EL CIERVO ROJO
Con las botas manchadas por el bosque
y los ojos de piedra verde al fuego,
mi padre llevó al patio su prodigio.
Mató a un ciervo de diez puntas por asta
después de perseguirlo varios días
con otros cazadores. Tío Jorge
va a poner la cabeza en su despacho.
Hablarán de su hazaña en las reuniones,
de rifles y emboscadas, de las voces
que daba el animal antes del tiro
de gracia. En el festejo no advirtieron
el terror en mi cara, ni en mi hermano
el vómito del miedo cuando fuimos
a ver sobre la escarcha aquel trofeo
que aún salta entre las piedras de mi almohada.
NOX
Algo como un rumor que se despide
tiembla sobre el jardín, lleva las hojas
por la sombra del valle, nubes rojas
y pájaros arriba. Nada impide
su vuelo hacia el crepúsculo. Y el viento
trae junto a las súbitas estrellas
un polen de bondad, desiertas huellas
del mar en rotación, el crecimiento
de la tarde. Anochece. Parte el día
sin dolor aparente ni alegría.
Cuántas veces he oído este paisaje
mudar a voluntad frente al oleaje
del alba o del ocaso. Ya está oscuro
el mundo. Están la noche y el futuro.
SUNSET DRIVE SUITE
De las pocas mujeres que amé, ninguna tuvo
tatuado el nombre al aire, o el brillo de una alhaja
pendiente del ombligo ni de un labio. Eran tiempos
lacónicos entonces. No había rosas rojas
al sur de alguna espalda, ni brazos con espinas
y cóccix estampados con negros ideogramas,
ni ángeles ocultos y terribles dragones
en un pubis de trigo dorado por el sol.
Las mujeres tenían cierto aire de tragedia
romántica del siglo de los yuppies. Estaban
al acecho de todo posible candidato
a ser El buen partido, un hombre de negocios
con éxito y futuro, e ilustres apellidos
para dar a tres hijos pesados y a una hija
que tuviera el encanto y la gracia de su madre.
No llevaban tatuajes visibles, ni lucieron
un piercing de orgulloso y pulsante desafío.
Sus marcas eran otras, más hondos los estigmas
grabados en sus médulas con agujas violentas
y tintas
minerales que no fueron capaces
de quitar con la pócima amarga de la vida.
Era tiempo bruñido en azúcares de plomo
el que lastraron. Ellas buscaban imposibles
amores cristalinos en barras de caoba,
en salones del tedio o abajo de las sábanas
en tránsito hacia el día, igual que las muchachas
que muestran sus diseños al viento que destrozan
sus pasos de pantera, y miran con el ímpetu
tribal de su artificio los ojos inyectados
de príncipes efímeros. Las mujeres que amé
se aherrojaron con otros, inscribieron alianzas
en sus dedos nupciales, y tatuaron sus almas
detrás de unos postigos con lentas hipotecas
de un sueño que agoniza en alcázares en vela.
En su piel hay dibujos de la máscara Revlon
antiarrugas, de pobres resultados y ricas
fragancias de algo tenue y etéreo, humo de orquídeas,
vapores de borgoña, gotas de girasol
que dejan al salir del cautiverio.
POLAROID
Para Eugenio Montejo
Son siete contra el muro, de pie, y uno sentado.
Apenas si conservan los rasgos desleídos
por los años. Las caras resisten su desgaste,
aunque ya no posean los nítidos colores
que ayer las distinguieron. Entre libros y copas,
las miradas sonrientes, las manos enlazadas
celebrando la vida de plata y gelatina
se borran en el sepia de su joven promesa.
Por detrás de la foto están escritos la fecha,
los nombres y el lugar de aquel encuentro. Fuimos
a presentar el libro de uno de los amigos
que aparece en la polaroid viendo hacia el vacío.
Después se hizo la fiesta y más tarde el accidente
nos llevó al cementerio. Dijimos en voz alta
sus poemas. Los siete contra el muro, de pie,
uno leía. Todos aún lo recordamos
y casi por costumbre le voy a visitar
con girasoles. Todos hemos envejecido
menos él, ahí en la vista fija. Nos mira
desde sus 20 años, que son los de su ausencia,
con ojos infinitos de frente hacia la cámara,
llevándose un verano tras otro, aunque comience
a degradar su tono naranja sobre el duro
cartón de la fotografía.
GENEALOGÍA
Se han marchado los hijos de la casa
igual que lo hice yo, y antes mi padre
y el padre de mi abuelo, el que perdura
en el polvo que impulsa nuestros huesos
hacia la incertidumbre y desde el miedo
a la desolación de las palabras:
naufragar, desamor, volver, vacío.
Se fueron ya. Tenían la sonrisa
envuelta en las bufandas y en los brazos
el olor de la casa que dejaban.
Nada será lo mismo con su ausencia
a la hora del pan frente a la música
o en la noche del fuego. Llega el alba
y con ella su sombra. La tristeza
sube la escalera de caracol
y acoda su mutismo en la baranda
para oír el primer canto del día
junto a mí, el que partió y no se ha ido.
Jorge Valdés Díaz-Vélez
Torreón, Coahuila, México, 1955.
Poeta, humanista y diplomático, ha publicado diecisiete libros de poesía.
Se le han otorgado el Premio Latinoamericano Plural (1985), el Premio Nacional de Poesía Aguascalientes (1998), el Premio Internacional de Poesía Miguel Hernández-Comunidad Valenciana (2007) y el Premio Iberoamericano de Poesía Hermanos Machado, en la primera edición del certamen (2011). Ha sido traducido al árabe, francés, griego, italiano, portugués, neerlandés, rumano e inglés.
Parte de su obra está incluida en numerosas antologías de poesía mexicana e iberoamericana publicadas en México y en otros países de América Latina, así como en Bélgica, España, Reino Unido, Italia, Grecia y Marruecos. Es consejero editorial de diversas revistas universitarias y miembro distinguido del Seminario de Cultura Mexicana. También ha sido miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte.
Como miembro de carrera del Servicio Exterior fue director del Instituto de México en España y del Centro Cultural de México en Costa Rica, países donde además se desempeñó como consejero de cooperación cultural. Trabajó también en las embajadas de México en Argentina, Cuba, Marruecos y Trinidad y Tobago, y en el Consulado General en Miami, Florida, Estados Unidos de América.