María Auxiliadora Álvarez, a decir de Julio Ortega,
“lleva el signo de
las mejores poetisas:
Nos deja
inquietados por la
conjura de un
puñado de palabras”
Me adelanto a dar noticia del próximo poemario de María Auxiliadora Álvarez: es excelente. No me excuso por el entusiasmo que subraya la rara coincidencia de compartir poesía, de las pocas cosas gratuitas que nos suponen mejores. A veces podemos responder a la altura de sus demandas.
El arte verbal en Venezuela cuenta con extraordinarios cultores. Me atrevo a creer que también cuenta con lectores superiores (no tienen que ser demasiados, aunque ojalá fueran más) porque toda poesía seria se cumple como un acto de interlocución adivinatorio a varias alturas de la voz, como si fuera el proyecto de una palabra no por solitaria menos acompañada.
María Auxiliadora Álvarez puede ser leída como una voz recortada sobre el soliloquio, porque decanta en un puñado de palabras al discurso dramático de la confesión. Sus poemas son un esquema intenso de deducciones, una resta del drama de la presencia, que ella fija en su desaparición agónica. En ese sentido, dentro del discurso recobra voces de alarma cuyo acento trágico posee un sabor clásico, una tranquila lucidez.
Su nuevo libro, Inmóvil, está hecho con el lenguaje disputado al naufragio. Se trata de un naufragio paradójico: los objetos recuperados han sido pulidos por la tormenta, donde ganaron la perfección de sus formas y la exactitud de su saber. Dan cuenta de una orfebrería del habla. Son poemas forjados bajo el rigor de su misma reverberación. Si otras poetisas nos hacen evocar tinturas livianas o texturas más densas, María Auxiliadora sugiere estelas verbales encendidas por su verdad límpida.
Estoy tratando de decir que es tos nuevos poemas suyos son más contemplativos que dramáticos, más autorreflexivos que expresivos, más independientes del discurso de donde emergen. Se los lee como si estuviesen inscritos, como un bajo relieve en el vacío.
Supongo que ya nadie cree en una poesía femenina, pero como que todos esperemos de las poetisas y escritoras noticias de su exploración de lo femenino. Derrida pensó, a pesar de Nietszche, que lo femenino era la única fuerza humana no codificada, libre en su indeterminación: al punto que nombrarla es ya limitarla. El mayor teórico de este pensamiento nuevo es la rebelde discípula de Lacan, Luce Irigaray, cuyo neofeminismo supone la diferencia de la mujer, lo específico no de su sexo como destino biológico sino de su contaminación y su intransigencia de lo femenino.
La chilena Nelly Richard ha elaborado estas hipótesis de la diferencia desde su descentramiento latinoamericano. Es interesante que, en Chile, a partir de la resistencia al autoritarismo de la dictadura, varias escritoras de primera calidad (como Diamela Eltit y Carmen Berenguer) hayan escrito desde la experiencia de lo femenino, que incluye al hombre, y nada tiene que ver con las inclinaciones personales de nadie sino con la crítica del lenguaje (que perpetúa roles jerarquizados) y de la cultura nacional (que hace pasar por costumbres las pestes ideológicas). En Venezuela hay un conjunto de estudios sociales sobre la mujer, pero me han interesado especialmente los de Giovanna Merola por su perspectiva multidisciplinaria.
Según el psicoanálisis, la mujer (como representación social) es un síntoma del hombre (una prueba de su mala salud cultural) allí donde todavía se cultiva el machismo y su autonegación. Estas imágenes de la mujer creadas como una fantasía masculina venezolana, están por analizarse, desde el mito de Miss Venezuela hasta la publicidad estereotípica. No menos revelador es que las mujeres mismas hayan asumido la imagen que se les atribuye.
Helene Cixous ha escrito que la mujer recibe la palabra de la madre, y a esa voz responde dentro del lenguaje. En francés, nos recuerda, nombrar a la madre es nombrar al mar, mientras que en inglés es “my other”. De estos juegos parte la técnica de la deconstrucción, para erosionar lo ideológicamente construido.
En Venezuela, desde Teresa de la Parra, la escritora y poetisa ha dado su versión, muchas veces mediada por otros discursos, de la experiencia femenina. Entre las voces conjuradas, los libros de Márgara Russoto comunican una temperatura de actualidad emotiva, formalizada por la dicción dialógica, que recorre espacios de la mujer con voces de apelación y discernimiento. Esta poetisa, de resoluciones muy específicas piensa desde el poema, y refrenda sus temas con la calidad apelativa de su palabra. De las más recientes, me ha interesado la palabra sucinta y flexible de Jacquelin Golberg, que practica una suerte de notación vivencial, la capacidad de nombrar la emoción amorosa desde un dramatismo terso, que distingue los poemas de Maritza Jiménez: el saber ritual atávico del poema en María Isabel Novillo y cierta elocuencia confesional, desasosegada y herida en la poesía sin pausas de Miyó Vestrini. Se que hay otras versiones valiosas, y no pretendo hacer un recuento; pero ¿cómo no dejar constancia del rigor, el riesgo, de poetisas coro Verónica Jaffé y Patricia Guzmán? ¿Y cómo no reconocer que todo comienza con la palabra raigal de Hanny Ossot?
Leer poesía escrita por mujeres no es distinto a leer poesía escrita por hombres, y la sola distinción es odiosa. Pero como el mejor ejemplo es siempre la excepción, el caso de Sor Juana Inés de la Cruz es magnífico: escribió desde su posición de mujer, asumiendo su identidad histórica y social como una revelación sobre el mundo que le tocó en desgracia, con drama cierto y agudísima ironía. Algunos bárbaros prelados creyeron que siendo genial no podía ser mujer sino un hombre a medias, un monstruo no sólo del ingenio sino de la Naturaleza. De modo que la marca (no la biológica, sino la fisura en la construcción ideológica de los géneros) se hace diferencia cuando la poesía así lo asume, más que temática posicionalmente. Hay algo más (no algo menos) que ella (y no él) puede decir al habérsele atribuido ese parte pronominal (ella) que reparte los roles en el mismo espejo. Le debemos mucho al valor de esa palabra de la interdicción.
Como latinoamericano, no habría uno salido de la barbarie si no fuese por las lecciones democratizadoras de la vida cotidiana que emprendió, desde los años 60 el feminismo, con más suerte en unos países que en otros. No es que el machismo haya desaparecido (al contrario, ha recrudecido) pero se ha hecho aberrante gracias al coraje de estos grupos de mujeres. En lo que se refiere al Perú, no es casual que poetisa como Blanca Varela y Rocío Silva Santisteban escriban con una violencia interior tan cáustica como subversora, que atraviesa el lenguaje para volverlo al revés y revelarnos la trama de las contradicciones.
Lejos del lirismo femenino discreto (instaurado por las puntillosas poetisas uruguayas del medio siglo) leemos hoy una palabra muy poco disforzada: desgarrada pero irónica, obsesiva pero actual, abrupta a veces, pero siempre específica. También las formas se han diversificado mucho más allá de la estampa marginal reflexiva, hacia texturas de habla callejera, de imprecación y de distanciamiento, pero siempre con destreza formal y sabiduría en el exceso mismo. Para quien quiera leerse en estas nuevas demandas, doy un mínimo ABC de esta libertad:
De México: Ana Belén López, Adriana Díaz Enciso.
De Cuba: Reyna María Rodríguez (una de las de mayor aliento y riqueza formal entre las poetisas latinoamericanas de hoy).
De Chile: Malú Urreola, Nélida Prado.
De Perú: Carmen Ollé, Rocío Silva Santisteban, Giovanna Polarollo, Patricia Alba.
Nunca antes un conjunto de esta calidad había coincidido en abrir por dentro el horizonte de nuestra poesía. Conocer mejor a estas poetisas es una necesidad de la sobrevivencia adulta este fin de siglo.
De este linaje es la poesía de María Auxiliadora Álvarez. Su hermoso nuevo libro reclama la presencia de lo “Inmóvil” esto es, de lo contemplado en su fijeza.
Allí donde el objeto se hace más intensamente certero. Desde Eliot, la quietud es otro movimiento perpetuo, de lo vivo absorto. Desde Lezama, lo fijo es lo privilegiado por la semejanza revelada como imagen. Además, Inmóvil sugiere el puro milagro de una palabra que flota fuera del lenguaje, en el vacío de su desaparición libre. Lo vemos en este ejemplo para releer:
La rosa
tiene
vértigo
de la quietud;
el lento
trabajo
de morir.
María Auxiliadora lleva el signo de las mejores poetisas: nos dejan inquietados por la conjura de un puñado de palabras.