La geografía imposible del alma

Por Evodio Escalante

Todo poeta tiene una forma de caer que es la suya y no puede ser copiada por nadie. Los poemas que José Ángel Leyva reúne en Duranguraños me evocan a cada momento una caída suspendida, un dilatado desplome entre las cenizas, una forma especial de desbarrancarse en los desfiladeros de la nostalgia, pero de forma tal,  que el aire que, el escritor respira en el abismo, es también el aire de una poderosa resurrección. El pasado está vivo y da coletazos. Las figuras que el poeta rescata del ayer como si se tratara de seres acuáticos que nadaran en las aguas prístinas de esa enorme laguna que llamamos memoria, exhiben una membrana que las rodea de cariño y piedad. Piedad que salva una paralítica edad de piedra y la toca con su inteligencia, como para devolverle toda aquella porción de vida de la que fue capaz. Una edad antigua que casi nos conmina a inventar de nuevo ese primer pecado que hizo, por una ley prodigiosa que intercambia la causa por el efecto,  que el hombre fuera el hombre. La provincia se revierte y vence en la medida en que se refugia en la casa emocionada del lenguaje, en la medida en que el verso levanta un nuevo compartimiento para habitar. Vence en la medida en que el virus de los recuerdos se apodera de la red de las palabras y logra parasitar la vida desde una escotilla de sustantivos y verbos que no cesan de parpadear. Para un norteño como José Ángel Leyva, que colinda con la llanura, el desierto de la región del silencio y el boscaje abrupto de la sierra madre occidental; el vocabulario marítimo, por extraño que se antoje, es un recurso obligado, se diría que impuesto por la carencia misma –de tanto no  tenerlo, todo se vuelve evocador del mar. Será por eso que el poeta puede escribir acerca de su propia infancia:

 

Cuando levante la escotilla

y vea mi sangre en marejadas

haciendo remolinos en el cráneo

tendré la infancia a mi merced

podré tocarla con la mano (…)

 

En muchos de sus poemas, en efecto, la infancia es como una llave maestra que abre el arcón de los recuerdos y permite reconstruir un mundo ya ido, evaporado por el paso del tiempo, y que sin embargo sólo como ido puede permanecer en el presente a menudo agobiador de la memoria. Los recuerdos más antiguos son los que vienen de la sierra, del pequeño poblado en que su padre era profesor de primaria. Después están los recuerdos de la ciudad de Durango, con su Cine Imperio, con su estación de bomberos, sus cafeterías y la calle Victoria. Luego los recuerdos del joven que se deja atrapar conscientemente por el espejismo de la capital. En esta reconstrucción esquemática no dejo de advertir que dejo escapar lo principal: la mirada, o mejor dicho, y si esto tiene algún significado, la cadencia de la mirada. Casi sin querer estoy mencionando de nuevo la palabra “caer”. Se podría observar que todo poeta cae necesariamente por partida doble: cae en la vida y en el lenguaje. Para cantar la vida hay que hacerse de una voz que sólo se plasma en la palabra versificada, que es poética no porque sea particularmente hermosa, o fina, o elevada, sino porque su cadencia registra esa cosa dura y maravillosa que llamamos vida.

El temple emotivo de estas evocaciones es quizás lo que más impresiona al lector. La soledad del poeta es una soledad acompañada: están a su lado los fantasmas más queribles, más entrañables. Alguna vez, los gobiernos de la Revolución prometieron que construirían una vía ferroviaria que comunicaría a la ciudad de Durango con el puerto de Mazatlán… El tren, heraldo del progreso, daría nuevo aliento a la región huraña, y acaso una época de prosperidad contrastaría con decenios o siglos de marasmo. En efecto, ese camino de hierro se empezó a construir. Brigadas de hombres con cascos en la cabeza iban talando el bosque y abriendo paso a lo que iba a ser el nuevo ferrocarril. Las montañas o las cordilleras ariscas cedieron al imperio de la dinamita. Por esos enormes túneles abiertos por los ingenieros pasaría alguna vez el tren… que nunca llegó a pasar.  Un repentino cambio en la política nacional decretó que los trenes eran una cosa del pasado y el proyecto se canceló de modo definitivo. Lo anterior me sirve de marco para poder citar estos nostálgicos renglones urdidos por Leyva y que tienen que ver con su infancia:

 

Mi padre evoca un tren que nunca llega

Un trozo de riel le sirve para el viaje

Las vías férreas perdieron la memoria

Detuvieron su paso en las quebradas

 

Al lado de los seres queridos del círculo familiar, aparecen también los nombres sembrados por la historia, y de cuyas resonancias nos es muy difícil prescindir. Sean los nombres de Doroteo Arango o de Silvestre Revueltas, extremos de una tensión que va de La Coyotada, en San Juan del Río, a Santiago Papasquiaro, un pequeño poblado perdido en las escarpadas montañas tepehuanas. Lo mismo el desasosiego “de una revolución muerta de ser / la sangre de sus muertos” –en la evocación de Francisco Villa— que “el ostinato iluminado de los muertos” que se desprende de la música revueltiana. Todavía más en el fondo, la sensación del desarraigo, de la no pertenencia. Los nombres que cobija la tierra son los mismos que nos indican que ya no estamos ahí, y que hemos sido expulsados acaso para siempre. Por eso acierta a escribir Leyva: “Silvestre / No existe el lugar de donde somos / la puerta ansiosa del delirio / Eres la misma tierra imposible que buscamos.” Es acaso esta tierra imposible, la tierra a la que por más que queramos ya no se puede regresar, el fruto más alto de su cadencia.

La pieza de resistencia de este libro, a mi entender, es “El espinazo del diablo”. La geografía imposible del alma está dibujada aquí con trazos de excepcional firmeza. Entramos así en los territorios de lo sublime, de lo inmensamente grande, entendiendo bien que aquí lo que es desproporcionadamente grande es el vacío, la palpitación de la nada en los desfiladeros que marean y hacen perder el equilibrio. La imagen inicial tiene algo de sarcástica y de contrastante, pues al borde del abismo que se abre montaña abajo, lo primero que encontramos, es una pareja de chivos que copulan con un superior cinismo despreocupado. Como consecuencia de ello: “El placer animal siembra en las nubes / arroyos de piedras al vacío.” Este arranque de una enorme dureza me hizo pensar, guardando las proporciones, en “El idilio” de Salvador Díaz Mirón. Sólo que la cópula animal está colocada en el poema del veracruzano al final, como remate de la historia lírica, mientras que Leyva no vacila en abrir su texto con esta imagen de esplendente y filosa carnalidad. La imagen es sarcástica, insisto, porque el desfiladero significa la muerte y esta posibilidad no inquieta ni perturba en lo más mínimo el acto sexual de los animales.

En “la alfombra flotante de los riscos”, empero, el poeta ve de modo inmediato y “natural” una imagen marítima. Descender al desfiladero es lo como descender al fondo del mar. Por eso el umbral del espinazo del diablo le hace decir: “Estoy al borde de un puerto de montaña.” Los enemigos inconciliables se juntan: la montaña y el puerto, la sierra y las olas del mar. Esta amalgama tiene una justificación superior, un temple anímico que todo lo unifica: el aire de muerte que impera en el ambiente:

 

Sobre el paisaje azul en la distancia

cerca

               inverosímil

la muerte agazapada

Su transparencia en guantes de neblina

recorre las vértebras rocosas

desliza un manto lunar al mediodía

Pasa la vida acariciando

 

En su conjunto, la imagen es inhóspita y llega a calar hasta los huesos (Me doy cuenta que al utilizar el verbo “calar” ya estoy empleando como sin querer una metáfora marítima). Establece Leyva: Ahí “la propia soledad huele a despojo / a imagen sin huella de uno mismo.” Se trata de una inmersión ominosa, en la que el aura de lo siniestro no deja de inquietar al sujeto: “Son pocos los que abren la escotilla / Descienden a dormir entre sus muertos.” En la profundidad de esos riscos, una profundidad que marea y que desorienta, empero, reaparecen los emblemas marítimos, que no necesariamente son acogedores: “Naves hundidas en la bruma / Timones con brazos y palmas de pilotos / mueven montañas y levantan olas…” Todo esto conduce a un extraño sentimiento de alienación, de que se ha devenido otro, de que se es otro, mejor dicho, de que “yo es otro” si retomamos la famosa expresión de Rimbaud. Por eso concluye de manera inquietante José Ángel Leyva diciendo: “Yo soy el barco anclado allá / a lo lejos.” Que es como expresar: Yo soy aquello, muy lejos de mí mismo, todavía más, perdido de mí mismo. Estoy inevitablemente envuelto en ese mar de montaña que junta “matices y signos terrenales” de algo que es indecible, impronunciable, pero que sin embargo acierta a saber que proviene “de una mar allá / de un mar adentro.” No hace falta aclarar que esta alienidad lo cobija y nos cobija también a nosotros como lectores.

 

Evodio Escalante Betancourt (Durango, 2 de enero de 1946) es un crítico literario, poeta, ensayista, antologista e investigador mexicano. Más información.