendió. Aspiró profundamente y se dedicó a asomarse al borde de la azotea a arrojar piedrecitas y escupitajos a los que pasaban por la calle. No se escondía. Cuando alguien volteaba hacia arriba, simplemente se hacía la desentendida y continuaba fumando. Cuando me recuperé y vi que no reparaba en mi presencia me dirigí a las escaleras para irme a encerrar a mi departamento a que me diera un infarto o a despertar en mi cama y creer que todo había sido un sueño. Fue entonces que volví a oír su voz, tenía un timbre agradable y una dulzura que nunca se le hubiera adivinado.
—¿A dónde vas? Te invito a comer a mi casa.
Pude decir que no. Ahora lo sé. Pero en aquel momento no me pareció una salida decorosa. Y, contra todo sentido común, acepté la oferta.
—Está bien, vamos. Pero prométeme que en lo que resta del día no vas a golpearme.
—No te preocupes, por hoy ha sido suficiente.
—Eres extraña.
—Y tú, un cuadrado.
—Nunca me ha gustado la violencia.
—A mí tampoco. Soy activista de Amnistía Globalifílica.
—En cuanto a lo de hace rato… Si tú creías que es excitante que cuando alguien tiene un orgasmo lo debes de golpear, creo que vives en un error…
—Nunca he creído que sea excitante. Sólo me estaba desquitando. Me dolió tu llave de lucha…
Me dejó descolocado. Otra vez.
—Pues que no se repita nunca más…
Ella no contestó, pasó frente a mí lanzándome el humo de tabaco en el rostro. Tosí ruidosamente. Parecía que los tacos de barbacoa que me había comido en la mañana estaban a punto de ser expulsados.
—¿Vamos a comer o te vas a quedar ahí tosiendo como tísico todo el día?
La acompañé escaleras abajo, se detuvo ante la puerta número 32. Sacó un manojo de llaves y comenzó a correr los nueve cerrojos que custodiaban su puerta. Eso no fue extraño, extraño fue que cuando estuvimos adentro de su departamento volvió a echar todas las llaves. Un escalofrío recorrió mi espalda. Me sentí como un ratón perdido en un laberinto sin salida. Ella se fue a la cocina moviendo sus caderas con un ritmo que podría ser, nunca lo pude verificar, de antiguo origen caribeño. Salió de la cocina con un cuchillo para picar cebolla. Casi me desmayo…
—Ahora preparo algo. Tú ponte cómodo. Si quieres oír algo de música, la grabadora está en la recámara. Sácala. Los discos están en el librero de la esquina. Puedes poner lo que quieras…
Me dirigí a la recámara esperando encontrarme con un hoyo de tortura medieval, pero no. El color que dominaba el cuarto era un azul que alguien ha denominado chiclamino. Aunque un diseñador más versado en cuestiones cromáticas tal vez se atrevería a afirmar que la combinación era de reminiscencias fuscia. En fin, que lo que quiero decir es que no había ni grilletes en la cabecera de la cama, ni percheros con látigos de siete colas, ni máscaras de piel con cierres de acero. Vamos, ¡la cama estaba tapizada con peluches de películas de Disney! A los pies de la cama había unas pantuflas de Winnie Pooh. En fin, un refugio de niña fresísima (y medio naca, si tenemos que acotar algo más). En la mesita de noche estaba una libreta monísma que tenía rotulado con letras doradas el tentador título de Diario. Me asaltó de inmediato un morbo irrefrenable. Estaba a punto de satisfacer mi instinto periodístico, cuando escuché su voz desde la cocina.
—¿La encontraste?
Tomé la grabadora y salí de su cuarto. El archivo musical con el que contaba Elena se podía reducir a una sola palabra: Silvio Rodríguez. Así fue como esa tarde de un día bizarro, se vio consumada por el acompañamiento musical de un hombre eterno y cuyos éxitos parecían no pasar de moda. Para desgracia de muchos, incluido yo mismo. Haber crecido en una casa supuestamente de izquierda y revolucionaria habían ocasionado en mí un sentimiento de rechazo hacia todo lo que tenía que ver con “la lucha del pueblo”, “la dictadura del proletariado”, “el arte a las masas” y cosas similares. Así que la perspectiva de pasar una tarde oyendo a Silvio Rodríguez no era mi ideal de todos los tiempos. Ella, en cambio, se sabía todas las letras y no solamente las cantaba, sino que las actuaba. Cuando llegamos al tan esperado momento de escuchar “Ojalá”, yo ya comenzaba a experimentar una urticaria nerviosa que alguien políticamente correcto ya había identificado en mí anteriormente con el nombre de intolerancia. Así que lo rescatable del día fue el “ojalá que esta noche pueda dormir sin ti”; que fue una descarada invitación a no salir de esa casa. Las cosas estaban pasando muy rápido. Sin embargo, me quedé. Hicimos el amor otra vez esa misma noche, aunque es muy probable que la ambientación de la recámara ayudó para que todo fuera de una ternura completamente desproporcionada con respecto al encuentro diurno. Elena era una mujer de contrastes. De muy altos contrastes. Mientras una de las cosas que descubrí ese día me parecieron fenomenales (era una excelente cocinera), hubo otras cosas que en días subsecuentes me hicieron desconocerla por completo (le encantaba la comida de McDonalds). Sin embargo, esa noche, al ver su rostro iluminado por la luz azul que escapaba de una lámpara que simulaba el mundo de Ariel, la sirenita, me convencí de que Elena podía representar una de las mejores cosas que podrían pasarme en la vida. Viéndola así, dormida como un ángel (la cursilería proviene directamente de la evocación del momento), nada podía anunciar lo que me reservaban los días siguientes. Ni yo. Así que esa noche, después de verla dormir en santa paz, tomé unas de sus pantaletas (no las usaba, pero tenía un cajón repleto de éstas), aspiré profundamente y me quedé dormido.
Las cosas marcharon con la normalidad de la mayoría de las relaciones. No tengo que advertir que cuando uso la palabra normalidad, me refiero exclusivamente a la convención lingüística que me permite el uso de tal palabra, y no necesariamente a una configuración descriptiva de las aventuras que me tocó vivir con Elena. El paso de los años hacen que evoque esa etapa de mi vida como la más intensa sin lugar a equivocaciones. Muchas escenas sobreviven de mi relación con Elena: su predilección por tener sexo en los lugares más inverosímiles (taxis en marcha; elevadores de edificios antiguos en los que mi claustrofobia la divertía enormemente; atrios de iglesias mal iluminadas; baños de discotecas y puteros de inexistente reputación; en el medio tiempo de un clásico de futbol; la cuna de un hijo de su prima, cuando actuábamos como niñeras voluntarias; los fondos de reserva de bibliotecas gubernamentales; y, claro, su cama estilo Diney mariguano); sus recurrentes borracheras con malteadas de fresa (el azúcar hacía que terminara con un aspecto de enfermo terminal que usaba para pasarse la noche sacándose fotos a sí misma); las excursiones a sitios arqueológicos en donde grafiteaba líneas incoherentes como “Pepe Pecas pica papas”, “Si alguien te pega en una mejilla, aprende boxeo”, “Puto el que lea esto”, y, mi preferida, “Aquí estuvo Elena, la más buena”; y las comidas con su familia…
El abrupto final del párrafo anterior seguro estoy que merece una explicación satisfactoria, por lo que no intentaré darla. Habrá que conformarse con una descripción casi estenográfica de lo que ocurría en tales eventos.
A las comidas familiares llegábamos con una puntualidad de gorrón inglés. La mayoría de las veces íbamos a casa de la familia de Elena porque el fin de mes nos había recetado una repentina ausencia de fondos económicos. O porque a Elena le asaltaba, de repente y sin ninguna explicación, un sentimiento de culpa que su madre se encargaba de acrecentarle en cada visita (“pude haber sido una gran novelista, Elena, pero los preferí a ustedes”). El padre administraba una Sex Shop en medio de una de las zonas rojas que existían en la ciudad, por lo que no tenía ningún escrúpulo en tocar los temas más escabrosos como pretexto de cualquier conversación. El hermano era el único que quería pasar por normal entre todos ellos. Y era por eso que desentonaba mortalmente.
HERMANO: ¿Y cómo has estado, Elena? ¿Te cuida bien este muchacho?
MAMÁ (dirigiéndose a mí): ¿Sabías que Nita (diminutivo inverso de Elenita) ha tenido siete intentos fallidos de suicidio?
PAPÁ: Si no se sintiera artista podríamos hacer una fortuna. Dejarla que se suicide y filmarlo todo. Ya van varios clientes de la tienda que me preguntan por el famoso snuff.
ELENA: Nunca fueron intentos serios, mamá. Sólo quería ver su capacidad de respuesta. Hacer evidente su falta de reflejos en una crisis.
MAMÁ: Siempre queriendo llamar la atención. Ya ves, estúpido (al PAPÁ), todo esto se lo debemos a tu herencia de orates y pervertidos. Dios castiga de formas inescrutables.
PAPÁ (interrumpiéndola): Mira que si se trata de herencia, andamos en números similares. O ya no te acuerdas que a tu padre lo metieron veinte años al manicomio por violador y asesino. Ahora resulta que el único loco acá soy yo. ¿No?
HERMANO: Papá, mamá, por favor, qué va a pensar nuestro invitado. ¿No podríamos dejar de insultarnos y ser un poco más atentos con el novio de Elenita?
ELENA: No es mi novio…
PAPÁ: ¿Y a ti quién te pidió opinión, aborto de mongol? Mejor será que te apresures a terminar la escuela. Yo no me acostumbro a estar manteniendo lacras. Porque eso es lo único que eres. Una lacra y una molestia en el culo.
MAMÁ: ¿Qué te he dicho de las malas palabras en la mesa? No estás con los pervertidos de tus clientes. Allá podrás hablar de chancros, de sexo oral, de chichis artificiales, de lubricantes anales, de pastillas afrodisiacas y de orgías multirraciales, pero acá en la mesa me vas respetando…
PAPÁ (susurro): Sadomasoquista de clóset.
MAMÁ: ¿Qué murmuras, idiotita? Mira que empezamos a hablar de tu pasado homosexual.
PAPÁ: No seamos hipócritas, querida. Todos tenemos nuestras perversiones. No seríamos humanos sin ellas. Es algo normal. A ver muchacho (dirigiéndose a mí, yo con escalofrío en la espina dorsal), ¿cuál es la tuya? No mientas, porque me voy a dar cuenta, gusano.
YO (descolocado): Ninguna, señor.
ELENA (disfrutándolo): Anda, cuéntale, nadie en esta casa tiene cara para juzgarte.
PAPÁ: Vamos, muchacho, sé sincero, en esta casa somos librepensadores.
MAMÁ: Ajá, como si tú pensaras.
PAPÁ: Deja de graznar, piruja. Si quieres luego puedes narrarnos tus porquerías. (Con el tenedor en ristre) Y bien, ¿cuál es tu perversión, muchacho? No puede ser peor que las de esta familia.
YO: Ninguna, señor…
PAPÁ (amenazante): Por una chingada, que hables…
YO (para salir al paso): Me gusta oler pantaletas…
(silencio)
(más silencio)
MAMÁ (escandalizada): Voy a la cocina por el postre. Elena, acompáñame.
PAPÁ: Obedece a tu madre. (Dirigiéndose a mí) A ver, pervertido; tienes que buscar ayuda. Lo tuyo es una enfermedad.
YO: No es tan grave…
PAPÁ: No me contradigas, fenómeno…
YO: Pero si usted es homosexual…
PAPÁ: Eso no es una perversión, imbécil, es una preferencia. Y aparte no soy homosexual, lo fui alguna vez.
YO: Pero usted dijo que estaba bien tener perversiones. Que usted mismo tenía varias. A ver, dígame alguna de ellas. Seguro que no se compara con la mía.
PAPÁ: Colecciono videos del National Geographic. ¿Te parece peor que lo tuyo?
YO: Eso no es una perversión…
PAPÁ: ¿Quién dice que no lo es? ¿Tú o Sigmund Frost?
YO: Es Freud…
PAPÁ: Aparte de pervertido, inculto. (Gritando hacia la cocina) Por Dios, Elena, ¿de dónde los sacas?
MAMÁ (apareciendo con los postres en una bandeja. Dos envueltos en papel aluminio): Le agradecería mucho que su postre lo tomara fuera de esta mesa y de esta casa. Nosotros somos una familia decente. Elena, piensa en lo que te dije.
YO: No entiendo.
HERMANO: Que te largues, puerco. Ojalá sepas lo que estás haciendo, Elena. No quiero que te pase nada malo. Tú sabes que yo te quiero. [Ve a Elena con un arrobamiento que incluye baba escurriendo por la comisura de los labios y mirada vidriosa. Se recupera] Como hermano, quiero decir. Sabes que te quiero como hermano. Te amo, Elena… Claro que tú sabes, ¿no? Con el amor que uno siente entre hermanos. ¿Me entiendes, verdad? No me veas así. Sabes lo que quise decir… Lo de la otra vez no… eso… (Sale corriendo del comedor. Se oyen sus pasos en la escalera).
PAPÁ (hacia mí): ¿Algo no quedó claro?
No contesto. Me pongo de pie. Elena se queda durante algunos segundos conversando con sus padres. Nadie me acompaña a la puerta. En la calle el viento azota mi rostro. No tengo idea de lo que ha pasado adentro de esa casa. Elena sale. Viene con una sonrisa de oreja a oreja. Me da un beso que me devuelve algo de mi color original. Caminamos tomados de la mano. Alcanzo a lanzar una ojeada hacia atrás para ver por última vez esa casa. En una de las ventanas del primer piso veo las cortinas semiabiertas, el rostro del hermano tiene su mirada clavada en mí. Antes de voltear hacia otro lado distingo, sin temor a equivocarme, que el hermano me hace un corte de mangas.
—¿Y los postres? —le pregunto a Elena.
Ella me mira sorprendida.
—¿No los traes tú?
Niego enfáticamente con la cabeza. Mi orgullo está lastimado. Me siento profundamente deshecho.
El postre lo pagué yo.
A pesar de todo esto, puedo decir que amé a Elena con una sinceridad que se ha ido diluyendo en la traición de la memoria. Porque la amaba y quería conservar su recuerdo es que un día decidí irme. Algo tuvo que ver también el hecho de que me hallaran espiando escondido en el probador de damas de un centro comercial. Nadie quiso comprender que eso era menos grave que olfatear ropa íntima. Me levantaron una demanda y me obligaron a huir. Así que decidí abandonar todo. Pasé por dos mudas de ropa a mi cuarto y fui, por última vez, al departamento de Elena. Ella me recibió con la noticia de que si quería hacer el amor esa noche tendría que prestarme a una loca idea que le había rondado la cabeza a últimas fechas. Ya nada podía sorprenderme. En la experiencia estuvo involucrada una película del Discovery Channel, dos botellas de vino, mermelada de fresa, un destornillador de cruz, la “Canción del elegido”, unos cautines de soldadura y tres gallinas. Por pudor no describiré lo que ocurrió. Sólo diré que al final de la jornada, Elena concilió un sueño de oso polar. Fue entonces que me marché de su vida. Apagué la tele, que en ese momento no mostraba más que estática. Tiré el disco de Silvio al cubo de la basura y salí sigilosamente.
Debo aclarar que no me fui con las manos vacías. Ahora mismo me dispongo a comenzar la lectura del Diario de Elena. No sé qué sorpresas me aguarden, pero seguro que no será nada aburrido. Antes de comenzar coloco el flamante separador que también robé de su casa. Es de un rojo intenso que me dilata las pupilas sin que lo pueda evitar. Lo coloco entre las primeras páginas del diario. Uno siempre puede encontrar nuevos usos para una tanga.
Édgar Adrián Mora es escritor y profesor universitario. Ha publicado los libros Memoria del polvo, Agua, Raza de víctimas, Continuum. Una novela sobre Héctor Germán Oesterheld, Dos veces en el mismo río y Cerro que arde. Actualmente vive en la Ciudad de México. Publica de manera periódica la columna «El castillo de If» en la revista VozEd (http://vozed.org/category/el-castillo-de-if/).