Un borracho lanzó una botella contra la pared y el envase explotó en infinitas astillas como sol que sale detrás de la nube. Desde su mesa Damián siguió la trayectoria del objeto, el golpe en la pared, la dispersión luminosa, y tuvo el presentimiento de que así terminaría su vida: una explosión, una estela de luz. Sin embargo, por el alarido del ebrio y los silbidos de los presentes olvidó el vaticinio. Observó como el escandaloso tomó otra botella, la arrojó contra la pared, no se quebró y cayó al piso estrepitosamente. Dos fortachones levantaron al beodo, lo bolsearon, lo llevaron hasta la puerta y al vuelo lo lanzaron a la calle; se oyó el costalazo que despertó las carcajadas de los presentes. A la distancia Damián chistó, meneó la cabeza y dijo entre dientes: “¡Carajos, no era para tanto!”.
Era día de canícula y aunque el sol, antes de irse, besaba el labio el horizonte, el calor no disminuía. En la calle el bochorno quemaba y no permitía respirar bien; lo mejor era guarecerse en algún lugar. Desde las cuatro Damián había llegado a la cantina, enclavada en el corazón de la zona roja. El antro era una bodega con paredes negras, descascaradas, focos rojos, piso de cemento, techo de madera y láminas de cinc. Era sábado, día de raya y por ende noche de borrachera hasta el amanecer. Seis días a la semana él trabajaba en una mina de carbón de la empresa MICARE y la rutina del trabajo le abría la llaga supurante del hastío. Para relajarse le gustaba beber cerveza de barril en una mesa del fondo, junto a los baños, un espacio impregnado con los olores de la mierda y la orina, que sólo un cucaracho como él podía soportar. Desde allí observaba todo lo que sucedía en el lugar. Ya iba en la sexta cerveza y su mirada se iba volviendo animal, bovina; una violencia sorda, como un murmullo, le iba aflorando desde las raíces de las entrañas hasta las terminales nerviosas de la piel. Mareado, entró a orinar al baño y cuando regresó a la mesa encontró a su esposa sentada, con las manos trenzadas en el vientre y la mirada de tranchete. Los ojos del hombre se desorbitaron y se puso a temblar. Cuando se repuso, dijo con voz rasposa:
−¿Qué chingados haces aquí?
−¿Qué chingados haces tú? –le contestaron en el mismo tono aguardentoso, acre.
−Este no es un lugar para ti –dijo él.
−¿Y para ti, sí? –le respondieron.
Contuvo la respiración, junto con la violencia: una marea de emociones que estaba a punto de estallar.
−Mamá está en agonía; va a morir –dijo la mujer, compungida.
−¡Hierba mala nunca muere! –Soltó él sin necesidad.
−¡Cállate, animal! ¡Respeta a mi madre! –contestó la esposa y se puso a llorar.
Todavía sorprendido, Damián respiró profundo y pensó que si se ponía a pelear lo iban a echar a la calle como al borracho de la botella. Para calmar las cosas se le ocurrió decir:
−¿Quieres un trago?
−Sí, tequila –respondió la mujer con cierto aplomo.
Mientras observaba las reacciones de la esposa llamó al mesero; luego de reojo vio lo que sucedía en el interior de la cantina: entre la pestilencia del alcohol y las nubes de humo, los borrachos discutían y, de vez en vez, se abrazaban y acariciaban debajo de la mesa. La luz roja de los focos hacía sentir que se estaba en el interior de un infierno barato, ínfimo, de pastorela. La sinfonola azul y plata reproducía sin cesar el mismo corrido: “Soy el jefe de jefe, señores. / Me respetan a todos niveles/ Y mi nombre y mi fotografía/ nunca van a mirar en papeles…”
−Solo vine a decirte adiós –dijo ella con la voz deprimida y la mirada sesgada.
−Por mí te hubieras largado sin despedir –dijo él y vio como ella se enconchó, se sobó las manos y empezó a sollozar.
Enojado, él agitó la cabeza y chistó: no le gustaba la situación. Otro escándalo lo sacó de la confusión y volteó hacia la entrada de la cantina: entre chiflidos y gritos, tres prostitutas arribaron al lugar; eran unas gallinas viejas, con las alas caídas, con las colas sin plumas y los picos colgando.
−Prométeme una cosa… –dijo ella con voz baja y lágrimas en los ojos −. Mientras yo vaya y vuelva de Barroterán no te vas a cruzar el río Bravo hacia los Estados Unidos.
Él peló los ojos y se echó para atrás; entre balbuceos alcanzó a decir:
−¿Quién te dijo eso, pendeja?
−En Piedras Negras todo se sabe… −dijo ella con media sonrisa de satisfacción en la boca.
Damián meneó la cabeza y chistó; sintió que la violencia le afloró por los músculos, los nervios, la piel. ¿No era ese su mayor secreto? ¿No se había cuidado de hacer las cosas? Y ahora resultaba que todo el mundo lo sabía, hasta su mujer. Sintió deseos de molerla a golpes, hacerla pedacitos y arrojársela a los perros; tal vez ni los canes se la quisieran comer.
−Pídeme otro tequila –dijo ella como si ahora se sintiera dueña de la situación; luego miró hacia el baño y se restregó la nariz: los olores de la mierda y los orines eran insoportables; sólo musitó −: Carajos.
Con la mano en alto y una señal el hombre llamó al mesero, y mientras lo esperaba vio de reojo como su mujer siguió hablando como si no existiera él.
−Anoche soné que velaba a mi madre, y tú sabes que yo no me equivoco…
−Sí, eres un ave negra de mal agüero: Todo lo que sueñas se cumple –dijo él fastidiado y agregó −: No sé por qué me casé contigo.
Vio como su esposa se crispó, sollozó y luego, como quien chupa un limón amargo, se tragó el llanto. El mesero trajo el caballito de tequilla y ella lo bebió de un sorbo.
−¡Ah-qué-pinche-vieja! –Dijo él, azorado.
−Dile que me traiga la botella –remató la mujer.
Damián la solicitó y el mesero se tardó en traerla. Cuando llegó el tequila, vio como su mujer se bebió de golpe tres caballitos seguidos, como si quisiera ponerse a tono con su esposo; percibió en ella una mirada filosa y el esbozo de media sonrisa, como un filo de luz que apenas deja traslucir lo que hay detrás y que se burla del otro. De reojo advirtió que esa mujer que tenía enfrente –con paño en la cara, huesuda, entelerida, sin chiste −, ya no era la muchacha graciosa de la que él se había prendado una tarde de verano hacía más de treinta años; sí, ya no se asemejaba a la coqueta jovencita que lo había desdeñado por muchos años, y por la que él se había cruzado el río Bravo para trabajar en los campos de Texas; no, no se parecía nada a la ardiente hembra con la que se había casado una neblinosa y fría tarde de diciembre con el infructuoso deseo de ser feliz. No, claro que no; definitivamente no. Ahora sólo era una mujer descolorida, huesuda, sin luz en los ojos, por la que él tenía que arriesgar la vida en las pestilentes minas de carbón de Río Escondido. No, no, tampoco él era el mismo: cualquier cosa le alteraba los nervios y andaba ya arrastrando el esqueleto. Ellos eran de nuevo dos desconocidos sentados frente a frente como la primera vez.
−Hace rato me contaste que en el sueño velabas a tu madre… ¿Yo no aparecía allí?
Observó como la mujer torció la boca, sorbió los mocos, le dio otro trago a la botella y dijo:
−Es que, es que había dos ataúdes… En uno estaba mamá y en el otro…
Mientras Damián pelaba los ojos esperando la respuesta, vio como ella meneó y bajó a cabeza como si no quisiera hablar, en medio de un gesto adusto que le desfiguraba la boca.
−Pídeme más limones −dijo ella y bebió de golpe otro trago; su rostro se contrajo y entrecerró los ojos; después respiró el aire putrefacto de la cantina: un olor mezclado de sudor, cagada, alcohol y semen. De repente ella sonrió complacida como si se sintiera parte de ese infierno de pacotilla, en comunión con esos seres desgraciados que tomaban alcohol para olvidarse de sí. Tal vez, en ese momento, entendió por qué su esposo se emborrachaba en ese sórdido y recóndito lugar de la zona de tolerancia.
−¿Vas a abrir el pico? –Dijo él desesperado. Una lágrima le bajó por su mejilla izquierda.
−Primero, me vas a contar con pelos y señales por qué te cruzas a nado el río Bravo y vagas por las calles de Eagle Pass.
El hombre bajó la cabeza y no dijo nada; parecía un animal acorralado que está a punto de agredir.
−Desde que nos conocimos –dijo ella con tono rasposo −, no hemos hablado nunca con los pelos de la burra en la mano. Ya va siendo hora de que nos digamos la neta, ¿no?
Como Damián había recibido un golpe bajo, guardó silencio, se quedó sin aire para hablar; no se atrevía a verla a los ojos.
−¿Por qué te acuestas con gringas viejas? ¿Por qué te juegas la vida cruzándote el río? ¿Por qué te callas el hocico, pendejo?
Humillado, Damián intentó tejer algunas palabras; pero al final se quedó en silencio. Entonces ella se puso más agresiva:
−Habla, animal. No te quedes callado.
Con dificultades Damián se puso a decir algunas palabras sueltas.
−Es que, es que ellas sí me entienden…
−¿Hablan español? –Dijo ella tajante.
−No –contestó él cohibido.
−Tú tampoco hablas inglés –remató la mujer.
−Ya cállate el hocico, pinche vieja o te parto la madre… −Damián acarició la navaja que traía en la bolsa trasera del pantalón y sintió de súbito que el alcohol había invadido su cuerpo: una serpiente esponjosa, caliente, reptaba por sus venas, le sacudía los nervios y lo ponía en estado frenético. La noche se dejó caer como losa ardiente y la música no dejaba de sonar en la sinfonola azul y plata: “Bonita finca de adobe / puerta de encino y mezquite. / Si me roban tus amores / muy cruel será mi desquite”.
−…Me acuesto con las gringas ancianas –dijo él entre balbuceos −, porque no me puedo hacerlo con las gringas jóvenes.
−¿Por qué no te casaste con una? –dijo ella con tono de reproche.
Damián titubeó; no sabía si hablar o quedarse callado; pero el alcohol en su cuerpo lo empujó a seguir adelante.
−Ninguna, ninguna me hizo caso. Ninguna volteaba a verme; y si me miraban lo hacían como si vieran a un perro. Me moría de ganas por una bolilla alta, de pelos de elote, ojos de cielo. Las seguía por las calles, pero ellas al verme se espantaban y se echaban a correr −. Por un instante él sollozó pero se contuvo; luego reanudó la conversación −: Entonces me consolé con las ancianas y, poco a poco, les he ido agarrando el gusto; incluso he llegado a imaginar que son mejores que las jóvenes; son comprensivas, amorosas, y de paso, me dan unos dólares; gracias a eso a ti te entrego el sueldo completo.
−¿Por qué no te quedaste allá, eh? –dijo ella muy enojada −. Si no hubieras vuelto, no te habría buscado. Nunca te quise ni te voy a querer. Por eso te pedí tantas chingaderas para casarme contigo. Yo pensé que si te pedía lo imposible, tú terminarías por largarte, pero no… te emperrastes. ¿Por qué lo hiciste, eh? ¿No había otra incauta más?
−¿Lo dices en serio? –dijo él, humillado; las lagrimas se le escurrían por las morenas y mofletudas mejillas.
−Sí –dijo ella como en un soliloquio −. Tampoco yo pude casarme con quien quería. Yo estaba enamorada de Ponciano, tu mejor amigo. Pero él nunca se daba cuenta de cómo se me caía la baba por él. Por más que me le insinué, por más que me le puse enfrente, no me peló. Como puedes ver a mí también me batearon…
−Es triste que a uno no lo quieran –dijo él, vencido.
−Sí, la vida se pudre–respondió ella−, vale madres.
Damián percibió que un abismo se había abierto entre ellos y ya no volvería a cerrarse. De pronto vio como su mujer tomó la botella y, de un trago, bebió el resto; luego, entre muecas grotescas, se levantó y dijo:
−Voy a sepultar a mi madre y mientras no regrese, no te cruces el río. ¿Me lo prometes?
−Sí, pero antes dime –dijo Damián −, ¿qué viste en el otro ataúd?
Su mujer se detuvo en seco y peló los ojos; dudó entre hablar o quedarse callada; al final, dijo:
−Agua, mucha agua. Y en el agua algo flotaba…
−¿Por qué te quedas callada? –gritó Damián.
Su esposa abrió los ojos, movió la cabeza, como si quisiera sacudirse el aletargamiento, el sopor.
−Una fotografía color sepia, como de periódico viejo…
−Habla, pendeja. No te quedes callada…
−…Una fotografía tuya.
−¡Pinche ave de mal agüero! ¡Lárgate! ¡Lárgate! −Ahora sí el hombre se salió de sus cabales.
−¿Por qué no me dejas dinero para tu funeral? –Dijo ella.
−¡Lárgate, pendeja! ¡Lárgate!
−Espero que no encuentren tu cadáver –gritó ella −, que se lo lleve la corriente hasta el mar o que se lo devoren los coyotes… Después de enterrar a mi madre, no voy a tener dinero para darte sepultura.
Él quiso golpearla y ella se escabulló entre las mesas; vio como la mujer temblorosa, vacilante, alcanzó con dificultades la puerta. Entonces él, fuera de sí, tomó una botella vacía y entre alaridos de borracho la arrojó contra la pared: el envase explotó en infinitas astillas como sol que sale detrás de una nube; luego, más desesperado, tomó otra botella la lanzó, no se quebró e hizo un ruido estrepitoso. Inmerso en su pena, oyó los silbidos y las mentadas de madre de los presentes. Un par de fortachones lo levantaron en vilo, lo bolsearon, lo llevaron hasta la puerta, y, después de balancearlo, lo arrojaron a la calle: mordió el polvo y le supo a mierda