Incurable (Fragmento)

por David Huerta

INCURABLE (FRAGMENTO)

CAPÍTULO I

SIMULACRO

El mundo es una mancha en el espejo. Todo cabe en la bolsa del día, incluso cuando gotas de azogue se vuelcan en la boca, hacen enmudecer, aplastan con finas patas de insecto las palabras del alma humana.

El mundo es una mancha sobre el mar del espejo, una espiga de cristal arrugado y silencioso, una aguja basáltica atorada en los ojos de la niña desnuda.

En medio de la calle, con el ruido de la ciudad como otra ciudad conectada en la pantalla de la respiración, veo en mis manos los restos del espejo: tiro todo a la bolsa y sigo mi camino, todo cabe en la bolsa del día, incluso la palabra incluso, un manchón negro en la línea que se va deshojando en la boca.

Si me acercara, con un sonido genital y absolutamente húmedo, tocando las paredes del miedo con manos espaciosas y una circulación de letras aplastadas contra la linfa color de olvido; si me acercara, seco y coordinado en los pliegues, oyendo el paso de los otros en el techo, una legión sorda, un estertor de marabunta, un hueso desmoronándose, una lluvia caliza por el suelo, en el paladar; si me acercara, si desmenuzara una figurilla con los dedos que gotean vino; si me procurara un placer, un desvío, un tocamiento de nubes o un roce plateado, un manoseo en el oro, un deslizarse en la entrepierna de los muebles para dormir ahí un sueño de saliva y silencio; si me acercara, dando en el tiempo un acorde caliginoso, un tempo fúnebre de reunión a oscuras…

¿Cómo comprobar entonces que estás ahí, construido en el plinto de tu ser sujeto, continuo y manifestado como un dato hundido en el fango de la evidencia, pensando en medio de las cosas, entero y positivo como un número estupendo? ¿Cómo saberlo, cómo sacarte de la multitud. Del tiempo, de los apretados espacios ponerte frente a mis ojos como un discurso impreso, como una tinta fluvial en las venas del mediodía? ¿Cómo sentir el jugo de tu vuelo, tu anatomía que fluye entre los objetos maltratados; tu percepción que registra el mundo como lo que es, la mancha en el espejo, el simulacro?

Mundo foliado, espacioso, apretado: riqueza sumergida en la extensión del constante naufragio, las palabras del alma selladas con un frío fuego, una flama desprendida de las cuerdas del sábado, un fulgor bruñido y biselado contra el pecho de los recién nacidos. Mundo de signo y de silencio, mundo manifestado, con sus seres atados y sus congelamientos al borde, su derramamiento neutro, su orilla abstracta, su cartílago ciego. Mundo de ser, de no-olvido, establecimiento de ruina y llamarada. Mundo de olvido, un revés negro, barnizado con los datos de la proximidad, temblor del no-ser: cajas transparentes atraviesan las orillas del incendio como almendras cargadas de sentido, un sentido de mundo en regreso, un retorno enmascarado, perros en el callejón de la noche muerden las nalgas de los viajeros que se bajaron en la estación equivocada, la cerrada sala donde le reciben para consagrarte a tu propio fantasma, entre tazas de té, peltre, porcelanas, galletas fúnebres, la pared que exclama con un ardiente ojo de buzo que en sus piedras puedes ya sumergirte, para descubrir, en los pliegues, un continente minucioso, atlántidas intramuros, vaticanos espesos de tesoros absurdos, micenas lastradas por desconsuelos concretos, escrituras arcaicas jeroglifos velocísimos que te esperan bajo la piedra serena, gris, política, adverbial.

Larvas o simulacro de Egipto, el mundo es una abertura en el agua del espíritu, muesca en el tiempo y en el espacio, hendedura sutil o desesperada.

Dominios del vientre de la cosa, la material, reino y pasto del mundo, yesca dormida en el navío de las palabras, encendimiento, línea del canto, capitular de las palabras iniciales, objeto lloroso o consumido, sequedad, baba, veloz certeza y muelle de todos los fantasmas.

Materia del yo, un descenso órfico en el deseo, un tocamiento de lo que se derrama, sin centro ni asidero, un pozo limitado por el norte de las palabras y el sur infernal o egipcio de lo reprimido, postergado, diferido, abandonado en los jardines horrendos del pasado. Un collar de quietud rodea los espaciosos milímetros del yo, un silencio blasfemo, un ídolo entre las manchas. Ah, las cosas y la materia del yo, como un humo paralítico: charcos, tarjetas perforadas, jazmines, gavetas, ceniceros, gansos, páginas, ferrocarriles —las teclas, pulsadas con un dedo y otro, el yo encerrado en las caras augustas de la civilidad, transido y tambaleantes. Luego la errancia, el desprendimiento: un hacia, las varillas del abanico que se abre en los alveolos para que respires un mar en cada sorbo, una playa en la lengua que tocaba las bordadas comisuras de la muerte o el trabajo, un rincón para estirar las piernas como un coloso, fumando el azul despliegue de la vida, en la luz que roza las instantáneas babilonias de la vacación.

Anadiomena, niña en harapos, epifanía en la sal de los torrentes, pedazo de Niño en la tela del mundo: modo del abrazo, llama en la oscuridad, extravío y dolor estriado de placer. Lo que en Anadiomena no es persona levanta sus constelaciones rumbo a tus argumentos, duración en libertad inscrita en el maelstrom de sus ardientes diferencias.

Cosido a la secreción por los bordes de mi traje-centauro, avanzo en el chisporroteo de las diferencias, labrado en el segundo y consumido siglos más tarde cuando el minuto acaba, con mi máquina de sentir edificando partenones a mi paso, escribiendo en el nomadismo el parche o la sutura de donde surjo, exhausto en mi boca-mediterráneo y diseminado, tan derramado en la cinta del mundo que la maleza del yo transpira como una excrecencia en el desierto que dejo atrás, conjugándome con las estrellas en reposo, expuesto al tiempo y al espacio y a la materia, como un grano de platino manifestado en las solemnidades del Ente, como un desperfecto obsceno en una estructura longilínea.

Adivinar en los almacenes de las palabras dónde se esconde el rayo, el escondrijo del mundo en la bolsa del día, la página mercurial que no ha sido escrita y cuya blancura está recubierta con la tinta de los deseos desalojada por los nombres, vagabundeo en busca de esa adivinación en la escuálida y pegajosa luz de este almacén, abandonado por las noches y espolvoreado por el hisopo lejano de un chispazo de fiebre: Este almacén de palabras donde te sientes el oscurantista, el tuareg, el animal, el monstruo en la laguna de las denominaciones, el gato negro sobre las piernas de la reina de las palabras, el intruso sin credenciales, el prófugo, el anegado, el ladrón de instrumentos ortopédicos, el que traga nueces con cáscaras, el que bebe el menstruo en una copa pompeyana, el que se asusta con sus propios reflejos, el que pena en la madrugada de las vacaciones afantasmadas, el que se pone verde cuando piensa en su madre con las piernas abiertas y no precisamente dándolo a luz, el que tiene una lengua telescópica, el que se duele por ausencias inventadas y por melancolías falsas, el que baila una danza de gusanos, el que construye murallas chinas en sus labios agujerados, el que brilla como una brújula rodeada de nortes, el que se lanza en la corriente para rescatar una dentadura postiza como si fuera una civilización a la deriva, el que sabe callarse en medio del estruendo, el que se pone las manos en la entrepierna y aúlla como una hidra delirante, el que se siente un islote y oye el rumor del mar en la profundidad de los rostros.

El almacén de las palabras es un lugar extraño, húmedo, una galería sigilosa, un hospital dormido, Cardumen candoroso, con su latinidad a cuestas, difícil, fosforescente como una omega ‘en el pizarrón de las etimologías’. Ojiva o multitud, ramo de piedras, rocas, en el oro del nombre, siemprevivas palabras, ‘oscura siembra’ en la cúspide sorda y monumental del mármol sonoro. El almacén es un espacio trémulo, una tecla genésica que el mundo amplifica hasta la magnitud mortuoria del réquiem o la súplica. El almacén de las palabras: el almacén de las palabras.

Saturado en la diseminación, por los bordes del no, exhibido en las cosechas del silencio, busco el margen, el medianil, el uranio de un linde, límite para el dinosaurio que invade mis egiptos, mis instrumentos blancos de tiempo, canosos, del movimiento que me implanta en los espacios interminables.

Un sistema de máquinas horrendas invade el almacén, un corte aquí, nueve allá: hervor de nombres, el cancerbero de la historia hila con sus ladridos la camisa de los atormentados, caen los siglos como pedruscos en lo negro de la medida, en la ceguera de la totalidad: mundos lineales, tejidos al olor de una cercanía, de una multiplicidad, de un espanto arborescente que se agita en el sonido seco de un chasquido que anuncia la eternidad.

Uvas, nombres a la deriva en las espaldas de la biblioteca, autores y personajes pálidos contra el cielo del tiempo… y lo que sobrevive son las uvas, sus oscuros fulgores, planetas mínimos en el cosmos que simula el jardín. La tarde serena está bordeada por las uvas: la tarde, su perfil griego y su morado vinoso, sus mitos, sus racimos de sombra neutralizada, sus cavernosas ingenuidades, su naturaleza enorme y desordenada. La tarde, aquí, es un esplendor estadístico, un sosiego de proliferación, un estallido múltiple. Cantidades magnetizadas la bordean —y más adentro fluyen las uvas como espectros germinativos bajo los microscopios que nos habitan, amplifican el mundo y nuestra soberbia de Conocedores.

Letra en las Pléyades, promontorio y profusión de lo que recubre la escritura, un modo de construir la ciudad del Sí Mismo para luego deshabitarla con el silencio de dejar de escribir, habitado por la tenue blancura que deja el sabor de la estrella escrita en el paladar fantasioso. Una blancura, una muerte, un hacerse el muerto con el sueño desprendido junto a la Cabellera de Berenice, el sueño manchado de cafeína y derramado tres y seis veces en el cuerpo anguloso de un cuaderno, de una página. El Sí Mismo hurga en la escritura, en la escena, el texto de sus errancias: quiere fundar una ciudad. Una ciudad o una eternidad, un disfraz con su máscara roja para ser el flujo demoniaco que lo instale en el siempre labial de sus proclamaciones, como edgarpoe en el poema de mallarmé, igualmente, tel qu′en lui-méme enfin l′éternité le change, el grano milenario, la llanura de sus centímetros propios, los instrumentos del Sí Mismo para la cirugía de no-moverse, como si la inmovilidad fuese la eternidad, y no el fluyente cauce, la máquina que cede y recorta, la letra en las Pléyades de toda escritura, la Cabellera de Berenice que encanece furiosamente, iracunda en sus mares astillados, por la brisa tenaz de la escritura y de su progenie-minotauro: la sedosa y ardiente carne de las imágenes.

Cambio, me modifico en los límites del mes, en el zócalo del jueves, conociendo mi gerundial sangre en los labios, mi puño ciego, mi incorrección al vestir, mi genitalia archivada a las once de la noche, lejos de todo sexo y de todo calor, hirviendo de deseos por la avenida San Juan de Letrán y mirando el barniz del otoño alrededor de las cosas como una cinta de hojas secas, mirando la fecunda imagen de la ciudad siempre recién descubierta, las articulaciones de un mundo nuevo, de un mecanismo planetario o lunar que arrastra en su corriente fresca las cantidades humanas, las estructuras vivas, las magnitudes que rodea esta luz empapada de ruidos, chasquidos, rumores, demoliciones que el instante opera en el interior de los objetos y de los corazones expuestos bajo el peñasco del minutero…

Modificado avanzo por los huecos babélicos, y modificándome más aún hasta la raíz de los cabellos, y Proliferando, fluyendo solo y silencioso, esmaltado por una blancura de muerte que me instala en el centro de su grandiosa almendra generadora, de su matriz lunar, entre los pudrideros, entre la basura inmaculada y meditativa, sorda acumulación que no cesa… Respiro en las diseminaciones ficticias y azarosas del yo monumental, funerario, como un pulso de partículas, de caras, de mediterráneos, de manos acercadas a mí, de especies, de hileras palpitantes que se sumergen bajo mi peso en el asfalto nocturno, me rodean y me sumergen a su vez hasta las líneas negras de una población donde renazco ofrecido al trazo reinante de la fiebre, países petrificados en un contrasentido de avance y fluvialidad, confederaciones deseantes que enganchan el mundo momentáneo a la ceniza de los siglos, pálidas reuniones rotas por la desfigurada cirugía de la historia y sintetizada en los trémulos rasgos del ahora o nunca.

Me modifico en la sustancia extraña del mes, hago trámites, me confundo y recuerdo, me visto y me confieso, percibo los deslizamientos de la duración en la humedad marchita de mi boca, en el temblor amenazado de mis manos, en el funcionamiento de mi estómago, en las intermitencias de la debilidad física, laminillas de niquelado cansancio en la llanura muscular, en la resistencia cada día más débil que opongo a lo que convengo en llamar las circunstancias. (Es el invierno obstinado y obsesionante este lugar donde, tembloroso y con los dedos manchados de tabaco, hago cuentas para sacar algunas conclusiones sobre mí: estoy en un invierno que dobla, en el follaje del yo, un matinal espectro; que dobla una metamorfosis árida; que dobla en fin la aprisionada tela de la persona civil y la deja, como un atado de ropa limpia, para la ingente y fértil ‘próxima vez’ del ciudadano que soy.)

 

 

David Huerta, Distrito Federal, México, 1949. Poeta, traductor, y ensayista. Nació en México en 1949. Estudió Letras Inglesas y Lengua y Literaturas Hispánicas en la Universidad Nacional Autónoma de México. Ha publicado, entre otros, los libros de poesía: El jardín de la luz (Universidad Nacional Autónoma de México, 1972); Cuaderno de noviembre (Era, 1976), 2da. Ed. Consejo Nacional Para la Cultura y las Artes (Lecturas Mexicanas, 1993); Huellas del civilizado (La Máquina de Escribir, 1977); Versión (Fondo de Cultura Económica, 1978); El espejo del cuerpo (Universidad Nacional Autónoma de México, 1980); Incurable (Era, 1987); e Historia (Ediciones Toledo, 1990), Premio de Poesía Carlos Pellicer, 1990. Fue becario del Centro Mexicano de Escritores (1970-1971) y de la Fundación Guggenheim (1978-1979). Ha sido Secretario de Redacción de la Gaceta del Fondo de Cultura Económica y Coordinador de talleres literarios en la Casa del Lago, de la Universi