Acepto, que duda cabe, pero también discrepo: ¿todo lo bueno que hay en el corazón, sí, supongamos que en el corazón del hombre, es hijo del dolor, como pensaba Sören Kierkegaard en alguna epístola a Regine Olsen, aquella joven de 16 años, quien finalmente contrajo matrimonio con Fritz Schlegel en 1847? El dolor amoroso también puede convertirse en un estímulo para la creación no sólo literaria, fue lo que sucedió con Kierkegaard. En vez de secarse los impulsos vitales, como por arte de magia bendita, dieron origen a las escrituras de raigambre estética y filosófica, desde aquel surtidor de luz y sombra constituido por el recto y sinuoso arte de la palabra que es capaz de reflexionar y de alumbrarnos, poéticamente, desde las profundidades donde se origina su transcurso. Algo semejante sucede en la entrañas del mundo poético de Félix Suárez.
Entre las páginas del nuevo libro de Félix Suárez todo es antiguo y todo es nuevo. Un poco más de treinta años respirando desde el vientre materno de la Otra Voz, así es, como le gustaba decir a Octavio Paz. Una voz múltiple de fundación o de nuevas visiones cuya principal virtud es iluminarnos por dentro y por fuera. También la noche es claridad (1984-2015) se titula esta obra. Esos opuestos alimentándose desde el Génesis —¿o incluso desde antes?— Si el arte más o menos impuro de la memoria no es infiel, diré con regocijo, que la respiración de Félix Suárez, desde el fondo de la escritura, no es más que la proyección de su propia arte poética. No sabe lo que busca afortunadamente, allá en el principio, pero no se rinde y tampoco interrumpe aquel vuelo tan suyo que va buceando hacia la búsqueda de la esencia de aquellos sentimientos humanos cuya principal virtud, aunque suene a paradoja, es el buceo con rumbo más o menos preciso; vale decir titubeante, iluminado, casi a ciegas. Las profundidades donde aún respira la criatura humana, allí donde el todo y la nada parecen a punto de extraviarse en un mar de luz y de sombra, como ocurre en la travesía del amor.
El que vivía en paz descubre a través de la ventana “Que oscuro / y triste / y sin sentido / se va poniendo el mundo”. El niño es amigo de los pájaros, los alimenta como puede y desde lo alto observa “ las disputas que tejían mis tías con grandes voces y manos, como si fuera una madeja de hecha de hilos y savias rencorosas, envenenadas”. El poeta se despide y pareciera que no hay más remedio que cultivar el arte de la despedida… ¡Ah, esa diminuta luz con la que el día se despide!
Es el mismo espíritu de otro de los poetas lírico-esenciales de nuestro idioma: me refiero al maestro y amigo desde la juventud, Jorge Teillier; sí, aquel del país del nunca jamás, quien ya se exilió para siempre de ese mundo de locura ingobernable. Pienso que en un texto como el dedicado por Félix Suárez a la memoria del inolvidable Luis Cernuda, podría haber sido escrito o más bien reescrito, sin cambiarle una coma, por Teillier, quien admiraba a Cernuda. No, me resisto a la tentación de citar íntegramente versos tan hermosos que evidencian la grandeza espiritual de su creador. He aquí esa visión inolvidable: “De las amplias potestades del aire, / de las plazuelas en las que tomaba / el sol en el verano, / de los jazmines, sí, /de los insólitos jazmines, / se aleja el cuerpo ya / ─ dolorido cuerpo─, / como el que abandona su casa un día, / con un pájaro desangrado / entre las manos”.
Se va cayendo uno, en su calidad de lector, desde las alturas de la piel hacia las profundidades del alma, paso a paso, sin hacer ruido, como en puntillas. Sépanlo una vez más: Félix Suárez es un auténtico artista de la palabra y, como tal, no tiene remedio gracias a Dios, y para fortuna de quienes lo admiramos y queremos desde el siglo XX, —¿casi desde el XIX?— ¡Ay Dios mío, sin parecer que todo hubiera ocurrido en el siglo pasado, cuando el tiempo se detuvo y nos regaló a ese singular artista de la palabra!
En el reino sin monarquía absoluta de lo formal, se advierte un fraseo muy libre, pero sin que desaparezcan las combinaciones sonoras, aun cuando el aspecto visual es evidente. Además de ser una criatura, o más bien un animal rítmico de refinado control estético, Félix Suárez tiene la virtud de equilibrar lo antiguo, sí, lo grecolatino con lo moderno o tal vez lo posmoderno. Lo asombroso de este juego es el producto, sí, el vaivén de un alma muy antigua y muy moderna, en el reino sin monarca de la otra voz, por fortuna, en el reino de la poesía, todo es posible en una suerte de tiempo históricamente único, donde todo sucede por primera vez, he aquí la gracia, pero de un modo eterno. Cuánto quisiéramos que también los mortales de carne, espíritu y hueso, se acercaran a esos reinos múltiples y sin monarca —gracias a Dios o a quien sea—, donde palpita desde los orígenes el Arte de la Palabra. En el principio genésico de nuestro mundo que en verdad nunca ha sido nuestro, por fortuna existió el canto, la expresiva palabra rítmica de los aedas. Vislumbro a Félix Suárez, paso a paso, línea a línea, de verso en verso, caminando y creciendo junto a ellos con una sonrisa más o menos enigmática en los labios.
Uno siempre se repite y Cayo Valerio Lavín Cerdus, alias Vuestro Inseguro Servidor, quien tampoco puede huir de las visones más antiguas y, tal vez por ello, más modernas o contemporáneas. Se congratula por haber tenido la suerte de observar bajo el asombro dela lupa, esas escrituras tan antiguas y tan modernas o posmodernas, aun cuando no sepamos muy bien donde empieza y dónde acaba lo clásico y lo moderno. Cierto es que en el reino del arte coexiste y se alumbran o alimentan entre sí todos los tiempos. Catulo convive con Jaime Sabines o con alguno de los Neruda —no hay sólo uno— o incluso con Nicanor Parra, quien por cierto ha preferido irse del brazo del habla popular y no del soplo romántico-modernista.
Ahora estoy a punto de hundirme para siempre en los brazos de Clodia, a quien le diría que el maestro de maestros don Rubén Bonifaz Nuño, lúcido poeta no sólo en México, que algún día nos enriqueció con sus enseñanzas y con su amistad, también tuvo sus aproximaciones a la dulce Clodia de los tiempos antiguos ¡Ay Clodia, la primera y tal vez la última, ¿seguirás quemándote por dentro con un calor de yegua que relincha en sus entrañas?! ¡Cómo hubiese disfrutado de estas líneas el inolvidable Gonzalo Rojas! También Ernesto Cardenal, a su modo y sobre todo en sus inicios, muy cercano a Catulo, a Marcial y a Propercio. Lo repito una vez más, puesto que uno viene también al mundo con la música de las repeticiones cadenciosas a partir del primer soplo, el de los orígenes. Voy entonces, ¿nos vamos o nos quedamos a la antigua, pero sin olvidarnos de darle una nueva vuelta de tuerca a la antigüedad grecolatina que nos acompaña por encima o por debajo del mundo, más allá de los mares que finalmente son el mismo mar? Voy, entonces, ¿nos vamos a latigazos abruptos, aunque no mucho, pero hermosísimos, apoyándonos en la luz, la media luz serena, aunque también convulsa, de nuestro viejo y siempre nuevo poeta latino en sus alumbramientos? Me refiero una vez más a ese artista de nuestro idioma que llegó por conquista y se quedó para siempre entre nosotros quien recibe el nombre de Félix Suárez desde antes de venir a este mundo de gran belleza y también ─¿por qué no decirlo?─ de locura ingobernable que parece infinita. Cómo negar que nos atraen y me dan miedo esta líneas convulsas que pertenecen al texto “Sísifo”: “Piensa en su vida: nada que salvar; / se hunde su casa”. Y poco después, ya en el final de ese texto: “Cierra los ojos un instante, / los abre una vez más cuando vislumbra ahí / ─ahogada en un gemido─ /la súbita inminencia del derrumbe”.
Así funciona el quehacer poético desde los tiempos más antiguos: vi-sio-na-ria-men-te. Hablamos de esto y apenas lo decimos, aparece lo otro: un flujo de luz palpitante. Genera entonces esa nueva realidad coloidal que pertenece al reino sin monarca de la poesía, allí donde la criatura humana, luego de bucear en lo profundo, sale a flote, sí, emerge milagrosamente desde la pulsiones de sí misma. El primer sorprendido es «el hacedor», para decirlo al modo de Jorge Luis Borges. El primero, aunque no el último. Lo que debiera venir enseguida es el milagro de los coautores, es decir, aquellos lectores con los cuales se completa el círculo o más bien el milagro de la creación estética. Todo lector activo es, a su modo, un coautor que no deja de dialogar con las escrituras que habitan ese lugar profano que es el poema: un nuevo ser que aparece junto a nuestros ojos y nos invitan a seguir el camino de las escrituras que son tan antiguas y tan nuevas, simultáneamente. El hablante o sujeto de esas escrituras se multiplica de un modo helénico, pero es la antigua Grecia la que emerge entre varios de sus personajes cuyo propósito es no ocultar el paso del tiempo que todo lo corrompe. No obstante, pareciera que tampoco es posible enfrentar con buena fortuna el poder omnímodo del tiempo. Pueden cambiar los nombres de los personajes recreados por un poeta de México en el siglo XXI, quien pudo haber nacido hoy, pero que gracias al toque mágico de la poesía es contemporáneo, —a su modo— de aquellos griegos que renacen y no dejan de renacer en las escrituras de Félix Suárez. Lo más probable es que el desliz pendular de los tiempos no se interrumpa a lo largo y a lo ancho de esta obra singular. Dice el poeta: “Mi cara de hoy, mi cara de antes. // De aquel hoy y de aquel antes / que ya no existen”.
Quiero insistir en un punto nodal: el poeta mexicano se aprovecha, en el buen sentido del término, de la antigüedad del mundo helénico para tocar las orillas de nuestro presente. Y ¿qué vemos allí, a través de un vaivén sinuoso y envolvente? Nada menos que la fragilidad humana por dentro y por fuera. El deterioro corporal no se interrumpe. Es ley de vida, como se dice. No son pocos los artistas que han profundizado en esta misma vertiente, aun cuando no sea a través del arte de la poesía. Pienso de inmediato en el pintor Francis Bacon, así como el filósofo no escolástico Emil Cioran, o en el dramaturgo Eugene Ionesco. Félix Suárez se grecolatiniza, se vuelve muy antiguo, pero a partir del hoy que no es más que un puente en sus escrituras. ¿Y cuál es la realidad que emerge de las aguas y sale a flote, verso a verso? Nada más y nada menos que la condición humana en su apogeo y decadencia. ¿Nostalgia, entonces de lo que pudimos haber sido? No me resisto a la tentación de escribir en su totalidad el poema “Vanitas”: «Que Sulcio, el asqueroso hijo de tribuno, / se beba mis impuestos en mi cara; / Que Rufo suelte flatos cuando engulle, / o que la oscura Servia, de córvidas pezuñas, / me abrace falsa y obsequiosa, / deseándome la muerte. // Aun eso, Lyvia, lo llevo / con esfuerzo y disimulo razonables. // Pero que el gordo Antipa te pretenda, / que el gordo Antipa te envíe flores / y azúcar y manteca de su establo, / eso, ardiente mía, / no lo permitas Dios, no lo tolere, / porque tampoco lo soporta, ay, mi corazón”.
Poco después se nos aparece con una pregunta existencial que estaría, y tal vez está palpitando en alguna obra del inolvidable Albert Camus, y no sólo de Camus. Con las preguntas de siempre, las del origen, que van y vienen por nuestro mundo que nunca ha sido nuestro, —¿por fortuna?— Suárez escribe: “Pero, ¿dónde está? // ¿Cuál es la salida? // Nada entiende esta mano / que busca a tientas, ciega de sí misma. / Sin respuestas”. Y poco después: “Escribo diariamente con el dolor a cuestas, a ratos, entre un informa y otro”, según confiesa en labios de Leoncio, el escribano, el sujeto textual y múltiple a lo largo del libro. Félix Suárez es y no es, multiplicándose desde aquella antigüedad grecolatina. Admiro su capacidad de ejercer el arte de la metamorfosis en cuerpo y alma. Buscan aquel espíritu de la antigua latinidad, de verso a verso, Suárez no hace más que proyectar en sus lectores la fugacidad de la vida humana y no sólo humana. Su escritura es la que habla para decirnos “tarde o temprano, Flavia, hermosa mía. / sabremos del dolor de huesos afligidos, / del polvo y la ceniza incontinente de la edad, / de la ardua tos de asfixia, / del súbito derrumbe / que ocurre cualquier día, por última ocasión, / con un estrépito callado de palomas”. ¿Cuál es la salida entonces, dónde está?, se pregunta el hablante que adopta varios nombres de la Grecia antigua.
Félix Suárez es un poeta, un hacedor de visiones, como hubiese dicho Borges; una especie de visionario transgeográfico y poéticamente muy lábil. El sujeto textual va multiplicándose a través de la técnica del desdoblamiento. “Yo es otro”, siempre fue y será otro, como hubiese dicho una vez Arthur Rimbaud. Ahora, sin saber cómo y por arte de magia —como funciona la creación poética—, se nos aparece durante el sueño, casi a punto de deslizarnos hacia el sueño nuestro de cada día; el poema “Don Trini”: un texto notable con algunos ecos de César Vallejo y Jaime Sabines, por fortuna. Todos somos discípulos y maestros o aprendices de maestros, simultáneamente. Pablo Neruda nos dijo alguna vez, no muy lejos de Isla Negra, allá en la costa de Chile, que todos tenemos el privilegio de ser discípulos y maestros simultáneamente. “Todos nos prestamos los instrumentos con los cuales les damos vida a la vida, es decir, al sombrío, milenario y luminoso Arte de la Palabra”.
Como el lector puede ver, o más bien trasver, cayéndose desde las alturas de la piel hacia el asombro del espíritu, Félix Suárez no tiene remedio, pero en el buen sentido de no tener, es decir, en el sentido luminoso, y todo lo va transfigurando hasta convertirlo, al fin, en el Arte de la Palabra. Lo que viene después es el misterioso fenómeno de la reescritura, pero dicho milagro corresponde a los lectores. Cada uno de ellos reescribirá a su modo También la noche es claridad, mientras vaya leyendo las páginas de este libro en voz alta, a media voz o en voz baja, aunque ya sabemos que la voz baja puede ser aún más alta que el concierto de aquellos astros en la infinita bóveda del cielo.