Conversación en marzo

por Minerva Margarita Villarreal

Minerva Margarita Villarreal (MMV): José Kozer es autor de 34 libros más otros tantos que saldrán con el tiempo. Si lo tuviéramos que relacionar con alguna figura de los Siglos de Oro, sería Lope de Vega y su amplia  producción con múltiples registros donde se cerraría el vínculo.

La poesía de Kozer congrega varios órdenes. Es una obra expansiva que no se inhibe ante la medida, no se ciñe, se extiende desde un plano espiritual que no sólo registra la hondura en el precipicio, sino la más alta elevación en escenarios diversos. Su materia caótica significa creación. Toma y encauza las puntas álgidas del ser hacia un vértice con intención tenaz. En este sentido, te pido te detengas, José, en los primeros dos versos del poema “La muerte se disfraza de muerte”, del libro Íbis amarelo sobre fundo negro traducido por Claudio Daniel en Brasil:

 

Es hipotética. Probable que no existan ni su disfraz ni su figura.

Nunca nació.

Otra de tantas configuraciones del

desconocimiento…

 

José Kozer (JK): Este poema forma parte de una serie compuesta por seis poemas, en los cuales intenté algo consciente —fenómeno que no suele ocurrir en mi trabajo, tener la conciencia e intentar algo, sino que más bien mi trabajo parte de la inconsciencia, porque los poemas suceden, igual que se suceden: continuidad, los poemas me vienen: suceden—, pero aquí no, aquí me planteé lo siguiente: hacer seis poemas utilizando seis estructuras diversas que utilizo y he utilizado a través de los años, de modo que empecé a jugar con estas estructuras. Así fueron escritos estos poemas. Recuerdo clarísimamente que éste es el primero de los seis, se titula “La muerte se disfraza de muerte”. Y el hecho de que tú cites el arranque de este poema tiene que ver con que yo mismo esta mañana, al azar, abrí este librito, que es un libro bilingüe que me hicieron en Brasil, y de repente leo mis propias palabras y quedé consternado. No lo digo desde una vanidad, lo digo simplemente porque me golpeó mucho, me consternó el modo en que enfrento poéticamente la idea de la muerte, y las palabras son las siguientes. El título es “La muerte se disfraza de muerte”: “Es hipotética. Probable que no existan ni su disfraz ni su figura. Nunca nació”. Y esto me produjo un impacto, digo: ¡caray!, qué modo de ver la muerte: “nunca nació”. “Ella”, nosotros en español le llamamos “ella”;  en inglés, por ejemplo, se le llama “él”. En las culturas anglosajonas la muerte es masculino, para nosotros la muerte es femenino. ¿Por qué? Porque la vemos como una mujer, un esqueleto de caderas anchas. La relación de nuestra cultura con la muerte está viva; en México se podría hablar infinitamente de este concepto. Tiene mucho que ver con esto de compenetrarse, estar en un mano a mano continuo con ella. Si leemos las coplas de Jorge Manrique, da la impresión de que la muerte, como una gran dama, le toca a la puerta al padre de Jorge Manrique ya moribundo, y le dice “aquí estoy”; y el padre moribundo da la impresión de que le dice a la muerte, “pase usted y siéntese, conversemos”. Es un poco lo que hay acá en este arranque del poema, es un poema muy desgarrado. “Nunca nació. Otra de tantas configuraciones del desconocimiento: con el traje de bailarina de ballet las piernas largas (dos palitroques) de hollín”. “Palitroques” es una palabra cubana, es el palo del pan seco. Fíjate cómo se construye un poema, cómo la poesía se va haciendo inconscientemente de tantas referencias. Si yo pienso en la palabra “palitroque” pienso en Cuba, pienso en La Habana de mi época en los años cincuenta, pero en concreto pienso en mi padre, que es el que usaba mucho esta palabra. Cuando se refería a mis largas piernas delgadas: “tus palitroques”, me decía mi padre, y luego me lo decía en yidish: “raglaim”.

Toda esa referencialidad, toda esa mezcla, es lo que bien llevado, bien eslabonado a través de un talento, de un don, de una vocación, de un rigor y de un conocimiento del lenguaje: saber eslabonar y colocar las cosas a nivel del lenguaje, hace que la poesía se suscite con continuidad.

 

Minerva Margarita Villarreal: En tus poemas recientes construyes un personaje: “el nonagenario”, que, con otras vejeces participantes, no se tocan el corazón para expresarse, o mejor, se lo tocan demasiado, van a la verdad del cuerpo, a su visceralidad. ¿Hay una preocupación en este momento que te persiga así?

 

JK: Para mí la poesía ha sido la fuente de salvación. Empecé a escribir poesía con 14 años de edad, lo recuerdo clarísimamente. Empecé escribiendo prosa, pero empecé a escribir muy, muy joven. A los 14 me puse a hacer prosa y creo que ya a los 15 la abandoné, a Dios gracias, y empecé a escribir poesía. Yo he sido desde niño, un niño solitario. Si yo pienso en mí, me veo en un cuarto en penumbras, en la ciudad de La Habana, en un barrio de arrabales en una casa burguesa, encerrado en esa habitación horas y horas imaginando, leyendo, y escribiendo.

Esa ha sido mi vida desde el inicio. Soy un niño nervioso, porque tengo miedo: le tengo miedo al padre, que es una figura muy difícil; le tengo miedo a la madre, que es una figura muy tierna, pero con la que yo no me entiendo conceptualmente. No quiero herir al padre, no quiero herir a la madre, pero tampoco quiero herirme a mí, de modo que ante ese miedo lo que hago es ocultarme.

Mi abuelo muere cuando yo tengo 16 años. Mi abuelo era un hombre sumamente religioso, y cuando se estaba muriendo entendí, vi, que mi abuelo tenía miedo. Yo no podía entender cómo un judío ortodoxo que creía en Dios a pies juntillas y que se iba a morir, y, por ende, iba a estar con Dios, sentía miedo; no lo podía comprender. Sufrió mucho ese hombre durante dos años muriéndose, y yo día a día contemplé su miedo ante la muerte, que creo me lo trasvasó. Me lo trasvasó, y luego eso se reforzó con el propio miedo de mi padre. Mi padre sí le tenía un auténtico miedo a la muerte, un enorme horror a morir, que sintió hasta el último momento. En ese sentido su muerte fue muy ardua, muy difícil, casi diría atroz. Mi madre todo lo contrario: mi madre era la inocencia absoluta, casi la dicha ante la muerte, el qué más da. Murió hace poco, murió este año con 90 años, y murió tranquilísima; o sea, no tenía el menor problema ante la muerte. Yo le decía “mamá, bueno, nos vamos a ver pronto, nos vamos a ver con el abuelo, nos vamos a ver con papá”; y mamá me miraba “estate quieto, no seas tonto, si no hay nada”. Y lo decía con una tranquilidad y una pachorra que a mí me asombraba.

Todos estos elementos de familia se conjugan para que desde niño yo sintiese el horror de la muerte. Me ha perseguido día y noche, casi unamunianamente, así como ha perseguido a tantos escritores. Y yo nunca he estado tranquilo, nunca he estado en paz con este concepto. Es decir, es muy sencillo: no tengo ganas de morirme, no me quiero morir, tengo una energía de vida, yo no tengo una vocación de muerte. Entonces, ante eso creo que lo que sucedió, cuando la poesía cristalizó en mí, es que vi que la poesía era mi paliativo ante la muerte, mi salud ante la enfermedad que es la muerte. La poesía es lo blanco, la muerte es lo negro. La poesía es la transparencia, la muerte es la oscuridad. Esos dos elementos, enredándose entre sí, trasvasándose el uno con el otro, se van entretejiendo. Yo aquí soy simplemente la araña que teje, que va tejiendo la poesía pero siempre como un acto de salud ante el horror, ante eso que Elías Canetti llamaba el escándalo de la muerte, el escándalo de tener que morir. Estos poemas del nonagenario, claro, ya son otro modo de enfrentar la muerte. Yo ya no tengo 25 años; yo tengo, yo cumplo ahora en México en unos días 67 años. 67 años es ya cuesta abajo, no es cuesta arriba.

Esta mañana escribí un poema y en el poema de esta mañana recuerdo que aparece el Leteo, el mundo subterráneo por donde Caronte en su barca nos lleva de una orilla a otra, de la orilla de la vida a la orilla de la muerte; y en mi poema curiosamente decía “Leteo cuesta arriba”. Es decir que inconscientemente el Leteo, que implica el infierno, Plutón, Hades, Proserpina, la muerte, la pestilencia, la destrucción, lo estoy de algún modo asimilando como todo lo contrario, como espiritualidad ascensionista, como verticalidad hacia el cielo. Uno siempre tiene esa esperanza, la esperanza de la vida ultraterrena, de Dios, etcétera, etcétera. Pero como dice ese poema, o el arranque de ese poema, todo parte del desconocimiento. ¿Qué sabemos? Apenas sabemos de lo que vemos, qué vamos a saber de lo que no vemos y apenas intuimos. Y de esa dificultad —porque se trata, Minerva, de una dificultad— se hace la poesía.

Max Nordau, el crítico, hizo un estudio muy serio donde llegó a la conclusión de que sólo había dos temas en toda la literatura universal, desde el principio hasta el momento actual, y los dos temas son el amor y la muerte. Y curiosamente a la palabra “amor” le quitas la letra “a” y ya dice “mors”, dice “muerte”; o sea que eros y tánatos están tan unidos, tan reunidos, que es imposible separarlos.

 

MMV: En ese sentido hay un poema tuyo en el libro Farándula, que se llama “In media res”, que para mí es muy significativo por varias razones. Una de ellas es por un verso que dice: “y brote por una vez el / objeto intermedio entre el dicho y el / hecho”, como si la poesía fuese ese objeto intermedio, esa construcción, esa “maquinaria ilimitada”, que nos lleva a posicionarnos ante los grandes temas que nos acosan en nuestra más débil humanidad, nos llevan a replantearlos, a tejer en torno a ellos. José Kozer es un hilandero en este sentido, es un tejedor, es un sastre, y esto tiene que ver, en gran medida, con esta figura que te marcó mucho, que es la figura paterna. Tu libro Un caso llamado FK, un caso llamado Franz Kafka, tiene que ver con esa presencia, que es una presencia clave en tu poesía. Es una presencia muy poderosa y quisiera que nos hablaras de ella.

 

JK: Creo que el tema que estás tocando es un tema que atañe a todo el que es poeta; es decir, siempre nos sentimos como vehículo, como hacedores, como manufactureros de algo. Y yo me siento como un alfarero, un alfarero que se levanta todas las mañanas, se acerca al barro, al torno y empieza a darle vuelta y a modular o remodular con la arcilla un objeto que acabará siendo veinte minutos después un poema, otro poema, otro poema más, que más da. Es una labor de hormiga, es una labor de araña, y lo que más interesa, lo que más se disfruta en el momento de la creación es justo el segregar como araña ese hilo que va saliendo de nosotros, semiconscientemente, casi inconscientemente, y que uno como un niño asombrado ante la realidad ve de repente moverse por la página en blanco, derivar a un final y ser poema. ¡Ah, que maravilla! ¿Pero esto lo he hecho yo?, ¡sí, claro que lo he hecho yo! No me lavo las manos. Pero de algún modo tampoco lo he hecho yo. ¿Quién ha hecho ese poema? Lo ha hecho la historia de la poesía, el lenguaje, el don o vocación que se recibe. Es un misterio tan profundo el que uno haga ese objeto que se llama poema, es tan distinto hacer eso de lo que hace el alfarero —que hace, sí, y es maravilloso lo que hace—, pero en términos generales lo que hace es una cosa mecánica. Nosotros nunca hacemos una cosa mecánica, pero simplemente al mismo tiempo somos mecanismo e instrumento, maquinaria, si se quiere, “ilimitada”, de algo muy misterioso que recibimos, comprendemos que lo hemos recibido, porque somos seres receptivos a esa situación, y con aquello vamos hilvanando, vamos haciendo. En mi caso concreto, siento que el poeta es simplemente una vasija porosa, araña que hila, se refuerza, se complica, hay en efecto una tradición de la costura.

Una de las marcas que yo llevo desde mi infancia es un tapiz que hizo mi madre y que estaba en la sala de nuestra casa en La Habana, donde hay un pozo, un brocal, unas ovejas, una zagala, unos pastores y un cayado. Ese emblema estaba en uno de esos tapices que se vendían en una maqueta con números donde la persona iba tejiendo, bordando el tapiz; no requería la más mínima originalidad, era una cosa mecánica, pero mi madre estaba muy orgullosa de ese tapiz que estuvo en la casa, en La Habana, toda una vida, toda mi infancia lo estuve viendo. Es impresionante cómo ese tapiz me llevó a hacer poesía, es decir, a intentar reproducir lo que yo veía, día tras día en ese tapiz, en esa sala luminosa de la ciudad de La Habana. Incluso desde niño ese tapiz me obligó a un cierto lenguaje. Yo iba a ser uno de los pocos niños cubanos que con 12 años de edad decía: zagal, zagala, cayado, brocal, pozo. Porque claro, aquello me lo exigían la madre y la costura. Y ahora viene el padre que se gana la vida como sastre. Mi padre en Polonia entró en el ejército polaco y como era un hombre frágil, débil, pues lo pusieron a hacer gorras  y aprendió la profesión de sastre en el ejército polaco. Llegó a Cuba, y su primer trabajo fue hacer gorras, es lo que sabía hacer, de ahí pasó a aprender a hacer trajes, a hacer pantalones. Era un sastre, un fabricante. La profesión de sastre fue siempre denigrada en el Siglo de Oro. Quevedo ataca a los médicos, a los leguleyos y a los sastres, porque los sastres robaban al público. Te prometían una cosa y no cumplían y tenían muy mala fama. Pero luego los sastres también fueron un emblema de los judíos, y de los judíos de la Europa oriental que, siendo sastres, eran también bolcheviques, marxistas, creían en la revolución internacional, etcétera, etcétera. Entonces, esa doble coyuntura donde el sastre es vilipendiado por un lado, pero por otro lado es el hombre que lucha amorosamente por la humanidad, se conjuga también en mi cabeza, y me va obligando a ciertas reflexiones más bien inconscientes que me llevan a mirar el lenguaje de una cierta manera, mirar el mundo de una cierta manera e ir construyendo a través de esa doble mirada, que es una mirada un poco bizca. Son miradas alternas mis poemas. Está el factor de la madre hilvanando, el factor del padre ganándose la vida como sastre y lo que implica el concepto de sastre históricamente y para un judío en concreto.

 

MMV: ¿Qué significó para el joven José Kozer emigrar de La Habana a Nueva York a los 20 años? Enfrentarse con otra lengua, con otro mundo, una cultura anglosajona que dista muchísimo de la farándula, de la fiesta permanente en la que vive un lugar caribeño. José Kozer tiene un verso que dice: “Un hombre es una isla”. Y ese verso me remite justamente a ese tránsito del joven Kozer hacia la cultura anglosajona. Quisiera que nos hablaras de ese momento y del momento actual, de lo que significa para José Kozer, a los 67 años que vas a cumplir, vivir en Estados Unidos; qué significa oír permanentemente el inglés en lugar del español; porque José Kozer tiene sed del español y procura estar entre nosotros. México, por ejemplo, es un país que te ha publicado mucho, que te quiere y valora como poeta, puesto que como dijo alguien: José Kozer no es un poeta nacional en Cuba, es un poeta internacional. Nos pertenece.

 

JK: El poema que mencionas empieza diciendo: “Un hombre es una isla”, que es un verso de John Donne, el poeta metafísico inglés. Y yo juego con el concepto de don y hago ahí muchas cosas. Incluso el poema se titula “Don”: d-o-n; John Donne se deletrea d-o-n-n-e, y  estoy jugando con el sonido, de modo que el don de la vocación de la poesía, y el John Donne, que tenía su propio don como poeta, se integran en ese título.

Salí de Cuba con 20 años de edad. Supongamos por un momento que no hubo Revolución cubana, que nada de eso ocurrió. ¿Me hubiera ido? Mi respuesta es: casi seguro que sí. Es decir, yo era una persona muy inquieta, la isla se me estrechaba, ese mar que me rodeaba y que me ceñía y que amo profundamente al mismo tiempo, implicaba una prisión, y había una cierta enemistad entre ese mar y yo. Yo quería irme. Yo necesitaba irme. Y de algún modo —extraño, si soy sincero— debo decir que la Revolución cubana, que me dio la patada, que me sacó de mi país, que me impidió volver a mi país durante décadas y décadas, que me prohibió como escritor en mi país, al mismo tiempo me hizo un gran favor, y fue servirme de incentivo para irme ya.

Claro, la diferencia —y aquí hay un desgarramiento, hay un dolor— es que una cosa es salir voluntariamente y tener el acceso a la vuelta, al regreso; y otra es irte y no poder volver. El cubano que se iba en 1960 como me fui yo, entraba en la prohibición, en el ostracismo. Es más: era vilipendiado, éramos gusanos. Luego mejoramos un poquito y fuimos escoria, y todo lo cual es una forma de persecución. Tan es así, es tan tremendo esto (y creo que poca gente lo entiende y lo ha vivido en carne propia) que hace unos días, el 5 de marzo, entré a dar mi primera conferencia de una serie que iba a dictar en la UNAM, y había un cartel anunciando el ciclo. Decía “José Kozer”, y debajo alguien escribió “gusano”. O sea, hasta el día de hoy, pese a lo que se sabe y lo que ha sucedido, todavía hay gente que te acusa de eso, como si nosotros los que nos fuimos fuésemos de extrema derecha, fascistas, contrarrevolucionarios, y toda esa terminología de porquería que se utiliza facilonamente día y noche contra nosotros. Yo lo que hice fue escribir debajo de la palabra “gusano”, “de seda”; con lo cual quiero decir dos cosas: pues sí, soy una persona delicada que mira el mundo con unos ojos frágiles y delicados, soy de seda; y segundo, soy un creador, funjo como gusano, y hago mis poemas con la seda, soy como la araña que segrega, en mi caso, poemas. Y quizás el tipo que escribió ese denuesto verá ese “de seda” ahí y lo hará recapacitar y entender para su propio bien ciertas cosas.

Me fui, llegué a Nueva York, y entiéndase que el Nueva York de 1960 no es el Nueva York de 1990 o del año 2000. No había latinoamericanos en Nueva York. Había una colonia puertorriqueña que mezclaba mucho el español con el inglés por razones históricas, que participaba mucho del spanglish, y a mí aquello no me interesaba. A mí me interesaba aprender inglés y conservar mi idioma, punto. Así de sencillo, en blanco y negro. Y ahí sí me aferré, me así con estas dos manos a lo que era mi idioma. ¿Por qué? Porque sabía —y esto lo sabía concretamente— que un poeta, si pierde su idioma, pierde la capacidad de escritura. El poeta depende del idioma materno, el idioma que se mama en la teta de la madre, no hay otro camino. La historia de la poesía lo dice. Raro es el poeta que ha escrito poesía en un idioma extranjero, y si lo ha hecho, no es su mejor poesía. Fernando Pessoa escribe en inglés; Huidobro escribe en francés; Brodsky escribe en inglés. Sí, de acuerdo, Brodsky no es un mal poeta en inglés, pero a mí me interesa el poeta Brodsky en ruso traducido al idioma castellano, o al inglés; y esa poesía primeriza que hace Pessoa en inglés no vale gran cosa. El poeta está condenado a su idioma materno, y eso yo lo sabía con 20 años de edad. Llego a Nueva York, no hay mundo latinoamericano, no tengo acceso al español, no hay libros en español. Meto la pata y me caso con una señorita, luego señora, que es la madre de mi hija mayor, y mi mundo es única y exclusivamente en inglés. No se habla español en casa, y voy perdiendo y perdiendo mi idioma materno, con lo cual paso casi 10 años frustrado, en los que no puedo escribir, no puedo escribir. Empiezo a hacer un poema, no tengo lenguaje, no tengo vocabulario, se me aborta el poema, me siento frustrado, me siento violento, y por muchas razones —ésta no es la única— entro en el lujo de la bebida. Y bebo y bebo y bebo. Bebo de todo lo habido y por haber, así, tipo Malcolm Lowry, tipo alcohólico desorbitado, que sé yo, y eso me salvó; eso me salvó, me sacó de aquel desastrado matrimonio.

 

MMV: ¿El alcohol te salvó?

 

JK: Sí, porque me sacó, me sacó de aquel desastrado matrimonio y me puso en contacto con todo lo que estaba en mí embotado. Yo creí que había perdido el lenguaje. No: el lenguaje había dejado de crecer, pero lo tenía en el plexo solar, lo tenía incrustado en el vientre, lo tenía metido en el ombligo; estaba ahí, pero yo no lo detectaba, y el alcohol me puso en contacto con aquello. Dejé de beber un buen día. Nunca más toqué el alcohol; así, de golpe y porrazo dejé de beber, y empecé a escribir de nuevo, con unos 28 años.

Yo recuerdo que vivía en un apartamento dilapidado, en el centro de Nueva York, que hoy por cierto es un departamento carisísimo. Y yo pagaba una bicoca por ese apartamento. Era un apartamento de gente bohemia, infestado de cucarachas. Era muy divertido. Y yo recuerdo el momento cuando vuelvo a la escritura, empiezo a hacer todos los días veinte, treinta poemas breves, influenciado por César Vallejo, influenciado por Parra, y los hacía como churros, uno atrás de otro, y los guardaba en unas hojas de papel amarillo que todavía conservo. No valen nada, son poemas basura, son poemas infantiles, son poemas neuróticos, que no tienen ninguna valoración poética. Pero me devolvieron la escritura, me devolvieron mi idioma. Y a partir de ese momento todo cambió: empecé a hacer estudios en lengua castellana y en lengua portuguesa; conocí a ésa que yo llamo la bendición, que es Guadalupe; nos casamos, empecé a ir a España; entré en la profesión de la enseñanza, que me daba por un lado mucho tiempo, y por otro lado me devolvía a mi idioma. Y empezó a llegar la inmigración latinoamericana, que también, desde mi punto de vista, lo cambió todo. Qué cosa más extraña, yo oí por primera vez lenguaje puertorriqueño o lenguaje dominicano en Nueva York, y no en mi país. Es decir, estas islas que están tan estrechamente vinculadas vivían en compartimentos estancos, totalmente separados, no había trasvase lingüístico, trasvase de ningún tipo. Un puertorriqueño no venía a Cuba, una puertorriqueña no se casaba con un cubano o viceversa; los dominicanos que había estaban marginados en Cuba, cultivando en la provincia de Oriente el café. Es decir, no había relación entre nosotros y, sin embargo, en Nueva York, de repente todo esto se me abre. Y en mis primeros poemas, algunos recogidos en Bajo este cien, hablo de que no tengo ningún empacho en utilizar mexicanismos, o chilenismos, o peruanismos. Mi primer gran amigo —a quien yo llamo mi mejor ex amigo— es un peruano, y con él empiezo a chupar, a mamar peruanismos y a utilizarlos. El otro día hacía yo un poema, la palabra “desnudo” en Perú es “calato”, palabra que yo uso constantemente, y que usé en el poema que estaba escribiendo. Sin embargo, no la uso de modo impostado, sino que ya está incrustada en mi sistema sanguíneo. El otro día estaba jugando con ciertas cosas, con ciertas imágenes, y de repente recordé un árbol que tienen ustedes acá, que es el “pirul”, y me hizo recordar un árbol que también ustedes tienen, que es el “troeno”, pero que yo la primera vez lo escuché como “trueno” y descubrí, leyendo a Ibargüengoitia, que no es “trueno” sino “troeno”. Y entonces mi personaje en ese poema se preguntaba si era “trueno” o “troeno”. O sea, juego con todas estas cosas, porque como necesito tanto los lenguajes, y como amo tanto los lenguajes y los sonidos, pues voy absorbiendo como esa vasija porosa, todo lo que entra por mis ojos, por mis oídos, y trato de sintetizarlo, y no tengo miedo de usarlo. Es decir, si yo necesito decir “apapachar”, o “siútico” como diría un chileno en otro contexto, pues lo utilizo. Porque yo soy chileno. Y yo soy chileno porque descubrí hace muchos años que yo soy japonés, y ser japonés es ser judío, que al igual que japonés empieza con jota, y así todo. Es decir, hay una centralidad que nos convoca a todos como seres humanos, que va más allá del lenguaje, que va más allá de ese ser unívoco que es, en un momento dado muere, desaparece; y eso que nos convoca, que es muy misterioso, yo creo que es lo que el poeta inconscientemente está siempre refiriendo.

 

MMV: José Kozer crea un universo. Un universo potente, beligerante; un universo de guerra en el lenguaje; un universo en el que el caos de la creación crece con un gran resplandor. Desde un principio, José, tú utilizas el paréntesis en medio de tus versos, de algunos, como si este paréntesis operara haciéndonos rectificar la dualidad permanente por la que está atravesando el poema. Y en un momento dado ciñe tu escritura. O sea, ese entrar por dos lados, de dos puntas; es decir: “es esto, pero, escúchenme, también es esto otro, o puede serlo”. En ese sentido, creo que tu escritura, que aparece como una escritura de la imagen fundamentalmente, va muchísimo más allá, porque es una escritura que está apostando permanentemente por la reflexión crítica; es una escritura en la cual el pensamiento en torno al ser, en torno al espíritu, es un privilegio, y parte de que “todo está en todas las cosas”. Quisiera que para terminar esta entrevista nos hablaras de ello.

 

JK: Me recuerdas algo que me ocurrió hace muchos años. Iba yo por una carretera con un crítico español que es un íntimo amigo que se llama Jorge Rodríguez Padrón, y él me estaba haciendo algunas preguntas sobre poesía, porque estaba preparando un trabajo sobre mi poesía. Íbamos llegando a un sitio en el que se paga el peaje, y había siete casetas donde pagar. Entonces en el carro íbamos entrando en dirección hacia una caseta, y yo le dije a Jorge, “debes pensar en mi poesía —si quieres más o menos entenderla— como si el poema ahora que va entrando en esta caseta entrase simultáneamente en las otras seis”. Es decir, de algún modo, aunque el lenguaje es cronológico, lo que se anhela es que el lenguaje sea simultáneo y poder a la vez cruzar las siete casetas, claro, sin tener que pagar seis veces peaje más de lo normal.

Entonces de algún modo el paréntesis me ha servido para —dada la linealidad del lenguaje, dado que el lenguaje se sucede y es cronológico—: primero, hacer en un poema un segundo poema; segundo, ir diciendo y creando espacios dentro de lo dicho; tercero, fotografiar mi propia cabeza. Mi cabeza es una cabeza parentética: yo pienso en paréntesis. Mi cabeza es una cabeza que recibe una frase gramatical, perfectamente sintáctica, e inmediatamente esa frase, por algún motivo psicológico, toma una dirección distinta, y al tomar una dirección distinta puede detenerse, abrir un paréntesis, llenar ese paréntesis de cosas, salir del paréntesis y moverse en otra dirección. Es lo que en retórica se llama “anacoluto”. Bueno, yo soy un poeta anacolutizador, vamos a decir. Estoy siempre doblegado por esta necesidad de reflexionar y dentro de la reflexión volver a reflexionar y es como un proceso interminable, por eso es que escribo tanto, porque siento que dentro de mí hay algo interminable que necesita salir constantemente al exterior: si se enquista, me mata; y como no quiero que me mate, lo suelto, y lo suelto, estoy constantemente como una araña segregando. Entonces digo, escribo poemas como churros, escribo poemas defecando, escribo poemas orinando, escribo poemas sudando. Es decir, la secreción y la poesía para mí están muy vinculadas.

 

MMV: José, ¿qué significa en este momento, ante la industria, casi omnipotente, editorial, que reivindica sobre todo la prosa, que le da promoción a los novelistas por encima de los poetas; qué significa ser poeta en este tiempo? Comparándonos, por ejemplo, con los Siglos de Oro. ¿Qué significa en este momento que un lector no solicite tanto a Sor Juana —que es un privilegio en nuestra lengua—, como a una novelista como Isabel Allende? ¿Qué significa esto para ti?

 

JK: No me duele para nada. Yo no tengo ningún resentimiento ante todo esto que está ocurriendo. ¡Pobres de ellos, qué pena! Qué pena que estén leyendo a esa señora que tú has mencionado, en vez de estar leyendo a Sor Juana. Pues quieren perder el tiempo, que lo pierdan.

Ahora, una Isabel Allende tiene una función. Sirve para que gente semianalfabeta haga sus primeros pinos. Que lean a Isabel Allende, aprendan un poquito de cómo funciona un texto literario —maluquillo, pero cómo funciona—, y que poco a poco, de una manera noble y pausada y a través del estudio lleguen a leer a Sor Juana, ¡por Dios! ¡Qué diferencia! ¡Vive la différance!

Ahora, dicho esto, yo lo que siento es que también esta situación me permite ganarme la vida, como me la he ganado, por un canal equis y tener total y absoluta libertad como poeta, porque no tengo compromiso. Yo no gano dinero, no le debo nada a nadie, puedo hacer el tipo de poesía que me venga en gana. Que me venga en gana quiere decir: yo puedo hacer el poema más raro o desfachatado del mundo, y como eso lo van a leer cuatro gatos, y como eso no me va a producir el dinero que necesito para comer, pues hago y digo lo que me venga en gana. Esa libertad no la tiene un novelista, porque incluso inconscientemente, un novelista, un buen novelista que se las dé de tener su individualidad y su libertad por encima de todo, está minado por el mercado. Eso es inconsciente, es inevitable, es humano. Nosotros, al no tener mercancía qué vender —y esa es una frase que utiliza mi mujer Guadalupe todo el tiempo; siempre me dice, “tú no tienes ningún poder aunque seas reconocido, porque no tienes nada que vender”— gozamos de una mayor libertad. Yo no tengo una universidad, yo no tengo un país, yo no soy un hombre rico, yo no puedo ser mecenas de nadie, yo soy “dependiente de”, como cualquier otro ciudadano, y todo eso me da libertad, vivo sin compromisos, y con menos ataduras. Lo que escribo lo hago aunque no se me remunere. No hay prebendas en poesía, no hay canonjías o las hay muy pocas para muy pocos. A mí me da una libertad absoluta, que ya la quisieran tener aquellos prosistas triunfadores del momento.

Ahora hay un fenómeno nuevo en España donde muchos poetas ganan mucho dinero. Bueno, está bien. Con su pan se lo coman. En América Latina no hay nada de esto. Los poetas enriquecidos no son los que a mí me convocan. A mí me convocan otros poetas que están en América Latina y que son poetas pobres en el sentido concreto y económico de la vida real. Me convoca esa pobreza digan y elegante.

Quien tiene que reflexionar acá es el mercado, quien tiene que entender acá que matar de hambre a Sor Juana Inés de la Cruz se paga históricamente (y lo pagan los países nuestros), pero éste es un problema de ellos, no es un problema mío. Yo no mato a Sor Juana Inés de la Cruz. Yo la venero, yo la leo. Yo la leo con amor, yo aprendo de ella, yo soy humilde ante ella.

 

MMV: Gracias, José. Pasaré a citar tu poema “Te acuerdas, Sylvia” para concluir nuestra conversación.

 

Te acuerdas, Sylvia, cómo trabajaban las mujeres en casa.

Parecía que papá no hacía nada.

Llevaba las manos a la espalda inclinándose como un rabino

fumando una cachimba corta de abedul, las volutas de

humo le daban un aire misterioso,

comienzo a sospechar que papá tendría algo de asiático.

Quizás fuera un señor de Besarabia que redimió a sus siervos

en épocas del Zar,

o quizás acostumbrara a reposar en los campos de avena y

somnoliento a la hora de la criba se sentara encorvado

bondadosamente en un sitio húmedo entre los helechos

con su antigua casaca algo deshilachada.

Es probable que quedara absorto al descubrir en la estepa

una manzana.

Nada sabía del mar.

Seguro se afanaba con la imagen de la espuma y confundía las

anémonas y el cielo.

Creo que la llorosa muchedumbre de las hojas de los eucaliptos

lo asustaba.

Figúrate qué sintió cuando Rosa Luxemburgo se presentó

con un opúsculo entre las manos ante los jueces del Zar.

Tendría que emigrar pobre papá de Odesa a Viena, Roma,

Estambul, Quebec, Ottawa, Nueva York.

Llegaría a La Habana como un documento y cinco pasaportes,

me lo imagino algo maltrecho del viaje.

Recuerdas, Sylvia, cuando papá llegaba de los almacenes

de la calle Muralla y todas las mujeres de la casa Uds. se

alborotaban.

Juro que entraba por la puerta de la sala, zapatos de dos

tonos, el traje azul a rayas, la corbata de óvalos finita

y parecía que papá no hacía nunca nada.

 

 

Capilla Alfonsina, UANL, marzo 8 de 2007