Trópicos, de Eduardo Cerecedo

por Carlos Santibáñez

REVISTA SIEMPRE, 19 DE MARZO DE 2016

El mundo ya camina para su destrucción, y hay que evitarlo. Salvar esa naturaleza, que se nos va.

El pasado 2 de marzo en la Sala Adamo Boari del Instituto Nacional de Bellas Artes, con la presencia de Susana Lozano presentamos Trópicos I, del poeta Eduardo Cerecedo, Dení Sobrevilla, (quien fuera alma y alegría de la fiesta) Armando Oviedo, y el de la voz.

Hay en el prólogo una advertencia que resume todo: “Este planeta azul debe ser salvado”. Lo dice Armando Oviedo: es la naturaleza y su circunstancia, invocando el: “Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella, no me salvo yo”. Acá podríamos decir que si no la salvamos a ella, debido al deterioro de los ecosistemas, no nos salvaremos nosotros. Pellicer declaró: “En una mano tengo el mar de noche./ En otra mano tengo el mar de día”. La decisión es nuestra. Cuestión de supervivencia. Porque la tierra, dice Oviedo, “ya no sólo es un regalo divino sino que ahora aparecen dueños que la están devastando porque no la consideran dadora de vida, sino dadora de ganancias”.

Hay que desarrollar la poesía del paisaje, no quedarse en “el simple efecto de espía de paisajes nutritivos”. No consolarnos con el argumento de que la poesía no sirve para nada y por eso mismo hay que quererla mucho. Con Cerecedo, la poesía sirve para sentirnos naturaleza, y en esa medida defenderla. Dijo Reiner María Rilke a las generaciones futuras: “Heredarás el verde de los parques antiguos”, pero si no la cuidamos entre todos, y aceptamos que es responsabilidad de todos, no habrá herencia, sin más.

Poeta es aquel que en “La base del Faro”, con su lámpara de pescador, perfora la noche. El paisaje es la llave maestra del conjunto. “La tarde/ que va cayendo/ hace/ un ojo/ en el cielo”. El agua abre la puerta al erotismo, lo licúa: “La semilla de agua/ ha brotado de la rosa/ que crece/ entre tus piernas”. Dulce, imperceptiblemente, el agua se convierte en recuerdo: “Bosques de humedad caen sobre enero”, y la mañana rema tímida. Con la salvaje facilidad, con ese desafío al sentido de gravedad que hay en la evolución, aparece la oropéndola, los papanes, los pericos, las chachalacas y las hormigas, y cada especie tiene algo que hacer.

Algo como escapado de la ciencia se asoma a la poesía de Cerecedo. Recuerdo a aquella Raquel Jodorowski, hermana mayor de Alejandro, conocida como “la mariposa tallada en fierro”, que en los años ochenta vino a vivir a México, para morir en 2011, autora de un ensayo sobre Höelderlin llamado El color de la invisible realidad. Ella recurre a la cibernética para cuestionar lo alejados que estamos de la naturaleza, y trata de darle a la ciencia un rostro humano.

De la naturaleza, las especies; rescatarlas, acrece la herencia del Bestiario: “La serpiente duerme, sueña; en su estado cree hablar con Dios”. Sabiduría de lo viviente que el poeta recorre con la mirada: “Un corcel yace en mis ojos…”.

Canta el mar, y nadie lo interrumpe. ¡Qué alegría un poeta así!. Que Tecolutla tenga en él su poeta, para develar su paisaje, la Tecolutla donde “los peces saltan al terminar la palabra río…”.

En Cerecedo, Poesía-Naturaleza y yo, somos la misma cosa. El viento húmedo refresca nuestros huesos, “mientras adentro, llueve”. La lluvia no es exterior. En realidad llueve de dentro hacia fuera, nadie se crea a salvo de la lluvia, y nadie dude de su bendición, que a todo mundo toca y se derrama en erotismo, en Semilla de agua, brotada de “la rosa que crece/entre tus piernas”.

En una derivación del paisaje hacia uno mismo: ver es internarse, saberse parte de; la mañana o el día jamás se entregarían a secas, sin nadie que entendiera su secreto, y en donde Pellicer planteara: “Estábamos al pie de una mañana”, este poeta airoso, su heredero, establece: “el día se divisa como isla entre milpas”. En donde Pellicer miró su Hora de Junio, el discípulo expresa: “Llegó junio y el cristal por el que veo el tiempo es golpeado”. Hay un circuito cerrado de comunicación en lo que existe, mientras se existe en nuestra forma humana. Pasa por el habla y de ahí, al paisaje. Circuito donde todo se corresponde y se conjuga. Nada está de más. “Camino por los límites de la tarde”, dice el poeta. Johannes Pfeiffer denomina virtud proteica, a la capacidad de transformación de la forma intuible, asimilable a la virtud iluminadora que asumía Jaspers. En “Bugambilia” admite ante la belleza: “Pintas/ la boca/ de quien te nombra”. Nada queda fuera de este circuito, el “incurable engaño de nosotros mismos”, como diría por su parte Stefan George, por eso nuestro ser erotiza lo otro, lo de afuera, ese conjuro de la otredad, en que no puede haber sino una “masa de viento que el mar enreda, avienta, desnuda”, mientras “afuera suena el día, un día limpio, que por momentos huele a potrero,/ a naranjal y a mangle”. Se trata de infundir ritmo al paisaje, que las cosas descubran la oculta relación entre ellas: “el agua alegra el cuerpo”. Esto es vivir, y esto sucede, “en ámbar”; vivir es habitar la “choza de aire”, perseguir el centro, el frío de “enero acuchillado por lo azul de la niebla”. Del aire sabemos que “empapado de agua/ se tira sobre el día,/ que en resolana/ lo esculpe”, aviva la bóveda que sostiene el pensamiento, y al más genuino espíritu hegeliano, extrae algo a modo de piedra de la locura, o lo succiona en calidad de néctar: “devora lo que se transforma a partir de lo poseído/ en la materia”. Pero antes de despedirnos recordemos algo propio de las palabras: es que una madre las utiliza para rezar, cuando ha habido mal tiempo; así cuando el poeta y sus hermanos están dormidos el poeta niño puede esgrimir: “Escucho los rezos… como midiendo la dirección del viento”. Es la madre, es ella y sólo ella, la madre cuyo aroma “agranda los rincones”.

“El día tiembla/ al mojarse”. Como la oveja cuando “trozo de mármol sus ojos… se sabe ofrenda/ que ha de nutrir el fuego”. El poeta asume el orden de la materia en el fuego. Como en el verso de Trakl: “Un día dorado arde hacia su fin”.

Y en esa sensatez “Vuelve a caer el sol para que amanezca/ de nuevo”.

Eduardo Cerecedo, Trópicos I, Antología Personal (Colección Letras, Suma de Días), incluye CD en voz del autor, Prólogo de Armando Oviedo, Fondo Editorial Estado de México, 2015.