La poesía de María Auxiliadora Álvarez como imperativo vital

Por Juan Carlos Abril

  • ABRIL 1, 2021

 

Las asociaciones lingüísticas y fonéticas de la poesía de la venezolana María Auxiliadora Álvarez, en unión con otros semas y sobre todo adjetivos, segmentos y sintagmas en contacto con otras estructuras sintácticas –sin desdeñar sugestivas particularidades métrico-musicales y ciertas aglutinaciones en torno a diversas significaciones–, redefinirán las palabras, las refrescarán de un determinado lastre social y se situarán en otra perspectiva. Para que esta operación se lleve a cabo, la poeta se despoja de encadenamientos lógicos o clichés, desautomatizando el lenguaje de combinaciones fosilizadas, lexicalizaciones y reminiscencias. No establece tópicos lazos, habituales conexiones entre los términos, sino que busca otras uniones, liberando de este modo al signo lingüístico tradicional de su lastre establecido o histórico, lavándolo –libre del peso de las adherencias rutinarias– y poniéndolo en una nueva, entiéndase otra, dirección semántica. La tradición, sin embargo, no deja de estar presente –en especial ciertas referencias constantes, a modo de indicadores, como san Juan de la Cruz, a quien dedicará no pocas páginas de estudios e investigaciones en un magnífico ensayo titulado Experiencia y expresión de lo inefable. La poesía de san Juan de la Cruz (Álvarez, 2013)– junto a la experimentación propia de la vanguardia, como ya señaló Elsa Cross (2015, p. 244). De entrada, se podría considerar como núcleo genético o motor de la poética de María Auxiliadora Álvarez una clara conciencia que nos sitúa ante una experiencia lingüística que se traduce en experiencia textual reflexionando sobre el propio texto, la palabra y la poesía de manera metalingüística, metatextual, metapoética y metaliteraria. Así, en el poema homónimo del libro «Piedra en :U:» –que no alude más nada más y nada menos que a la lengua– los sonidos y los significados, la forma y el contenido intrínsecamente indisolubles se reservan en la boca, en la lengua, se congelan y se petrifican a la espera del momento oportuno del decir. Ese momentum que puede llevar mil y un vericuetos, la pérdida de un fin de semana en la búsqueda heideggeriana de un adjetivo, la poeta como pastora del ser, pastora del lenguaje que no tiene domingos ni días de descanso hasta que encuentra, rescata, define o recupera esa palabra exacta, el nombre exacto de las cosas, que dijera Juan Ramón Jiménez apelando a la inteligencia poética: «Para que / un día / esa piedra / en :U: / de la lengua / congelada // pueda / alimentar / otra vez / tal vez / al parlante / sobreviviente». Esta piedra, como señala Ignacio Ballester Pardo (2020), «simboliza por un lado la incógnita, el obstáculo, la tapadera; y, por otro, la agresión, la naturaleza violenta en manos “humanas”: la lengua muerta». Esa espera debe observar –y asume– sus protocolos: «Lo mirado no espera ser mirado / entiende la pausa / la cólera / la muerte // y dice: no pasa nada / (gesticulando)».

En efecto, hablar es una suerte de supervivencia, y más todavía para una poeta que se asoma temerariamente a los abismos rilkianos. La poesía se concibe como resistencia, pero sin suponer estancamiento y atrincheramiento, sino re-existencia, método de depuración y análisis, valoración y meditación. Es un riesgo, una apuesta y un desafío. Podría decirse, en palabras de la propia María Auxiliadora Álvarez en una entrevista, que su poesía genera conciencia acerca del «riesgo de la inmanente inutilidad del lenguaje» (Zuccaro 2016), por lo que su obra se configura como un imperativo vital: «Que no digas que ese árbol / extendiéndose / sobre la puerta de mi casa / se parece a la muerte // que no lo digas // que no digas que ves mi silueta / debajo o detrás / tapiada por él / que no lo digas». No en vano Elsa Cross (2015, p. 245), refiriéndose a la venezolana, habla de «una decantación de la experiencia vital». Nuestra autora «canta a aquella frágil debilidad que nos sostiene del árbol y cuya voz se arriesga a anunciar e informar a los lectores que es esa precisamente la marca de la vida» (Almela, 2006, p. 11).

Su tensión terminológica, los campos semánticos que se ponen en juego en su lírica, nos abocan a una reconsideración del decir, el dictum y, por tanto, del propio poema, de la concepción que poseemos de la poesía, la cual se encuentra en lo oscuro. A veces incluso parece surgir su poesía del espesor del duermevela, de la lectura o interpretación de los sueños (Peyrou, 2020, pp. 186-187), y mucho tiene que ver con cierta fuerza o energía oracular que la guía. Una llama de amor viva. En cualquier caso, la poeta debe rescatar su voz de la oscuridad, pero esa labor nos pone frente a una experiencia textual única, no vivida antes en ningún lugar excepto en la composición misma, en el instante de la lectura. Porque la poesía no reproduce emociones sino que las inventa, y la obra de María Auxiliadora Álvarez garantiza una descarga única, singular e intransferible que nadie puede vivir por otro, ya que nadie la ha experimentado antes: no aludimos a emociones o experiencias trilladas, ya sabidas, sino a creación en el sentido más estricto y austero del término. Nuestra poeta es consciente del legado que recibe y comparte, ya que participó activamente en la renovación poética de la época:

Las poetas hispanoamericanas de la segunda mitad del siglo xx que abordaron el tema materno produjeron una fuerte detonación revitalizadora dentro de la cultura femenina del continente, presentando a viva voce el antiguo reducto de la maternidad como un nuevo acontecimiento incorporado a un individuo integrado, con su miríada de significados factuales y potenciales y desnudos de cosméticos y suavizantes. Las múltiples y variadas concomitancias que emergen de este tipo de texto en Hispanoamérica implican un estremecimiento de la subyugación biológica (hacia adentro) y de la subyugación histórica (hacia fuera), desde el fundamento de sus bases. Y, aunque muchas veces se rechazan los paradigmas de las convicciones individuales considerándose inoperantes dentro de mecanismos colectivos homogéneos, estas convicciones resultan indispensables en la concreción de cualquier autonomía (incluyendo la de la identidad femenina), pues una conciencia de oposición solo puede nacer de las propias convicciones y condiciones, incluyendo las biológicas, a fin de detonar desde dentro las bases del estatuto social que intenta (in)determinar la existencia (Álvarez, 2017, pp. 167-168).

Como vemos, la intensidad de su pensamiento discurre de modo paralelo a su poesía, poniéndonos delante de un territorio inexplorado. Si el mundo se concibe como posibilidad, como plantea Emilio Lledó, de igual manera la poesía es aquí posibilidad. Si la poesía es creación, la poeta es doblemente creadora porque tiene la capacidad de parir y concebir poesía. «Si el cuerpo se presenta desmembrado a través de los textos de María Auxiliadora Álvarez, especie de mirada angustiada en torno de lo que hay en el quirófano, la maternidad se experimenta a partir de un abandono, un vacío corporal reflejado en la mirada vaga», afirmaba Juan Guerrero (1986) a propósito de Cuerpo, el icónico título de nuestra autora; «Cuerpo abierto» (Crespo, 1983) pero también «cuerpo como escándalo» (Rojas Guardia, 1985), o sea, lecturas amplias y abiertas que se desgajan de la escritura y la lectura de poesía, siempre polisémica. Nada hay más místico que el cuerpo, nada más misterioso o espiritual: «Lo brusco es el punto ciego del espíritu / su necesidad de separarse» (de El eterno aprendiz), pues marca el tránsito de la vida a la muerte cuando abandona el cuerpo, aunque asimismo de la vida a la vida, una vida que fecunda otra vida, y más al desgajarse el neonato del vientre materno… –«doble procreación», escribió a propósito Santos López (1985, p. 3)–. Mucho y bien se ha escrito sobre la maternidad en la obra de nuestra autora, de la temática matricial de una parte de su poesía.[1] Reunir los fragmentos del mundo, fundir líneas de fuga, acrisolar la mirada, agavillar las experiencias y sensibilidades, descubrirnos un paisaje nunca antes visto, nunca antes visitado, es sin duda el cometido de todo buen poema. Pero el locus amoenus se ha convertido en un locus displicentis, un Páramo solo, un lugar emblemático habitado por el vacío, por la ausencia y, finalmente, por la muerte. Un lugar para el no ser, un lugar para el no. El personaje que escribe y el que lee –que acaban fundiéndose, como estamos viendo– son lo que son por su conciencia rebelde, su herencia romántica, su profundo pensamiento crítico que les aboca a decir no.

Más que una postura crítica o de una renuncia avalada por el no, como quería Camus (1982, p. 21), se trata de la existencia de una frontera en cuanto a la rebeldía de índole social, del individuo frente a la sociedad, que podríamos desarrollar no solo en cuanto a una ética estética sino sobre todo a una estética ética, una actitud ética ante la estética y no al revés, como tradicionalmente se suele presentar, dándole prioridad a la primera parte del sintagma. Habría que considerar en última instancia una insurrección solitaria, que diría Carlos Martínez Rivas. «El pensamiento quiere estar solo», afirma nuestra poeta al inicio de El silencio El lugar, porque la poesía necesita aislarse del ruido, la poesía necesita reflexión. La conciencia poética, en este caso, impulsa a la poeta a no estancarse, a buscar, a indagar, a no quedarse en la poesía fácil –en la «máquina de trovar» que comentara Juan de Mairena–, impulsándola a un tanteo incesante, con la incomodidad que encarna no dar nada por hecho, no aceptar muletillas ni sentimientos ya experimentados, ya vividos o transitados por otros. La poesía exige como estética no bajar la guardia, y esa es la ética de la poeta. De ahí la inversión del binomio, esa estética ética.

En Páramo solo, por ejemplo, la venezolana dialoga con un familiar querido muerto. Nos aventuramos hacia un tránsito, hacia ese lugar denominado «páramo solo», un lugar obviamente poco hospitalario. La importancia de la familia en la poesía de María Auxiliadora Álvarez ya ha sido señalada, entre otros, por Julio Ortega (2009, pp. 9 y ss.). Y llama la atención cómo dialoga con ese ser amado, muy cercano y lamentablemente ya muerto, que se halla en esa suerte de no lugar –como indicó Marc Augé–, en este caso abstracto pero textualmente material. Se trata, y conviene subrayarlo, de una zona tarkovskiniana de arenas movedizas, una no man’s land de estirpe eliotiana, tierra baldía sin límites, un no lugar por excelencia donde todo lo sólido se desvanece en el aire (Berman), disuelto en «vida líquida» (Bauman), intersticios por donde se filtran las grandes preocupaciones que asolan la conciencia de la poeta, por donde se escapa la vida, por donde asoma la poesía, una suerte de tierra de nadie o territorio que es, sobre todo, el lugar de la creación, el espacio de la reflexión poética. Las cuestiones metaliterarias –no podían ser menos, pues destaca en esta poesía el pliegue y el repliegue de la reflexión que siempre va más allá– están al orden del día, y podríamos leer muchos poemas, pasajes o fragmentos al respecto. Un no lugar que remite directamente a una realidad nómada, que se mueve, y al cuestionamiento de las identidades monológicas e inamovibles, empezando por las identidades literarias y terminando por cualquier esencialismo reduccionista: la poesía de nuestra autora soslaya el pensamiento racionalista no porque no sea eficaz, o verídico, sino porque la poesía se ocupa de esas otras cuestiones que se escapan a la lógica cartesiana. No hay que «separar la razón de la intuición, como lo hizo Occidente», recalca la propia María Auxiliadora Álvarez (2017, p. 15). Y podríamos adentrarnos en discursos rizomáticos, con Deleuze, para analizar la complejidad de lo que hablamos. Como tal, a veces resulta una realidad incómoda, ya que no se ajusta a las coordenadas del utilitarismo. La polisemia es un atributo de las palabras y, por consiguiente, de la poesía. Las palabras no se reducen a meras definiciones del diccionario, no apuntan a un solo significado. No solo los diccionarios son incapaces de explicar lo que sucede en el no lugar –del presente o del pasado–, sino que el carácter incomprensible de esa realidad va más allá de cualquier explicación racional cercana a una lógica estable. Quizá por eso Julio Ortega (2019) defina este no lugar como exilio en nuestra poeta, porque el exilio es no encontrarse en el lugar donde te encuentras y echar de menos el lugar del que vienes, no poder sentir como propia la pertenencia.

La ruptura con el sentido común aquí se plantea como el eje donde gravita el conocimiento. La ruptura con el objetivismo se convierte transversalmente en uno de los emblemas de esta obra, que se repliega activa. Nada hay más insensato que el sentido común para justificar lo que comúnmente suele ser un atropello. Así, la poesía se transforma en denuncia, no como libelo o propaganda, sino como manifiesto o explicación de lo que acontece, desarrollo ideológico de lo que sucede, de la realidad que nos configura, pero no desde un lenguaje matemático, sino con las herramientas de la lírica y, a partir de ahí, queda en manos del lector, que despliega sus dispositivos hermenéuticos. La conciencia se erige en el ring donde se dan cita todos estos debates y combates, una conciencia crítica que no se deja avasallar por el pensamiento único y totalizador de la sociedad capitalista de consumo y tecnológica que tiende a homologarnos como si fuéramos productos en serie, obviando nuestra individualidad. Quizá, por eso en el poema «Pompeya» asistimos a ese no lugar donde las ruinas fantasmagóricas se alzan como vestigios mudos de un tiempo detenido y los cuerpos calcinados y petrificados ejemplifican una suerte de reducto inmóvil, de traslación espacial a lo largo de los siglos, extraña e incluso terrorífica pero con todas las grandezas, su esplendor de época, y la miseria de la impotencia de quedar atrapados en una cápsula del tiempo, estableciendo un diálogo ucrónico con el presente, superponiendo planos temporales, con la muerte del padre: «Mi corazón había sido destruido en Pompeya // el sol hería de nuevo / las grietas del mundo estallado // pequeñas piedras pulidas / reflejaban todavía / la luna de ayer // y yo pude reconocer / el cuerpo de mi padre / entre los escombros».

El silencio El lugar es ese no lugar porque el silencio representa lo contrario a la poesía. Y si bien es cierto que la poesía necesita el silencio y la soledad para nutrirse de ellos, después emerge hacia la superficie en forma de palabras compartidas. Se apunta que esta «poesía, con el paso de los años, se ha ido depurando de elementos formales, tipográficos e incluso de palabras, logrando efectos máximos con elementos mínimos» (Penalva, 2016, p. 6). A través de la poesía se podría decir que se sortea el no lugar al que estamos abocados. Pero no solo a través de ese método, sino también a través de la pérdida de la individualidad, de la borradura de la individualidad que nos permite conectar con el otro, con la otredad. En Páramo solo, de hecho, la voz autorial enuncia versos tan lúcidos, tan desprovistos del yo como «ella está acostumbrada», «así es mi madre» o «ya sabes lo que pienso de ella / y lo que ella piensa de hablar», en un discurso dialógico donde se desemboca en que «el páramo te va a hablar», resolviendo felizmente el no lugar en un lugar, el silencio en comunicación, a través de la poesía.

Sin duda que la poesía se establece como ejercicio de altruismo y alteridad fundacional en la transferencia, olvidándonos de nuestros propios sentimientos y emociones para que otros sentimientos y emociones entren en nosotros, nos penetren, como una suerte de agresión hacia nuestra integridad, que nunca volverá a ser la misma tras la experiencia lectora. Porque nuestra integridad sufre al abrirnos a la otredad, al borrar nuestra individualidad y dejar que nos traspase el otro… Compartir unos sentimientos ya manidos, ya trillados por otros, como los que vemos en los medios de comunicación de masas, eso no tiene mérito ninguno porque es de fácil digestión. Pero entrar en otro mundo significa olvidarse del propio –y somos reacios por naturaleza– en una operación sacrificada y dolorosa, no exenta de aprendizaje y educable, puesto que también se puede aprender a vivir en la otredad. En el fondo, la tarea responsable del poeta es esa: arrancarle a la vida su página de poesía, trasladarla en palabras y prepararla para ser transferida a los lectores, en la libertad de entender la responsabilidad como le parezca. Es un concepto amplio que, en un mundo de estupor, en este Paréntesis del estupor en el que vivimos, se entiende de manera flexible: «Desarrollar no es cumplir», escribe acertadamente nuestra poeta.

Un poema es algo distinto a contar historias que emocionen porque la poesía no se desarrolla en territorios ya explorados sino que explora ese lugar o territorio donde nadie antes ha llegado. T. S. Eliot no abogaba por contar emociones, cuantas más –o más truculentas– mejor, con lo que se incurriría en la conocida falacia detallando historias muy cargadas de emoción: por ejemplo, sobre un emigrante que pasa muchas fatigas o una anciana desahuciada. Los ejemplos no faltan. Eliot hablaba de que el poema debe ser emoción, transmutar (Pujals Gesalí, 1990, pp. 30-31) la emoción y convertirse en emoción misma. El texto como corriente emocional, como stream, o dicho de otro modo: vías purgativa, iluminativa y unitiva, ese es el raptus poético en el que se sumerge el lector pero que también transmite el texto desde su autonomía e inmanencia. Podríamos decir borboteo, nacimiento desde el manantial, corriente telúrica que aflora. Por tanto, al lector le llega la emoción viva, la vibración, el caudal del estremecimiento, el temblor del proceso que es descubrimiento, emoción nueva, no vivida antes, es decir, no vivida nunca antes fuera del poema: «Esas ramas que de lejos / parecen unidas // y semejantes // (en extensión / en aglomeración / en nudillos) / De cerca / cumplen distancias / insondables: / que nunca / se han rozado / en el temblor».

Este estremecimiento o escalofrío es algo decisivo –una lección fundamental–, pues diferencia la poesía que nos interesa –mientras que podamos diferenciar y elegir– de la que no: no hay en ningún caso una verdad anterior al texto, como ya advertimos más arriba. Eso es, en buena lógica, la experiencia poemática de la que partía la poesía de la experiencia en Langbaum, y que Borges como buen lector de poesía inglesa asimiló bien, una concepción cerrada en la que el poema –desarrollándose– completaba en sí una historia. O Cernuda, por supuesto. Pero la anécdota no tiene por qué estar basada en la cotidianidad. Recordemos los impresionantes poemas mítico-heroicos de El inocente (1970), de José Ángel Valente. No en vano los estudios sobre Valente de nuestra autora son tan decisivos (Álvarez, 2017, pp. 271 y ss.). En el sentido apuntado, la emoción se descubre al leer el texto, es decir, no existía antes…

El poema aquí se concibe como proyección de sí mismo, lenguaje proyectado, aunque la primera lectura se enfoca desde y hacia ese sujeto que dialoga consigo mismo y que maneja las posibilidades de la enunciación. Un sujeto camina con paso incierto por un lugar extraño, nómada e inestable, estableciendo un correlato objetivo con la otredad, con esa persona que se va o que se ha ido, que anda en tránsito, en ese no lugar. El nomadismo es la constante de estas identidades cambiantes. En palabras de la propia autora, deconstruyendo los discursos de la identidad: «Walter Mignolo y Ángel Rama se han enfocado en distintos periodos históricos para concluir en cada cabo (siglos xvi y xx, respectivamente) que los discursos de la identidad y la conciencia social en Latinoamérica han subsistido en forma paralela pero desunida. Tal vez algunas de las claves de estas uniones y separaciones se encuentren demasiado a la vista para ser percibidas» (Álvarez, 2017, pp. 404-405)

Todo se mezcla y se establece sin orden, la identidad del personaje se amalgama en un conglomerado de estímulos y sensaciones, he aquí Las regiones del frío, del escalofrío, del estremecimiento, de la hipersensibilidad. Todo llega al mismo tiempo porque la poeta mantiene sus sentidos intactos y porque ella, al igual que el personaje de ese ser querido muerto, en tránsito, vive en el poema y toma vida a través de la creación: ahí reside, todavía con fuerza, en una identificación del frío de ambos que los une. El personaje está «acostumbrado a escuchar», es decir, acostumbrado a ponerse en el lugar del otro, a desasirse de su yo, que es justamente lo que sucede cuando morimos, y de aquí que se establezca un paralelismo con la muerte, que está ahí o se acerca, en cualquier caso, a nosotros. La conciencia del poema permanecerá, la certeza juanramoniana de la palabra poética que posee su propia conciencia seguirá estando viva, es ese ser amado, ya muerto, que habla, su personaje en el que ha entrado la voz autorial, en el que hemos entrado todos a través de la lectura. Eso no lo podrá anular nunca la muerte, puesto que la imaginación, aunque fugaz, conserva en la poesía y en su escritura un camino de materialidad y permanencia inextinguible. Y ese mundo poético con una conciencia propia solo ha sido posible porque el yo de la poeta se ha proyectado en el poema, ha creado un mundo paralelo donde la alteridad cobra una entidad sólidamente construida. El proceso o procedimiento dialógico por el que ha llegado hasta ahí es su mejor aval. Hablar con uno mismo, negociar con uno mismo, equivale a convivir con nuestra propia proyección. Quizás en el otro –sea un yo proyectado o una alteridad– no hallemos la solución definitiva ni la verdad última de nada, puesto que las soluciones o las verdades como tales no existen, pero sí al menos nos reconoceremos de algún modo y nos servirá, de manera transitoria, para disfrutarlo. ¿Es esa la belleza que nos proporciona la poesía? ¿Es esa la verdad que nos devuelve? La poesía sigue siendo una forma lúdica de conocernos a nosotros mismos y al mundo. Por eso se contempla ese paisaje inhóspito, ese páramo solo, estableciendo un correlato objetivo con el sujeto que lo contempla, asumiendo desde el propio texto la conciencia de permanencia y estableciendo una retrospectiva de lo que el paisaje ha supuesto en la trayectoria de la poeta, que no habla «por compasión» o que, cuando lo percibe, se rebela ante su propia voz: «Hablabas “por compasión” / desde tu propia agonía // hasta que el ronquido de otro estertor / tomó posesión / de tu voz». No se trata en ningún momento de una voz benévola o indulgente consigo misma, sino todo lo contrario. Quien se considera una eterna aprendiza es imposible que no asuma esas premisas como axioma, lo cual no significa que no pueda contemplar el mundo exterior, las cosas, y sentirse reconfortada: «Ya / no se escuchan / voces // en este jardín // al cactus / de la intimidad / le ha nacido / una flor».

La poesía de María Auxiliadora Álvarez no es un cúmulo de acontecimientos, más bien a medida que se lee descubrimos una secuencia de visiones. Es esencia y símbolo, y no se trata de la corriente que trabaja con el simbolismo, no va por ahí, es ante todo un tiempo mucho más largo, que va de las cosas a su significado intrínseco, a su símbolo, abandonando la palabra, me atrevo a decir, abandonar el medio de expresión, para alcanzar el grado de confianza pleno en el hecho creativo (Häsler, 2016).

Lo pequeño es hermoso, como titulaba el clásico Schumacher. Y no debemos confundir cotidianidad con coloquialidad. En la poesía de María Auxiliadora Álvarez no se renuncia a la cotidianidad, se apuesta fuerte por la vibración del presente, las pequeñas cosas, los detalles y los matices. Sí, quizás a consecuencia del conocimiento, su voz se aparta de la coloquialidad, del realismo plano, siempre con la certeza de establecer un vínculo con el lector –conectando con él a través de la poesía en Un día más de lo invisible–, que no repara en lo obvio porque la poesía no surge de lo obvio, sino que emana precisamente de desentrañar aquellas circunstancias que nos punzan. Nos despierta y zarandea de una individualidad neoliberal que ya ha perdido la predisposición al asombro, insensible y cínica, de vuelta mallarmeana de todo, sin capacidad de sorpresa.

Por eso mismo, se diría en muchas ocasiones que el pasado no es importante en esta poesía, o no determinante para interpretarla, por cómo se nos expone, porque se plantea como una partitura del presente, de la intensidad del momento, de la alegría guilleniana –cántico– del vivir. No es que el pasado no sea importante, porque no hay aprendizaje sin memoria, y la experiencia poética de María Auxiliadora Álvarez es una continua lección de cosas. De hecho, «la herida tiene cuerpo en la sonoridad de la memoria» (Hernández, 2009), en lo que resuena pero no se escucha –o se expresa como conmiseración o patetismo en la mirada– ni busca epatar al lector a través del dolor –«el dolor es lo único que se transforma en ganas de vida, en ganas de cambio» (Fidalgo, 2010)–. Por el contrario, se simboliza en «lo pleno», mostrándose colmado en el vacío, reverberante de voz, ahíta de sí: «Lo pleno / que tal vez / se encontraba / habitado / por el silencio». La dialéctica voz/silencio nos devuelve al presente, a las posibilidades del mundo y de la enunciación, a la creación poética que necesita una y otra vez renovarse, actualizar la experiencia textual, esa experiencia antes no vivida por ningún otro lector o ser vivo. La poeta escribe «para los muertos», escribe para los que se han ido, desde ese diálogo inconcluso –esa conversación inacabada, que dijera Hölderlin–, aunque quizá por eso nos dice también que cuando ancla su pensamiento en el recuerdo, «sobre las imágenes fijas / de la memoria / gravita la sombra / de un péndulo / en forma de cadalso». No es que el pasado no tenga importancia, porque sin él no somos quienes somos, sin él no somos nada, no adquirimos significado en el presente, sino que un pasado melancólico y las lamentaciones clásicas de los tópicos solo sirven para torturarnos en forma de cadalso. La poesía de María Auxiliadora Álvarez es una incesante búsqueda del presente, de la palabra que nos redime de la fugacidad de nuestra existencia, si es que eso es posible. Como una revelación o Resplandor, «detrás de las ramas / inmóviles / oscuras // está la mañana». Es la mañana imaginada, esa que viene después de todos los sucesos, esa que renueva el ciclo lumínico de la existencia, el ciclo vital de los seres humanos, que nos lava de la noche y de la oscuridad, y que viene a revivir el mundo. No solo la noche oscura y dichosa sanjuanista, sino sobre todo la noche como negación de la luz, a la que sucede la mañana. «La materia ígnea del verso o su pre-historia, antes de hacerse poema, espera en agitación y gimnasia continua; y su entrenamiento es la negación; es decir, una forma de ir contra sí misma. Entonces la palabra comparece ante sí y deviene una entidad extraña ante sus propios ojos» (Barja, 2017, p. 429).

Vamos a concluir, no sin antes recordar que la composición homónima del poemario Sentido aroma, que aún se encuentra inédito, da buena cuenta de esa relación entre las sensaciones, a modo de texturas, y la estructura formal. Como indicamos en su día (Abril, 2016), se trata de creación y evolución, anagnórisis que aporta conocimiento tras una profunda revisión de «la prosa del mundo», es decir, de «las cuatro similitudes» del Foucault de Las palabras y las cosas, revisión que rehúye del pasado o de los ejercicios de rememoración vacuos: «Flor cortada: // tu perfume duradero / ¿es de ti? / ¿o es de tu herida? // La memoria por venir / es una hoz en espiral // ¿caerán de nuevo las cabezas del jardín? // mi casa y mis ojos / han visto más / sangre de árbol / por paisaje // y sentido aroma».

NOTAS

[1] Para la inclusión de María Auxiliadora Álvarez en una panorámica de la poesía venezolana contemporánea, especialmente la escrita por mujeres, véanse, por ejemplo, entre la ingente bibliografía: Varderi (1992), Gackstetter Nichols (2003), Zambrano (2004), Pérez López (2005) o, más recientemente, Paniagua García (2017). Además, María Ángeles Pérez López (2020, pp. 367-383) ha desarrollado y revisado con amplitud el tema de la maternidad y sus tópicos en nuestra autora.