El crecimiento de la tarde

por Hugo Gutiérrez Vega

La Jornada Semanal, 15 de junio de 2003

Bajo la piel de las cosas más cotidianas se agitan los emblemas del mundo y de la vida. El poema los hace palpables y, en un acto de pura milagrería, los regresa a su misterio y el poeta se agazapa para cazar otro momento revelador. Por eso, lo que entrega son fragmentos de una biografía (Ungaretti dixit), trasuntos “de los hornos donde el sol se incuba” (lo dice nuestro Rubén nacional) y la maravilla de un cuerpo desnudo en la ceremonia de secar y de peinar su cabello en el interminable espacio del baño (Jorge Valdés Díaz-Vélez nos lo cuenta). De esta manera, la poesía cumple sus ritos y sirve a lo humano. De esta manera, la poesía hace palpables los momentos de magia pura que laten en el fondo de los momentos sencillos, los ademanes conocidos, las emocionantes ceremonias de cada despertar, de cada atardecida o de cada noche cerrada en la cual la única luz que salva y redime es la del amor, la de la entrega a otra alma, a otro cuerpo.

En Jardines sumergidos Jorge Valdés Díaz-Vélez aparece en plena madurez formal y su acercamiento al soneto muestra antiguas virtudes y la novedosa manera de unir los versos para integrar una sola corriente lírica: “Nada impide/ su vuelo hacia el crepúsculo”, “desiertas huellas/ del mar en rotación, el crecimiento/ de la tarde…” “Cuántas veces he oído este paisaje/ mudar a voluntad frente al oleaje/ del alba o del ocaso…” nos dice en “Nox”, poema que hace patente el finísimo oído de Jorge y en el cual se logra domeñar un impulso lírico de estirpe neorromántica con el freno sutil de la forma precisa y ajustada a las exigencias del tema. Conserva la frescura de Voz temporal, pero tiene la novedosa madurez del poemario con el que ganó el Premio Nacional de Aguascalientes, La puerta giratoria.

Sigue siendo fiel a sus voces tutelares (hablar de influencias es una ociosidad crítica): Saint-John Perse, López Velarde, Drummond de Andrade, Seferis, Ungaretti, Kavafis, Alfonso Reyes, Dante, el Cantar de los Cantares, Villaurrutia, Borges, Pessoa, Gil de Biedma y dos músicos, Bach y Satie, que tanto ayudan a fortalecer la música interna del poema y el sentido del ritmo: “Escuchamos el arco de hojarascas de Bach contra el vacío. El espacio sonoro en la piel de una presencia dibujándose leve, certera como el verbo de alguna frase dicha al azar…”, mientras que, escuchando las notas de Satie, regresa a otro tiempo y a otro libro y las presencias se acercan para recrear el pasado: “Escucho entre las notas el crepúsculo/ y en sus pausas el viento y la hondonada/similar al paisaje que encendió/ el aroma cautivo de aquel libro…”

Aquí están todos los sentidos despiertos, sirviendo al espíritu, dando sentido a la materia, a “los alimentos terrenales”: el tacto, el olfato, el oído, el gusto, la vista y, debajo, en la geografía oculta, las presencias que pasan como sombras de novela de Henry James o como las manos impalpables de las hermosas ocultas de las rimas becquerianas. Sólo un espíritu refinado y fuerte a la vez es capaz de percibir esas figuras entre la niebla y de convocarlas a través de la palabra y de la música del poema.

El viaje es la otra presencia y otro motivo fundamental en la poesía de Jorge que, como todos sabemos, es otro de los muchos y variopintos escritores diplomáticos de nuestro país (no un escritor convertido por decreto en diplomático sino un diplomático de carrera que es escritor y que, con modestia y honradez, dice como Machado, “a mi trabajo acudo, con mi dinero pago”. No estoy diciendo que una de esas categorías sea superior a la otra. Me limito a describir sus distintas características) y que, por lo mismo, ha hecho del desarraigo una forma de vida, ésa que va dejando pedazos de alma por todos lados y que nos faculta para ser de muchas partes del mundo llevando nuestra ciudad sobre los hombros, al igual que Kavafis, y como un aroma persistente en la piel del alma: “Otro ya en mi lugar lleva el idioma./ Otro toma el avión en que me alejo,/ y otro más la ciudad donde alguien cierra/ un portón de metal que se desploma.”

El viaje exterior y las estancias en lugares que acaban por despertar nuestro amor y que hacemos nuestros con toda la cauda de seres, paisajes y climas de la geografía y del espíritu, son la substancia de algunos poemas de este libro hecho de evocaciones, de profundas nostalgias: “Llueve fuego en Madrid y en Buenos Aires/ han salido a la calle las bufandas./ La Habana, está sumida entre ciclones./ En México hay buen sol y es tan radiante/ que hoy podemos creer que los volcanes/ son auténticos dioses…” Otra constante del poemario es el amor y sus transformaciones, los climas por donde pasa y a los que da sentido, sus momentos distintos bajo la piel de su rostro inalterable. Se trata de hablar de las estaciones del amor y de su permanencia en medio del ciclón; se trata, en suma, como lo hacen Catulo y Ovidio, de celebrarlo y de hacer ofrendas a ese niño todopoderoso:

“Donde dice la noche debe leerse el día,/ donde aparezca sombra deben estar tus manos;/ en donde diga brisa, ciudad que me abandona;/ donde dice relámpago, memoria o travesía;/ donde se nombra el fuego puede escucharse música…” De esta manera, la palabra poética adquiere su natural polivalencia y, por lo mismo, tiene tantos rostros como el autor quiera darle y tantas combinaciones de notas y de silencios como lo exijan las músicas internas y externas del poema.

Por último, quiero decir que hay en este poemario un vago aroma impresionista, una tenue coloración de aurora marina hecha con trazos de un pincel levísimo y unas notas difuminadas de preludio de Debussy o de pavana de Ravel. Jorge busca esos momentos indecisos de la luz y del ánimo para expresar su duda y para comunicar una desesperanza unida a un amor desbordante por el mundo, la vida y sus emblemas. Desbordante, sí pero contenido por la brida de la forma y la elegancia del espíritu: “Llegábamos del sur. También llegaban/ al mantel de la noche las heridas,/ las ásperas palabras. Era inútil/ convocar las imágenes dispersas,/ el aroma del té, del eucalipto/ donde hablaba la bruma con sus hojas…”

Hay una queja amable contra el tiempo en estas palabras que tiemblan y hablan como las frondas de los eucaliptos que han permanecido fieles a su raíz a pesar de las sequías, las lluvias excesivas o la depredación de los humanos que son, sin duda, uno de los más dañinos grupos zoológicos. Pero Jorge declara inocente al tiempo y no se atreve a hacerlo suyo. Viaja hacia el pasado y teme “a los nuevos rencores ya servidos”. Encuentra más digno al pretérito imperfecto y, sin embargo, se asombra ante la tenacidad de las últimas estrellas fieles a su noche.

Predominan en el poemario las naturalezas vivas: Cydno, Ishmar, la erótica canción de febrero, los murmullos del olivar y, sobre todo, el mare nostrum de la tradición latina. A él me atengo para terminar estas divagaciones: “Es uno mismo el que acaricia mis ojos/ en su cuerpo de sal y el que devora el curso/ de la tarde o el ronco estertor de los ahogados…” Es nuestro mar “color de vino”, nuestro mar oteado por Palinuro, el mar grecolatino que sigue y sigue, cambia en Portugal y se viene hasta las Américas para seguir siendo nuestro.