Selección de poemas de Jorge Valdés Díaz-Vélez

por Jorge Valdés Díaz-Vélez

EL CIERVO ROJO

Con las botas manchadas por el bosque

y los ojos de piedra verde al fuego,

mi padre llevó al patio su prodigio.

Mató a un ciervo de diez puntas por asta

después de perseguirlo varios días

con otros cazadores. Tío Jorge

va a poner la cabeza en su despacho.

Hablarán de su hazaña en las reuniones,

de rifles y emboscadas, de las voces

que daba el animal antes del tiro

de gracia. En el festejo no advirtieron

el terror en mi cara, ni en mi hermano

el vómito del miedo cuando fuimos

a ver sobre la escarcha aquel trofeo

que aún salta entre las piedras de mi almohada.

 

 

NOX

Algo como un rumor que se despide

tiembla sobre el jardín, lleva las hojas

por la sombra del valle, nubes rojas

y pájaros arriba. Nada impide

su vuelo hacia el crepúsculo. Y el viento

trae junto a las súbitas estrellas

un polen de bondad, desiertas huellas

del mar en rotación, el crecimiento

de la tarde. Anochece. Parte el día

sin dolor aparente ni alegría.

Cuántas veces he oído este paisaje

mudar a voluntad frente al oleaje

del alba o del ocaso. Ya está oscuro

el mundo. Están la noche y el futuro.

 

 

SUNSET DRIVE SUITE

De las pocas mujeres que amé, ninguna tuvo

tatuado el nombre al aire, o el brillo de una alhaja

pendiente del ombligo ni de un labio. Eran tiempos

lacónicos entonces. No había rosas rojas

al sur de alguna espalda, ni brazos con espinas

y cóccix estampados con negros ideogramas,

ni ángeles ocultos y terribles dragones

en un pubis de trigo dorado por el sol.

Las mujeres tenían cierto aire de tragedia

romántica del siglo de los yuppies. Estaban

al acecho de todo posible candidato

a ser El buen partido, un hombre de negocios

con éxito y futuro, e ilustres apellidos

para dar a tres hijos pesados y a una hija

que tuviera el encanto y la gracia de su madre.

No llevaban tatuajes visibles, ni lucieron

un piercing de orgulloso y pulsante desafío.

Sus marcas eran otras, más hondos los estigmas

grabados en sus médulas con agujas violentas

y tintas

       minerales que no fueron capaces

de quitar con la pócima amarga de la vida.

Era tiempo bruñido en azúcares de plomo

el que lastraron. Ellas buscaban imposibles

amores cristalinos en barras de caoba,

en salones del tedio o abajo de las sábanas

en tránsito hacia el día, igual que las muchachas

que muestran sus diseños al viento que destrozan

sus pasos de pantera, y miran con el ímpetu

tribal de su artificio los ojos inyectados

de príncipes efímeros. Las mujeres que amé

se aherrojaron con otros, inscribieron alianzas

en sus dedos nupciales, y tatuaron sus almas

detrás de unos postigos con lentas hipotecas

de un sueño que agoniza en alcázares en vela.

En su piel hay dibujos de la máscara Revlon

antiarrugas, de pobres resultados y ricas

fragancias de algo tenue y etéreo, humo de orquídeas,

vapores de borgoña, gotas de girasol

que dejan al salir del cautiverio.

 

 

POLAROID

Para Eugenio Montejo

Son siete contra el muro, de pie, y uno sentado.

Apenas si conservan los rasgos desleídos

por los años. Las caras resisten su desgaste,

aunque ya no posean los nítidos colores

que ayer las distinguieron. Entre libros y copas,

las miradas sonrientes, las manos enlazadas

celebrando la vida de plata y gelatina

se borran en el sepia de su joven promesa.

Por detrás de la foto están escritos la fecha,

los nombres y el lugar de aquel encuentro. Fuimos

a presentar el libro de uno de los amigos

que aparece en la polaroid viendo hacia el vacío.

Después se hizo la fiesta y más tarde el accidente

nos llevó al cementerio. Dijimos en voz alta

sus poemas. Los siete contra el muro, de pie,

uno leía. Todos aún lo recordamos

y casi por costumbre le voy a visitar

con girasoles. Todos hemos envejecido

menos él, ahí en la vista fija. Nos mira

desde sus 20 años, que son los de su ausencia,

con ojos infinitos de frente hacia la cámara,

llevándose un verano tras otro, aunque comience

a degradar su tono naranja sobre el duro

cartón de la fotografía.

 

 

GENEALOGÍA

Se han marchado los hijos de la casa

igual que lo hice yo, y antes mi padre

y el padre de mi abuelo, el que perdura

en el polvo que impulsa nuestros huesos

hacia la incertidumbre y desde el miedo

a la desolación de las palabras:

naufragar, desamor, volver, vacío.

Se fueron ya. Tenían la sonrisa

envuelta en las bufandas y en los brazos

el olor de la casa que dejaban.

Nada será lo mismo con su ausencia

a la hora del pan frente a la música

o en la noche del fuego. Llega el alba

y con ella su sombra. La tristeza

sube la escalera de caracol

y acoda su mutismo en la baranda

para oír el primer canto del día

junto a mí, el que partió y no se ha ido.

 

 

 

Jorge Valdés Díaz-Vélez

Torreón, Coahuila, México, 1955.

Poeta, humanista y diplomático, ha publicado diecisiete libros de poesía.

Se le han otorgado el Premio Latinoamericano Plural (1985), el Premio Nacional de Poesía Aguascalientes (1998), el Premio Internacional de Poesía Miguel Hernández-Comunidad Valenciana (2007) y el Premio Iberoamericano de Poesía Hermanos Machado, en la primera edición del certamen (2011). Ha sido traducido al árabe, francés, griego, italiano, portugués, neerlandés, rumano e inglés.

Parte de su obra está incluida en numerosas antologías de poesía mexicana e iberoamericana publicadas en México y en otros países de América Latina, así como en Bélgica, España, Reino Unido, Italia, Grecia y Marruecos. Es consejero editorial de diversas revistas universitarias y miembro distinguido del Seminario de Cultura Mexicana. También ha sido miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte.

Como miembro de carrera del Servicio Exterior fue director del Instituto de México en España y del Centro Cultural de México en Costa Rica, países donde además se desempeñó como consejero de cooperación cultural. Trabajó también en las embajadas de México en Argentina, Cuba, Marruecos y Trinidad y Tobago, y en el Consulado General en Miami, Florida, Estados Unidos de América.