La vos que toma lo suyo del instante

por Jonathan Harrington

Vuelo de jaguar se llena de alegría al publicar a uno de los poetas más destacados de los Estados Unidos de Norteamérica. Conocedor ya del español nuestro. Enhorabuena por formar parte de esta publicación hispanoamericana.

 

El poeta camina, mira, observa hasta el más minucioso intervalo de tiempo, momento y sitio; surge el tiempo, complemento cardinal, eje de su poesía.

 

Al leer los poemas de Jonathan Harrington, nos adentramos a la poesía que nos brinda esa frescura del verso a la imagen. A veces, tiende sus redes sensoriales a su tierra natal, pero otras, su gusto por lo nuevo, lo mantiene flotante en esta zona geográfica del México de hoy, de ese terruño: Mérida, Yucatán, que le ha dado la posibilidad de continuar con su voz ya madura sobre los temas cotidianos, la casa, sus libros, sus amigos, sus recorridos por los estado de la República mexicana. Sus lecturas, su convivencia con otros poetas, sobre todo con los del sureste y centro de México; son motivos para su escritura poética. Por lo tanto, su poesía tiene el rostro de la crónica, donde la historia se disuelve para ser el espejo espiritual de quien escribe.

Así, Jonathan Harrington, en ocasiones asienta su voz para cantar ese malestar de vacío en los días. En otras, es un contemplador de la realidad para darle un giro con brío a su voz captada por las palabras. Su poesía vive uno de los grandes momentos en la actualidad. Aquí pues, al poeta nacido en Florida, USA, en 1956.

 

 

 

DÍAS DE LLUVIA *

 

 

 

Aquí estoy

y ésta es mi vida:

este cuarto

(aquí en esta ciudad

a miles de kilómetros

de donde yo nací)

austero como celda,

con montones de libros en el piso,

recibos, documentos oficiales

y en general papeles que definen mi existencia.

En el buró,

tres cerros de monedas (tres divisas distintas)

y dos cajas de píldoras (malaria y disentería).

Pensaba que estos males

tan solo aparecían en filmes de Tarzán

pero aquí son moneda tan corriente

como cualquier jaqueca.

Mis botas me contemplan como bocas hambrientas

en tanto que mi ropa descansa amontonada

sobre los azulejos.

La brisa artificial del abanico

mece, estremece el sueño de la hamaca

y un sangrante Jesús en la pared

oblicuamente observa mi escritorio,

máquina de escribir que aún funciona

y un fajo de poemas vírgenes de lectores,

marcados por las manchas de café

y el ondulante soplo de la lluvia.

Se asientan los pregones cansados de la calle.

Crepitan adoquines los cascos de un caballo.

Estos sonidos ahora familiares

me hacen reflexionar:

cómo se llega al punto en que uno está

y cómo, ¡en nombre de Cristo!

regresar.

 

 

La cucaracha imperial

 

A las 7:36 esta mañana,

aplasté de muerte a una cucaracha

con el tacón rotundo de mi bota derecha.

Aún me siento culpable.

Sin embargo, en este mismo instante,

muchas personas más

—unas 12.6 millones de almas, tal vez más—

estarán al ataque con golpes, zapatazos, rociadores,

en algún lugar del mundo

convaleciente.

La cucaracha ha cometido un solo crimen: existir.

Esta humilde criatura, de entre las más antiguas

antecedió por millones de años

a las mujeres Cro-Magnon

que con el pie descalzo las embarraron al piso

en resquicios profundos de sus cuevas.

La cucaracha, para hacer justicia,

debe pertenecer a la nobleza,

un distinguido príncipe en el reino animal,

a la altura y honor del cocodrilo

o de algún arcano microorganismo

que ha sobrevivido

por 350 millones de años.

Después, mucho después del exterminio

de todo aquí en la Tierra,

incluso de nosotros los humanos,

caminará imperiosa la cucaracha

por sobre nuestras tumbas.

Sus nerviosas antenas muy en alto

apuntarán al próximo milenio.

 

 

 

La casa del mundo

Estoy en la casa de Jorge Contreras.

Es una casa pequeña,

del tamaño de una pantalla de computadora,

pero qué más da;

leemos todos juntos en una fiesta.

Jorge aparece sentado en su escritorio,

el anfitrión.

Otros, con sus copas de vino o refresco,

un perro ladra afuera en algún lugar distante…

¿en cuál? ¿Sao Paulo? ¿Caracas?

Allí se ve Fernando en una esquina

y Luis de Venezuela… “Hola, Luis… ¿qué hay?”

Se nos ha unido Lilian, ahí sentada en Bogotá

y, al mismo tiempo, aquí frente a nosotros…

¿Cómo? ¡Qué raro!

Quiero darle un abrazo,

saludarla de beso en la mejilla

mas no puedo salir de la pequeña caja

adentro de la cual debo sentarme

en esta, mi casita.

¡Que extraño!

Indran está en la capital

de los Estados Unidos

e igual lo veo sentado ante nosotros.

Hay otros y otras más.

Es como un sueño extraño pero hermoso:

todo el mundo reunido sin fronteras.

Es como el gran sueño de mi vida,

una fiesta global,

en el que un nuevo mundo

es una casa chiquita.

 

 

 

 

Espejo

 

Un espejo es como un querido y viejo amigo

uno tan cercano que puede

decirte, con total respeto y franqueza,

la verdad: te ves cansado, más arrugas en

tus ojos y tu boca que hace un año. Pero un amigo endulza

la verdad, una gota de miel en la lengua

para hacer los hechos menos amargos. ¡No un espejo!

Para nada diplomático; él no miente.

Dice justo lo que necesitas saber

y tienes miedo de decirte.

Distante, objetivo, algunos dirían frío.

Lo ves a la cara, ves la tuya,

y te dice sin rencor:

¡Haz envejecido!

 

 

Apóstol 13

 

Mateo 26:17-35

 

Ningún perro fue bendito como yo

echado ante tus pies en lo que fue Tu última cena.

Te lamí las sandalias y luego tú rascaste mi barriga

con la tira de cuero detrás de tu talón,

mientras me dabas trozos de pan y carne.

Mas nadie me recuerda en ningún libro:

ni Marcos ni Mateo ni Lucas.

No me menciona ni siquiera Juan.

Pero allí estuve y, es más, pude olfatear

la culpa en los pies de Judas.

Incluso le ladré para advertirte

y entendiste pero no me hiciste caso,

así que volví a echarme a disfrutar

tus pies acariciándome la panza.

 

 

Tráfico

 

 

Cada mañana

ella se detiene a tu lado

en el mismo lugar

frente a mi puesto de periódicos

los dos corriendo al trabajo.

Qué perfectamente sincronizadas deben estar sus mañanas

en tus pies y los de ella

para tocar la misma grieta en la acera

como siempre, justo antes de las 9

cuando abro las cajas de revistas.

Ella a veces trata de atrapar

tu mirada, mientras me entrega el cambio exacto.

Pero tú siempre miras hacia abajo

como si algo vergonzoso

sucediera entre los tres.

En las noches, acostado,

me pregunto quién es ella

mientras la luz de la lámpara fuera de mi ventana

se derrama en la alfombra deshilachada

de mi cuarto amueblado.

Me pregunto si tú alguna vez

acostado, también,

en algún lugar de la ciudad,

piensas en ella.

En la mañana, mientras apilo el Daily News,

tú bajas del autobús

ella sale del metro, portafolio en mano,

y caminan el uno hacia el otro.

Es un ritual entre nosotros.

Le doy el Wall Street Journal,

y a tí el New York Times,

tus pies y los de ella casi se tocan

pero luego se pierden en el tráfico

de nuestras vidas separadas.

 

 

Ruinas

 

 

Un hombre con la cámara colgándole del cuello

con el short, la camisa y las sandalias

que compró esta mañana en el mercado,

se detiene a mirar desde las ruinas

de una ciudad antigua.

Mira un montón de piedras hacia el Este,

los frescos de ese templo que da al Norte,

y aquel tianguis desierto

hoy abierto a la selva para siempre.

Iguanas escabrosas escarban escondites

en grietas de los bloques de granito.

Abajo, en una cámara del templo,

la esposa de ese hombre

deja correr los dedos por los bajorrelieves:

los pasa por los labios

del gobernante o sumo sacerdote

y acaricia los hombros de un guerrero.

Aunque aún no lo saben,

ésta es la última vez que viajan juntos.

Cada uno de ellos

piensa

que todo va a arruinarse

tal vez en un segundo

que ambos se resisten a creer.

¿Cuál fue el impulso ingenuo

que los trajo a estas ruinas?

¿Habrán pensado acaso

que una parte de ellos estaba allí,

perdida

y que la encontrarían

entre el escombro

de los dioses rotos?

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Mazorca

 

La luna es plata helada

sobre la azul montaña

y las aguas del río

fulguran como jade.

En la plazuela

una mujer envuelta en lana oscura

se inclina en el brasero

donde aza el maíz.

Tiene la nuca como piel de iguana.

Deposita los ojos sobre mí

con un tono de granos de café

ya refresca la noche;

y envidio estar parado en ese espacio

tan cerca del brasero.

Medito que podría sentarme eternamente

aquí en esta plazuela

asando las mazorcas

vestido en lana áspera.

Llego a oír el silbido del tren en la montaña.

Llego a escuchar también

el sigiloso paso de un venado

sobre ramajes secos.

La noche está profundamente quieta.

Por fin se escucha lo que tanto espero:

el crujir del maíz sobre las brasas,

este maíz que crece en las laderas

de esta misma montaña:

la mujer

levanta la mazorca dorada, aún crujiente,

y me la da en la mano

que resguardo en mi pancho al retirarme

sujetando

mi tesoro.

 

 

 

Tesoros

 

 

Dentro de ti,

ya salvo de este clima

y de la corrupción de las termitas,

conservas tus tesoros:

miradas de parejas amorosas

recogidas en parques debajo de la luna

entre ríos y árboles sin hojas;

sus orígenes y tu corazón,

sus bocas y la tuya.

Esos gritos de niños

en cien lenguas

dejan sus ecos dentro de tu tronco.

Conllevas las heridas de un ejército,

cada soldado con bandera propia

y la muerte de todos los cadáveres

apilados el uno sobre el otro.

Hay un océano vasto en tus adentros

además de un desierto igual de vasto

donde tan sólo un filo de pasto crece.

Los trenes se deslizan llevados por los rieles

en su estrecha visión hacia adelante

por sobre las montañas,

y los perdidos duermen en las zanjas

junto a templos de dios.

Las carreteras marchan en todas direcciones

hacia cada poblado en este mundo,

en tanto que las máquinas de vuelo

se asoman en tu pecho,

y tu sangre se cuaja con el óxido

de naves naufragadas.

Tu ser es una válvula

de llave siempre abierta

que, por tanto, no deja de llenarse.

No existe nada afuera

donde poner tus manos.

Dentro, el planeta rota,

al tiempo que se encienden las estrellas

con sus lenguas de fuego.

El sol sale en tus ojos y se pone en tus ya

gastados pies.

 

 

Ayer, hace mucho tiempo

Papi, ¿te acuerdas de ayer, hace mucho tiempo? – Trevor Harrington, 4 años

¿Te acuerdas de ayer, hace mucho tiempo?

El sol brillaba fuerte, las hojas de otoño

colgaban aún de sus ramas,

los niños escalaban pasamanos

sus risas resonaban en los parques.

 

Hoy todos esos ayeres

se apresuran a marcharse,

como carnada que se lanza a la estela

de un bote veloz,

y desaparecen, arrebatados

por los tiburones de la historia.

 

¿Te acuerdas de ayer, hace mucho tiempo,

antes de que las Torres cayeran,

antes de que aviones de caza patrullaran

el cielo de Manhattan

y de que bombarderos encubiertos

arrojaran sus horribles municiones sobre Kabul?

Recuerdo la risa de ese entonces.

Recuerdo flores y canciones.

Ayer, hace mucho tiempo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Supervivientes

 

Después de que las astillas del vidrio roto se barran,

el escombro se remueva,

los edificios dañados se apuntalen o derriben.

Después de que los dedos dispersos se junten

en bolsitas de plástico, ordenados por tamaño,

para tomar sus huellas,

y el polvo de nuestros muertos sea vaciado en urnas,

sus tumbas selladas con tierra contaminada.

Después de que nuestro cielo haya sido levantado con grúas y poleas,

y devuelto justo a su lugar.

Después de que el sol haya sido reparado

y los planetas estén de nuevo en sus órbitas,

cuando las estrellas comiencen a brillar otra vez, aunque débilmente,

¿qué costurera dará puntadas a nuestros corazones desgarrados?

¿Cuándo comenzará a desvanecerse finalmente

el estridente destello del masivo homicidio,

fijado en nuestras mentes

como la luz abrasa placas fotográficas,

cuyos retratos

ya se ponen amarillos en cajones oscuros?

 

¿A dónde irán los niños buscando bendiciones,

a quién las pedirán?

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Ruinas

 

 

Un hombre con la cámara colgándole del cuello

con el short, la camisa y las sandalias

que compró esta mañana en el mercado,

se detiene a mirar desde las ruinas

de una ciudad antigua.

Mira un montón de piedras hacia el Este,

los frescos de ese templo que da al Norte,

y aquel tianguis desierto

hoy abierto a la selva para siempre.

Iguanas escabrosas escarban escondites

en grietas de los bloques de granito.

Abajo, en una cámara del templo,

la esposa de ese hombre

deja correr los dedos por los bajorrelieves:

los pasa por los labios

del gobernante o sumo sacerdote

y acaricia los hombros de un guerrero.

Aunque aún no lo saben,

ésta es la última vez que viajan juntos.

Cada uno de ellos

piensa

que todo va a arruinarse

tal vez en un segundo

que ambos se resisten a creer.

¿Cuál fue el impulso ingenuo

que los trajo a estas ruinas?

¿Habrán pensado acaso

que una parte de ellos estaba allí,

perdida

y que la encontrarían

entre el escombro

de los dioses rotos?

 

 

 

 

 

 

 

 

Ahora

 

 

En el West Indian Club

a lo largo y profuso de la barra los jamaiquinos beben

botellas de Red Stripe y Dragon Stout.

Descascaran tu ropa con filosos ojos negros.

Se desata la banda y en la pista

las luces nos balean con fuego de metralla

en paredes que quizá hayan sido blancas.

Rozo apenas tu cuerpo giratorio

y me vuelvo un planeta en torno a tu lado oscuro

y me vuelvo

más aprisa de tanta cercanía

ante los corazones de sórdidos danzantes

cuya humedad agravan sus caderas

cuando el sudor libera

de la tela

y emergemos

en algún otro país

fuera de nuestros cuerpos,

danzantes contra la muerte,

contra la gravedad

al emprender el vuelo.

Giramos hasta que algo me abre el pecho,

este puño cerrado con la fuerza de todos estos años

se abre dedo por dedo.

Bailamos a través del cansancio de los otros,

de sus lívidas cervezas

y el primer parpadeo de la mañana

se inserta en las ventanas

para encender el humo en nuestros cuerpos.

Los viejos encorvados

van danzando también entre nosotros

como si no existiéramos

cuando barre colillas y trozos de botella.

Salimos a la urbe

de cláxones y mofles, de cuentas por pagar

de un auto que no arranca

el cual abandonamos

bajo alguna palmera moribunda

y caminamos

a cualquier dirección

hacia ningún futuro que sepamos

bajo el sol envolvente

del ahora.

 

 

Bulevar

 

¿Cuántas noches has paseado

por este bulevar,

así como te encuentras, solo, contemplativo?

Cada globo de luz en cada poste

te muestra un drama humano

ya triste o penetrante:

amantes encerrados en un abrazo hermético,

borrachos que contemplan una visión profunda

con la mirada en blanco

y el ciego

cuya mirada ausente todo abarca.

El bulevar se extiende

del término al principio de este mundo.

Nunca atravesarás toda su ruta.

A veces te detienes

sentado en una banca salpicada de bellotas

junto a una mujer que ahí reposa

entre sus pensamientos.

O vas por callejuelas

con viejos tristemente adoloridos

con ese olor a alcohol y moretones

que contigo comparten

su botella de flamas comunales.

O te quedas parado en una esquina

y a pesar de tus ojos extinguidos

ves más allá del mundo y sus adentros

hasta que te arremete una visión

del final de la avenida.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La Temporada

 

Tras las puertas de persianas

los gatos aún dormitan.

Un globo se libera volando de la mano

del niño de tres años que no para de llorar

sobre la arena

en tanto que su madre,

aturdida de tomar estupefacientes, le da una bofetada.

Un avión sobrevuela la costera

jalando por la cola el anuncio de “Chuck´s Oyster Bar”.

La playa está vacía, no de todo:

tan solo unas parejas de viejos jubilados

pasan sus detectores de metales

por la franja de arena junto al mar.

Los demás se refugian en los bares con clima

De Atlantic Avenue.

De tarde, una pareja bronceada

(sonde East Orange, New Jersey)

discute mientras cena su langosta

en el café Sand Dollar.

Las aves ya muy pronto dejarán sus colonias

en los cayos de Florida

y el bombero jubilado y su esposa,

conducirán al norte

jalando su remolque Airstream a otro país.

¿Y qué dejan atrás?

El agua, el sol, las palmas retorcidas

y el viejo de color (algún abuelo de alguien)

pescando desde el puente un huachinango en el canal.

 

 

 

 

 

 

 

 

Los muertos

 

 

¿Y quiénes son los muertos?

¿Unos rostros en retratos familiares

que sólo los ancianos reconocen?

Ellos no, puesto que viven todavía

y lo harán en tanto haya una persona

viva que los recuerde.

¿Pero quién es aquella de cabello plateado

posando detrás del abuelo

para su cumpleaños número 90?

¿Era su nombre Agnes

o Agnella? No: Adela.

Pero ya nadie sabe.

Olvidada, está realmente muerta.

En tanto los ausentes aún ronden la memoria,

no morirán jamás.

Pero al retroceder e irse adentrando

en la bruma de la amnesia,

es entonces que se integran

al coro de las voces olvidadas

y han

realmente

muerto.

 

*Versiones en español por Fernando de la Cruz y Susana Barradas.