Asombro cósmico. Una reflexión acerca del genio

por José Manuel Recillas

Hay algo misterioso, casi sobrenatural, cuando la palabra genio aparece. En nuestra era ultra-racionalista y laica equivale a apelar al espíritu santo, a un acto de fe; a creer en fantasmas y fenómenos paranormales. Es como auto-inmolarse en la plaza pública, desacreditarse frente a todos. Es declarar nuestra insania y perder todo asomo de respetabilidad, de decoro. La palabra genio es más que una simple palabra, es todo un noble concepto, y es comprensible hasta cierto punto que en nuestra era democrática, equitativa, justa –esa que Tocqueville predijo hace más de dos siglos en las páginas finales de La democracia en America–, regida por la tolerancia hacia todo, por el derecho de todos a todo, ella convoque al rechazo. No oculto que haya razones de otro tipo detrás del rechazo a este concepto, de orden histórico y social, como el llamado colonialismo cultural, en una absurda pretensión de aislacionismo cultural, como si las lenguas y culturas estuviesen sujetas a las fronteras nacionales o regionales, y como si fuese posible que una cultura, cualquiera que sea, pudiese desarrollarse en aislamiento total. Es comprensible entonces que cuando los colegas suelen decir que un jugador de fútbol como Lionel Messi o Cristiano Ronaldo son genios, defiendan su dicho afirmando que les importa más el fútbol que la literatura. Es una defensa anticipada que cura en salud a quien hace tal afirmación. Una manera de quitarle la inherente severidad y carga histórica. Equivale a afirmar que no es un asunto serio, pues basta ver a qué personalidad tan banal se le otorga tal categoría. Como si se dijera “¿no ves que no estoy en mis cabales? No me tomes en serio”. ¿A qué se refiere la gente cuando afirma que un futbolista como los mencionados, o un grupo como The Beatles, o Lennon & McCartney, llamados “los genios de Liverpool”, o un DJ como Hernán Cattaneo, son genios? ¿Hay varios tipos de genios, entonces? La respuesta a esta respuesta es, evidentemente, afirmativa. El tipo de genio a que se hace referencia cuando se le utiliza de esa manera tan genérica y gratuita es eso que algunos llaman genio de sentido común, un tipo de genio al alcance de la mano, el cual refiere al talento que todo mundo tiene para alguna actividad mundana más que a algo excepcional. Hay miles de futbolistas, de DJs en todo el mundo, pero lo que hacen Messi o Cristiano Ronaldo con el balón no está al alcance de todos los que patean una pelota en una cancha, por mucho que se esfuercen. Lo mismo podría decirse de Hernán Cattaneo. Por extensión, el genio de sentido común podría estar presente en casi cualquier actividad humana que nos venga a la mente. Incluso se le podría medir, como de hecho lo hace el cuestionario que mide el coeficiente intelectual de las personas. Se trata de un tipo de genio tan mundano que casi cualquiera podría acceder a ese rango con algo de dedicación y constancia, aunque no produzca absolutamente nada siquiera relevante. Es un concepto tranquilizador, democrático, acorde con nuestras concepciones de equidad y justicia, sin el menor contexto filosófico. No es, por supuesto, el tipo de genio al que me referiré en estas páginas. El talento no es, en definitiva, genio. 

Es necesario, entonces, historizar y acotar el concepto, con el fin de no caer en imprecisiones semánticas y en el abuso a que hoy hemos llegado en su uso. Cuando penamos en este concepto vienen a nuestra mente ciertos nombres: Shakespeare, Cervantes, Leonardo da Vinci, Michelangelo, Dante, y quizá por el reiterado hábito de citarlos una y otra vez, de aparecer en libros y listados, como Genios de Harold Bloom, por mencionar un ejemplo reciente. Es importante señalar que el rechazo a este concepto proviene no de eso que Harold Bloom denominó como estética del resentimiento, sino simple y llanamente de la ignorancia, de mezclar las necesidades sociales de equidad y acceso a bienes y derechos, con la expresión artística. Tiene toda la razón Bloom cuando señala que “el estudio de la mediocridad, cualquiera que sea su origen, genera mediocridad. Thomas Mann, descendiente de fabricantes de muebles, profetizó que su tetralogía de José perduraría porque estaba bien hecha. No toleramos mesas y asientos a los que se les caen las patas, sin importar quien los haya hecho, pero pretendemos que los jóvenes estudien textos mediocres, sin patas que los sostengan”. 

La idea de genio, como se le entiende hoy en día, es relativamente reciente, deberá tener unos cuatrocientos, quinientos años, y su enunciación más enfática, apenas unos trescientos. Pero no es una idea europea, en el sentido imperial de la palabra. Es un concepto filosófico que tiene más de dos mil trescientos años de haber aparecido, e incluye dos polos ineludibles: aquel a quien se le llamará de esa forma –originalmente no existía esa palabra, genio, como pronto veremos– y la obras que realiza, y quien la recibe, aquel que debe darle sentido. Por eso las teorías sobre eso que llamamos genio son también una teoría de la creación, de la hermenéutica, de la interpretación. 

Quienes rechazan hoy en día el término genio por razones digamos “sociales” o “sociopolíticas” sólo demuestran una cosa: es más fácil disfrazar la ignorancia que reconocer los méritos ajenos. Hace más de dos mil años quienes discutían y hablaban de este asunto lo hacían bajo una constatación básica e ineludible: hay hombres que son muy superiores, en materia artística, que otros. Si la mezquindad de nuestra época no fuera tan omnipresente, no deberíamos tener dificultad en reconocer a quienes, hoy en día, han producido una obra que exceda el simple dominio de la gramática y las reglas compositivas. Los premios y becas no son, en ningún sentido, avales de esa condición. Hay, o debe haber, en la percepción de la obra producida por alguien al que podamos llamar genio, algo más, algo inefable que, a falta de un mejor término –y ya veremos de dónde viene esa idea que estoy proponiendo–, debe cumplir una consideración en la respuesta emotiva o intelectual de los demás, algo a lo que denominaré asombro cósmico.

¿Qué es el asombro cósmico? Es ese je ne sais quoi que imposibilita la expresión ante la obra producida. Es aquello ante lo cual el intelecto no puede seguir, ante lo cual las palabras terminan siendo un balbuceo, eso que Beatriz Aldaco ha subrayado con respecto a cierta poesía, y a su autor, como algo que es “rico en sentidos, significados, resonancias y profundidad […] tiene eso que uno anhela de la literatura, una especie de inconmensurabilidad, la sensación de poder detenerse ahí, en cada uno de sus versos, y regocijarse, obtener la pauta para escalar intensamente las propias rutas interiores”. Eso a lo que sólo los superlativos hacen cierta justicia porque es como querer apresar inútilmente una nube en un contenedor. Quiero empezar, entonces, por señalar las tres imágenes que podríamos llamar arquetípicas del genio con que contamos actualmente, las cuales muestran tres tipos de genio, las cuales provienen de las primeras exposiciones o elaboraciones teóricas hace ya más dos mil años. Ellas son las de Bach, Mozart y Beethoven. Y no es casual que use tres modelos musicales para referirme a ellas, porque es la mejor manera de representar ese ya mencionado je ne sais quoi. Bach correspondería al genio melancólico, establecido en el Problema xxx, atribuido a Aristóteles, y cuya enunciación establece el concepto: “¿Por qué razón los que han sido hombres de excepción en filosofía, política, poesía o las artes, eran manifiestamente melancólicos?” Mozart correspondería a la teoría platónica de la interpretación y origen del texto, es decir de la inspiración, de eso que Platón denominó θεία μανία –y que en los siglos xvii y xviii llamarían en Inglaterra furor divino–, establecida principalmente en su diálogo Ion, y en menor medida en Fedro. Finalmente, Beethoven correspondería a la teoría del genio natural establecida en De lo sublime, atribuida al gramático griego Longino. Resumiré en demasía mi exposición en beneficio del lector, con la promesa de presentar en otro momento una exposición más amplia y completa posible, sobre los tres modelos filosóficos del genio aquí referidos.

Cuatrocientos años separan aproximadamente la aparición del Fedro de Platón, el Problema xxx y el tratado Peri Hupsos, De lo sublime, atribuido al gramático y retórico griego Longino, pero cuya autoría es incierta. Usualmente se traduce como “sublime” el término griego τό ΰφσς, el cual más bien significa “elevado”, “eminente”, “excelso”, el cual por extensión es traducido como “sublime”. La diferencia puede parecer pequeña entre un término y otro, pero es importante por lo que al desarrollo de la idea del genio se refiere, y cómo esta será retomada más adelante. El pensamiento de Longino, el cual presenta la idea de lo sublime como una cuarta dimensión del significado, es una ecléctica filosofía de la retórica entendida como una “lógica” de la enunciación, en la cual se pueden reconocer préstamos o influencias de Platón (especialmente del Ion y del Fedro) y de Aristóteles, así como algunos elementos del pensamiento pre-socrático, como la noción estoica de la naturaleza y la representación.

En dicho tratado, Longino critica el trabajo de un predecesor, Cecilio, por no haber sido lo suficientemente sistemático, declarando claramente sus propios requisitos para un tratado sistemático. En primer lugar, uno debe acotar el tema y, en segundo lugar, mostrar a los lectores cómo y por qué medios podemos alcanzar la meta nosotros mismos. Longino desliza la cuestión de si existe o no un arte de la sublimidad. Pero apenas empieza uno a revisar las traducciones y se topa con las complicaciones en lo referente a trasladar a cualquier lengua moderna lo que el autor trata de decir. Continúa: “Algunos piensan que someter tales magnitudes a la normativa del arte es un autoengaño. La grandeza es innata, dicen, no se aprende, y no existe otro medio de acceder a ella que haber nacido poseyéndola” (ii, 1). Este es el concepto básico de Longino, quien así se distancia de Platón. Para él, la grandeza, lo que después, en las ediciones renacentistas y barrocas del tratado será traducido en francés e inglés como genio es una cualidad innata. Se nace con ella, o no se nace con ella. 

El autor del Problema xxx “toma sobre sí la tarea de hacer justicia a un tipo de carácter que no se deja juzgar ni desde el punto de vista médico ni desde el moral: el tipo ‘excepcional’ (πειττός)”. Esta es la palabra clave: πειττός, que como vemos, se refiere a los hombres excepcionales. ¿Cómo y por qué pasamos de este término, “excepcional”, al término latino genius? Por la teoría platónica de la inspiración, que es el tema de Ion, un diálogo en el que “Sócrates” discute con un retórico del mismo nombre, Ion, sobre la forma de entender e interpretar un texto poético. Básicamente la teoría platónica en Ion describe a la inspiración de la siguiente manera: “Todos los buenos poetas épicos hacen sus bellos poemas no gracias al arte (techné), sino inspirados y poseídos, y lo mismo sucede con los poetas líricos” (Ion §543). En palabras de Peter Kivy, “no es el poeta quien habla, sino una Musa o un Dios a través del poeta. Esto es algo que concluimos por la misma razón que nos vimos forzados a concluir exactamente lo mismo sobre los rapsodas, puesto que, al igual que éstos, los poetas son ‘especialistas’, cada uno habla de las mismas cosas, como hemos visto, pero no de la misma forma. Es decir, los poetas tienen diferentes ‘estilos’. De este modo, la teoría de la inspiración resulta ser no sólo una teoría del ‘contenido’ (por lo que respecta al rapsoda), sino también una teoría del ‘estilo’ (por lo que respecta al poeta”.

Si quien hace posible que el poeta exprese lo que expresa, y si, como en el caso que refiere “Sócrates” del poeta Tínico de Calcis, quien siendo el peor de los poetas, fue capaz de escribir el más hermoso himno, no lo fue por poseer una técnica lírica muy amplia (techné) sino por haber sido poseído por una musa. Esa posesión sería después entendida como un espíritu (Geist, según Kant, genius, según los latinos), una fuerza externa que hace que la poesía, el arte, sea posible y se manifieste, más allá de la voluntad del poseído por tal musa. Tenemos ya, entonces, dos teorías o explicaciones sobre lo que hacen los hombres de excepción, quienes después serán llamados, por ser excepcionales, genios. Unos lo hacen porque son melancólicos, otros porque son poseídos por una musa, o deidad. Y no existe en la historia del arte occidental un término más venerable que melancolía.

Podemos observar que basándose mayormente en Platón, Longino propone una manera de acercarnos al proceso creativo y su intelección por métodos cuya impronta platónica, en Ion principalmente, no menos que en Fedro, nos resulta ya familiar. Pero las conclusiones a que conduce su reflexión son opuestas a las de su modelo. En ambos casos se puede hablar de dos teorías del genio avant la lettre, a partir de la manera en que es entendida la inspiración productora de las obras que generan nuestra admiración. Es decir, tenemos la teoría platónica de la θεία μανία, el furor poético como se le llamaría en los siglos XVII y XVIII, en la que la inspiración proviene no de la voluntad del creador sino de una potencia o deidad exterior; en otras palabras, “la no-teoría platónica de la creación poética [consiste en que] la poesía le ocurre a uno, uno no la hace”. Después, tenemos la teoría del genio natural de Longino en la que el genio creador es una facultad innata, como acabamos de ver. En otras palabras, “Mientras en Platón Dios habla a través del poeta, en Longino ha asumido el papel de Dios”. Y finalmente tendríamos la teoría del genio melancólico surgida del Problema aristotélico. Como ya dijimos, la imagen de esta clase de genios es muy clara: Bach para el genio melancólico, Mozart para el genio poseído por una deidad o potestad externa, y Beethoven para el genio natural de Longino.

Con la reaparición del tratado de “Longino” desde el Renacimiento, su influencia sería cada vez mayor, y sus huelas pueden hallarse en Immanuel Kant quien, igual que sus predecesores, elaborará una compleja especulación, a veces difícil de seguir por su estilo alambicado, que establecerá nuestro concepto moderno de lo que es el genio. Igual que el “Sócrates” en el Ion, y “Longino” en De lo sublime, Kant hará su exposición en lo que podría llamarse preceptiva, e igual que “Sócrates”, explorará la manera en que juzgamos las obras, la belleza emanada de ellas. Su gran mérito, y un aspecto por el que a muchos no agrada su reflexión, es restringir el concepto de la creación de lo bello exclusivamente a la producción de obras de arte, dejando fuera la especulación científica y la filosófica –Schopenhauer intentará después, siguiendo a Kant, proponer que la filosofía sea considerada en ese ámbito también. 

Igual que en el caso de Platón, y de Longino, a quienes muchos precedieron en la discusión de lo que hace posible a los hombres de excepción, a los genios, Kant fue precedido por muchos otros: retóricos, gramáticos, biógrafos, pero a él debemos la primera reflexión sistemática moderna, con todas sus letras, sobre el genio, como hemos visto por sí misma una concepción polémica. Este concepto del hombre de genio está sustentado en otro, igualmente polémico y complejo que es el de desinterés (ohne Interesse, uninteressierten). Y como veremos, no se trata de un concepto tan simple y básico como podría pensarse. Por el contrario, en primera instancia parece un concepto que se mueve en dirección contraria a la experiencia empírica con respecto a nuestra relación con lo bello. La teoría del desinterés de Kant aparece desarrollada en su Crítica del juicio, y su interpretación del desinterés de los juicios de gusto también desalienta la seria consideración de su teoría, pues afirma que tales juicios –juicios de que los objetos particulares son hermosos– y las experiencias en las que se basan están libres de cualquier conexión con el interés, ya sea antecedente o consecuente con el juicio. Se trata, justamente, de una teoría polémica y compleja que, por su misma naturaleza, no puede ser abordada aquí en todo detalle –lo haré en otro espacio y otro momento–. Para nuestra fortuna, Peter Kivy nos la resume con absoluta claridad, y su vínculo con “Longino” es innegable: “El genio es, según Kant, la capacidad innata para crear obras de arte. En concreto, el genio contribuye con las bellas artes aportando el Geist o espíritu, que es lo que distingue a las más altas manifestaciones de las bellas artes del arte que no es más que un producto del talento o la imitación, y que tal vez no merezca en rigor el apelativo de ‘arte’, pero se parece mucho a él. El espíritu consiste en una cadena o proceso de pensamiento, de extrema riqueza y profundidad, que no podemos describir adecuadamente por medio del lenguaje; es algo inefable. El genio, digámoslo una vez más, es la facultad que produce arte en su forma modélica.”

Esa imposibilidad de describir adecuadamente por medio del lenguaje a que hace referencia Kant es a lo que yo llamo el asombro cósmico, y allí es donde mi filiación kantiana, por lo que respecta a la teoría del genio, es innegable, pues no pretendo originalidad alguna al respecto. Después de todo, Kant también se basa en Longino y en otros preceptistas ingleses que lo precedieron, sin que eso quite el menor mérito a su compleja teoría del genio. En otras palabras, el genio es aquel que es capaz de producir obras de arte –poesía, relatos, pinturas, música– en su nivel más elevado, y esa producción artística produce en el espectador ese je ne se quois mencionado.

El asombro cósmico es la primera señal de que estamos ante algo que los retóricos llamaban sublime. Algo para lo que la preceptiva –o para el caso la filosofía o cualquier otra disciplina analítica– apenas permite un entendimiento –no pocos análisis lingüísticos, filosóficos, parecen más una enredadera semántica, ajena por completa a la magia de la verdadera obra de arte producida por un genio–. Es lo que produce indudablemente la poesía de Federico García Lorca, por mencionar un solo ejemplo. Es lo que produce en el escucha la música de Mozart, de Bach, Beethoven, Brahms o Mahler.

Para mis amigos Beatriz Aldaco, Cosme Álvarez, Luis Cortés Bargalló, Roxana Elvridge-Thomas, Alicia García Bergua, Carlos López Beltrán y Gerardo de Jesús Monroy; para Lillian van den Broeck, Érika Erdely Ruiz y Rebecca Ocaranza Bastida.

 

Ciudad de México, marzo 4, 2020

El Maestro José Manuel Recillas, originario de la Ciudad de Mexico es Presidente y Fundador de la Academia Mexicana de Poesía. Escritor, ensayista, traductor y poeta ha recibido importantes reconocimientos tales como Mención Honorífica en el Premio Internacional de Poesía Gilberto Owen Estrada 2015-2016 por su libro “Atrévete a mirar, tu que no quieres” (UAEM, 2016) y el Premio Nacional de Ensayo Crítico Evodio Escalante 2016 por el libro “Catabasisi y θεία μανία” ( La Otra Poesia, 2016).

Recibió la Catedra Sergio Pitol en 2012 por el Centro Universitario de los Lagos, dependiente de la Universidad de Guadalajara, por su traducción y edición a la obra del poeta Alemn Gottfried Benn (“Un peregrinar sin nombre. Escritos fundamentales. La Cabra Ediciones, 2010).

Entre sus publicaciones están los libros “Mahler” (Secretaria de Cultura de Michoacan, 2015) “El Sueño del Alquimista (El Dragon Rojo, 2015; Praxis, 1999) “Sidereus Nuncius” (Comisión del Festival Música y Escena, Festival Internacional Cervantino, UNAM 2009, sobre los 400 a~os del nacimiento de Galileo Galilei), “Entre el Sol Amarillo del Escombro” (Bianchi Editores, Montevideo, Pilar edições . Brasilia, 2003), y “La Ventana y el Balcón” (Cuarto Creciente, 1992)

Semblanza por María de Carmen Bolado Graza en La redacción 2019.