Suplemento Laberinto, Milenio, 24 de junio de 2007
Me acaba de caer, literalmente, del cielo (de un avión, en este caso) el libro Los Alebrijes de Jorge Valdés Díaz-Vélez. Conocí la poesía de Jorge Valdés sin saber de quién se trataba. Un manuscrito suyo me llegó con la recomendación de otro poeta singular: Francisco Hernández. Pero a una editorial llegan muchos libros, incluso bien recomendados, que no logran despertar la suficiente pasión como para ser publicados. Jardines sumergidos, sin embargo, lo hizo y apareció en Editorial Colibrí en 2003, coeditado con la Secretaría de Cultura del Estado de Puebla, en los buenos tiempos cuando Pedro Ángel Palou era secretario de Cultura de ese estado.
Ahora el mismísimo Francisco Hernández me hace llegar este otro libro de Valdés, y me ha cimbrado como pocos. Está publicado por Hiperión, en España, y se hizo acreedor del Premio Internacional de Poesía “Miguel Hernández-Comunidad Valenciana” 2007. Son poemas que giran alrededor del alcohol (no en balde uno de los poemas se titula C2H5OH), o por lo menos tienen ese leitmotiv, el cual permite al autor realizar una serie de trastocamientos que parecen de lo más natural.
Pero esto forma parte del aspecto teatral del libro, porque los poemas han sido escritos con sumo cuidado. Cada poema presenta un equilibrio entre fondo y forma pocas veces visto; no hay nada que Valdés haya dejado al azar, aunque lo parezca. Esto es envidiable. También es teatral por estar muy cerca del monólogo dramático, aunque la mayoría de los poemas nos llegan desde la tercera persona, con lo cual se realza su cualidad narrativa. En “Aquel ahora”, sin embargo, sí tenemos un monólogo dramático en primera persona, con claras resonancias de Robert Browning y de Ezra Pound… Es un poema clave para comprender todo el libro.
Pero aun antes de pescar el hilo narrativo de los dramatis personae, me había caído el veinte con el poema “Denominación de origen”, que es apenas el quinto del libro. Dije de inmediato “Edgar Lee Masters”, el gran maestro del epitafio en primera persona, hablada desde ultratumba, por supuesto.
Pero en este poema nunca aparece esa primera persona porque es implícita en la tercera. La maestría del texto reside en que su alegoría abarca a toda la humanidad a partir de una lucha entre los géneros masculino y femenino donde se resumen la crueldad, el salvajismo y la inteligencia que los vence. Además, hace cómplices y aliadas de Eva y Lilith. Nada de que una sea irremediablemente sumisa, y la otra, rebelde. Luego vi confirmadas mis sospechas acerca de la importancia de Masters en otro poema, “Inquisitio patris”, donde Valdés Díaz-Vélez —quien también invoca, comprensiblemente, a Malcolm Lowry— escribe: “[…] Caminé hasta Cuauhnáhuac / y Spoon River […]”, lugar —este último— donde Masters imaginó enterrados a sus muertos.
En Los Alebrijes Valdés Díaz-Vélez arma —como Masters, como Rulfo y como Lowry— su propio universo a partir de una cantina (Los Alebrijes) y todo el dolor, ilusión y ensueño que allí cobra vida. Y lo hace con poemas endecasílabos, alejandrinos, eneasílabos, e incluso —tal vez como homenaje al Rubén Bonifaz Nuño— en un poema donde emplea versos tanto de 10 como de 11 sílabas.
Jorge Valdés Díaz-Vélez, con Los alebrijes, ha regalado a la literatura mexicana una nueva obra maestra.