La Jornada Semanal, 1º de julio de 2007
Desde sus primeros libros, Voz temporal (1985) y Aguas territoriales (1989), Jorge Valdés Díaz-Vélez tuvo un profundo apego a las formas tradicionales. Sin embargo, a partir de Cuerpo cierto (1995) y La puerta Giratoria (1998), sus poemas se volvieron más narrativos y más visibles las vivencias y experiencias, en suma, su poesía se fue pareciendo más a él mismo.
Hace unas semanas Jorge Valdés gano en España el Premio Internacional de Miguel Hernández-Comunidad Valenciana, el cual se entrega en Orihuela, pueblo natal de Hernández, con su libro Los Alebrijes, hasta ahora, en nuestra opinión, su libro de poesía más maduro y cerrado. Un amplio abanico de poemas de este libro está escrito en verso blanco, en especial en endecasílabo, no faltando otros metros. Libro de calculada unidad, de lo que más apreciamos en él es la manera como el autor combina en los versos subjetividad y objetividad, y la descripción, no sin tristeza aflictiva, de la declinación y el deterioro de las personas y las cosas, lo cual tiene siempre algo de pesadilla.
Al ver el titulo (Los Alebrijes) tal vez lectores puedan pensar que las piezas líricas tienen algo que ver con una divulgada artesanía mexicana de figuras maliciosas o malévolas. Si lo hay, en caso de que lo haya, al menos no lo es visiblemente. Un desafío de Valdés es que el libro quedara sólo como la historia de un bar determinado; lo trasciende admirablemente. Los Alebrijes es el nombre de un local, y Valdés hace que el bar sea una representación de todos los bares, o si se quiere, uno pasa por todos los bares para terminar en Los Alebrijes o parte desde Los Alebrijes para ir a todos los bares. Valdés logra asimismo que la cantinera de nombre bíblico (Betsabé), con un agotado historial de amantes de ambos sexos, sea cualquier cantinero o cantinera, y que los clientes asiduos, uno más penosamente autodestructivo que el otro, sean todos los clientes asiduos a los bares.
Sitio de amores fugaces, de desencuentros amorosos, de recuerdos de mujeres que no olvida el cuerpo, de mujeres solitarias que no saben qué hacer con lo que no les dio la vida, de alcohólicos sin redención, de solitarios a los que los clientes se hallan acostumbrados a ver en una mesa determinada y que un día no vuelven más, de filósofos de un signo ideológico o de otro, de burócratas de talla mayor, de “viudas ornamentales” y de “poetas que suicidan las palabras”, el bar es también lugar de instantes exaltados, de pequeños y continuos goces, y, desde luego, de la alegre camaradería y la celebración de la amistad. En el bar no sólo se ve la pérdida de la lozanía de mujeres y hombres, sino pasados los años encontramos que en él son otras las canciones que se oyen y son otras las fotografías y los pósters fijados en las paredes, que nos dicen –nos acaban de decir- que ya no vivimos ni viviremos los mismos días.
En el libro encontramos a menudo leves sensualidades donde el cuerpo de la mujer parece todo el tiempo desearse, tocarse, rozarse… Valdés busca que las mujeres conserven en la forma de los versos la forma del cuerpo que en la vida perdieron.
Hay poemas especialmente logrados: “Hora feliz”, un diálogo de sordos de una pareja de enamorados; “Pule y da esplendor”, un divertimento a partir de los grafitti que se escriben en los baños de los bares; “El cubista”, con resonancias villonianas y manriquianas que hacen oír a aquellas mujeres inolvidables que un día se dejaron de ver y no se sabe qué se fizieron; “Personal terrestre”, un hábil juego donde se da una situación ambigua en un aeropuerto, y “El diestro”, picaresca y caritativa fabulación de un borracho que se quedó dormido, quien es el ultimo en salir a la calle… pero sólo para dirigirse a otro bar.
Podríamos mencionar otros cuatro o cinco. Déjenos resaltar ante todo uno, “Aquel ahora”, digno de figurar en cualquier antología de cualquier lugar, donde el autor narra la melancólica historia con sabor amargo del hombre que encuentra de casualidad a la mujer con otro en el bar, pero ella no lo reconoce, y él, mientras la mira, recuerda el pasado ardiente y la actualidad de ceniza ciega. Citaremos al menos las líneas finales: “Tu entonces te encendías y el viento iba contigo/ por algún callejón a sórdidas tabernas,/ levantando tu falda minúscula, mostrándome/ las rutas que de súbito me alzaban el misterio./ Sin duda eras feliz de forma ingobernable./ También lo fui. Lo fuimos. Te dije, lo recuerdo/ como si fuera ayer, que un dios haría suyos/ los rasgos de tu nombre y el vino tu sabor/ de almendra y paraíso. Sigues igual, incluso/ me has parecido más hermosa, quizá menos/ alegre que la imagen que de ti conservé/ todo este tiempo en vano. Detrás de tu mirada/ no encontré el resplandor de aquella chica insomne,/ sino una palidez ceniza de rescoldos/ que aún parecen guardar el vértigo del fuego./ No puedo asegurarlo. Y ya tan poco importa”.
Jorge Valdés Díaz-Vélez nació en Torreón, Coahuila, en 1955. A los 25 años entró al servicio exterior mexicano. Desde entonces ha vivido la mayor parte del tiempo en el extranjero (Cuba, Argentina, España Costa Rica, Estados Unidos). Basta leer su poesía para notar una y otra vez que nunca ha dejado de tener una honda raíz en lo nuestro.
Los Alebrijes acaba de aparecer en la editorial española Hiperión.