En total, Jonathan Harrington ha publicado catorce libros de poesía, ficción, no-ficción, ensayos y traducciones. Harrington ganó el Ledge Press Premio de Poesía en 2014 con su libro El Tráfico de Nuestras Vidas. Su obra poética ha aparecido en revistas en todo el mundo. Su poesía en inglés ha sido traducida al español, francés, y árabe. Sus lectores ganaron abundante popularidad (en español e inglés) en México, Cuba, España, Nueva York, Florida (y otras partes de Estados Unidos).
Recibió el grado de Maestría en Bellas Artes (MFA) del famoso Taller de Escritores de la Universidad de Iowa en 1983. En 1989 ganó el Premio a la Mejor Columna del Año por parte de la Revista de la Asociación de Periodistas de la Florida. En 1992, veintiséis de estos ensayos premiados fueron publicados en Tropical Son: “Ensayos sobre la naturaleza de la Florida”, los cuales fueron bien recibidos por la crítica. En 1993, luego de trabajar como editor en Harcourt Brace Jovanovich y dar clases de Creación Literaria por diez años en la Universidad de Florida Central, Jonathan se mudó a Nueva York. En los diez años siguientes, publicó una serie de cinco novelas de misterio de enorme popularidad. Estas novelas fueron publicadas como edición especial en pasta dura y camisa.
Jonathan ha trabajado en las traducciones al inglés de varios poetas Mayas. Su traducción al inglés de Siete Sueños (Ukp’éel wayak’), de Feliciano Sánchez Chan, está nominado por ocho premios de traducción en Estados Unidos y adoptado por universidades para textos sobre la literatura de lenguas indígenas.
Jonathan vive en la Hacienda San Antonio Xpakay cerca de Mérida, Yucatán, México.
Poemas por Jonathan Harrington
(Versiones en español por Fernando de la Cruz y Susana Barradas)
Llaves
¿Por qué nos aferramos a llaves viejas,
llaves de candados hace tanto perdidos,
de maletas viejas y carros que botamos hace años,
de puertas que cerramos para siempre?
Revisamos nuestros cajones de chucherías
y tiramos tarjetas amarillentas,
fotos de personas que ya no recordamos,
lentes pasados de moda.
Pero separamos las llaves
y al momento de recogerlas todas
para lanzar a la basura
algo nos detiene.
¿Qué es esto, este impulso de guardar llaves viejas?
¿En verdad creemos
que podríamos abrir de nuevo esas puertas
cerradas hace años?
¿O que el candado, perdido hace tanto,
reaparecerá milagrosamente? ¿Imaginamos
que las partes regadas de la vieja camioneta
volarán un día para juntarse,
como se rebobina una película,
y con nuestra llave largo tiempo guardada
la encenderemos y la manejaremos,
de dieciséis otra vez?
Justificamos esta obsesión con un vago:
Bueno, uno nunca sabe.
¡Sí sabes!
Las puertas que cerraste, están cerradas por siempre.
Olvida tu corazón por un momento
y escucha lo que dice tu cabeza.
Recoge esas llaves oxidadas, inservibles.
¡Tíralas!
Tréboles de neón
A veces paso en Nueva York
un pub irlandés, aventuro una mirada al interior
y deseo estar ahí dentro otra vez
la cerveza enfriando mi mano, contando mentiras.
Black 47 en la rocola, sintiendo los murmullos.
El mapa amarillento del Auld Sod
en la pared, arriba de la mesa de billar,
palos de hurling cruzados sobre el bar.
La mitad de los viejos borrachos nunca han estado
en Staten Island, mucho menos en la Isla Esmeralda.
Pete, parado junto al blanco,
nacido en el piso de arriba
(sus padres, descansen en paz, desde ahí),
no distinguiría Dublín de su culo
y Cork es solo el corcho que uno saca de los vinos.
Él nunca toca el vino, es un hombre de la Guinness,
primero en alzar su cerveza y gritar:
¡Si no fuera por el alcohol, los irlandeses regirían el mundo!
Dios nos ayude.
Las grandes ligas de beisbol en T.V.
Claro que lo extraño,
Seamus detrás del bar, camisa blanca, corbata,
uñas inmaculadas, nunca toma una gota en el trabajo
mantiene perfecto registro de las apuestas
a carreras de caballos
en el piso de arriba, en su viejo coco.
¿Tomarás otra, Jon?
Claro, ¿por qué no?
Lo extraño, pero sigo caminando,
sé que puedo doblar una esquina,
ver un trébol de neón en alguna ventana
y entrar en menos tiempo del que lleva
tomar un trago de Paddy,
y nunca salir.
Pero hoy camino hacia el norte,
contra corriente y contra los genes,
todos esos tréboles de neón verde
brillando en las calles como veladoras
a los pies de la Virgen
esta vez no me atraerán.
Dios me ayude, no esta noche.
Una visita de papá
Vi a papá el año pasado
sentado en el Blarney Stone de la Octava Avenida.
Parecía feliz de verme;
para nada sorprendido.
Yo miraba de reojo su rostro pálido
brillando entre las botellas de whisky
en el espejo tras el bar.
Me ofrecí a comprarle un trago,
se rehusó, contento de chupar el hielo
de su Old Fashion.
Le pregunté si ve seguido a mamá.
—Sí, por supuesto, todos los días—.
Eso me sorprendió.
La gente del bar
se alejaba de nosotros
como si yo fuera un loco
hablando solo.
Le pregunté a papá cómo es ahí.
—¿Dónde?—
—Ya sabes—. Di un sorbo a mi Harp.
Papá sonrió, guiñó, levantó su vaso
y dio vueltas al hielo
como un jugador de dados
buscando ojos de serpiente.
—Es gracioso—, dijo, finalmente.
—Todos seguimos haciendo
todo lo que hacíamos antes.
Tu madre y yo tenemos una casa bonita—.
—¿Y qué pasa con las personas
que viven ahí?—pregunté.
—Nunca nos ven…
oh, de vez en cuando
cuando tu madre aporrea una puerta
bromean acerca de fantasmas
y esas cosas.
Pero nos dejan en paz,
y nosotros a ellos—.
Solo vi a papá una vez después de eso
parado en la puerta de un delicatesen
en la Calle 66,
su mano ahuecada alrededor
de la llama de un Zippo.
Su rostro fantasmal se iluminó un momento
con el destello del encendedor,
luego la llama se apagó y él desapareció.
Solo pude distinguir
la punta encendida de su cigarro
desvaneciéndose por Broadway.
Espejo
Un espejo es como un querido y viejo amigo
uno tan cercano que puede
decirte, con total respeto y franqueza,
la verdad: te ves cansado, más arrugas en
tus ojos y tu boca que hace un año. Pero un amigo endulza
la verdad, una gota de miel en la lengua
para hacer los hechos menos amargos. ¡No un espejo!
Para nada diplomático; él no miente.
Dice justo lo que necesitas saber
y tienes miedo de decirte.
Distante, objetivo, algunos dirían frío.
Lo ves a la cara, ves la tuya,
y te dice sin rencor:
¡Haz envejecido!
Tráfico
Cada mañana
ella se detiene a tu lado
en el mismo lugar
frente a mi puesto de periódicos
los dos corriendo al trabajo.
Qué perfectamente sincronizadas
deben estar sus mañanas
en tus pies y los de ella
para tocar la misma grieta en la acera
como siempre, justo antes de las 9
cuando abro las cajas de revistas.
Ella a veces trata de atrapar
tu mirada, mientras me entrega
el cambio exacto.
Pero tú siempre miras hacia abajo
como si algo vergonzoso
sucediera entre los tres.
En las noches, acostado,
me pregunto quién es ella
mientras la luz de la lámpara
fuera de mi ventana
se derrama en la alfombra deshilachada
de mi cuarto amueblado.
Me pregunto si tú alguna vez
acostado, también,
en algún lugar de la ciudad,
piensas en ella.
En la mañana,
mientras apilo el Daily News,
tú bajas del autobús
ella sale del metro, portafolio en mano,
y caminan el uno hacia el otro.
Es un ritual entre nosotros.
Le doy el Wall Street Journal,
y a tí el New York Times,
tus pies y los de ella casi se tocan
pero luego se pierden en el tráfico
de nuestras vidas separadas.
Ciego
Viejo, de ojos
del color de la leche cortada,
cada noche te veíamos
en la esquina bajo la lámpara
tu mano extendida, unas pocas monedas
brillando en tu palma hacia arriba.
Debías conocer
el sonido de nuestros pasos,
porque una noche mientras nos acercábamos,
nos alcanzaste y muy suave
pusiste la mano en mi hombro
y susurraste en mi oído:
Compadécete de los ciegos.
Qué hermoso
ser tocado tan suavemente.
Pero nos volteamos y
alejamos, felices, enamorados.
Cuando llegamos
a nuestro apartamento,
yo aún podía sentir
tus dedos posados
en mi clavícula como un pájaro.
Mucho después, luego
de que ella me dejara
regresé cada noche
a la esquina donde estabas.
Podía escuchar el tren ligero
traqueteando, repiqueteando
y el golpetazo de las puertas
de las tiendas al cerrar
por la noche. Pero ya no
estabas. Cada vez
que paso esa esquina
me pregunto dónde estás ahora,
Viejo, de ojos
del color de la leche cortada.
Donde sea que estés, perdóname.
Los muertos
¿Y quiénes son los muertos?
¿Unos rostros en retratos familiares
que sólo los ancianos reconocen?
Ellos no, puesto que viven todavía
y lo harán en tanto haya una persona
viva que los recuerde.
¿Pero quién es aquella de cabello plateado
posando detrás del abuelo
para su cumpleaños número 90?
¿Era su nombre Agnes
o Agnella? No: Adela.
Pero ya nadie sabe.
Olvidada, está realmente muerta.
En tanto los ausentes aún ronden la memoria,
no morirán jamás.
Pero al retroceder e irse adentrando
en la bruma de la amnesia,
es entonces que se integran
al coro de las voces olvidadas
y han realmente muerto.
Supervivientes
Después de que las astillas del vidrio
roto se barran,
el escombro se remueva,
los edificios dañados se apuntalen o derriben.
Después de que los dedos dispersos se junten
en bolsitas de plástico, ordenados por tamaño,
para tomar sus huellas,
y el polvo de nuestros muertos
sea vaciado en urnas,
sus tumbas selladas con tierra contaminada.
Después de que nuestro cielo
haya sido levantado con grúas y poleas,
y devuelto justo a su lugar.
Después de que el sol haya sido reparado
y los planetas estén de nuevo en sus órbitas,
cuando las estrellas comiencen
a brillar otra vez,
aunque débilmente,
¿qué costurera dará puntadas
a nuestros corazones desgarrados?
¿Cuándo comenzará a desvanecerse finalmente
el estridente destello del masivo homicidio,
fijado en nuestras mentes
como la luz abrasa placas fotográficas,
cuyos retratos
ya se ponen amarillos en cajones oscuros?
¿A dónde irán los niños buscando bendiciones,
a quién las pedirán?
La casa
“Los lugares se llevan, los lugares están en uno.”
—Jorge Luis Borges
El patio delantero
tiene sombra de árboles de paraíso,
hay un cortacésped ahogado
en el patio descuidado.
Cuando el joven volvió a su hogar
la primera vez, no pareció extraño
golpearse el hombro en la perilla
cuando se fue.
Pero a su regreso,
años después, tras guerra y matrimonio,
la casa era más pequeña.
Tuvo que agachar la cabeza al pasar la puerta.
Tocó el techo
con las palmas de sus manos.
Mamá y papá no eran más pequeños
pero no llenaban el cuarto como antes.
Con su segunda esposa,
gateó
de a cuatro a través de la puerta trasera
como si entraran a una casa de muñecas.
La última vez que volvió a su hogar,
la casa donde nació era tan pequeña
que la recogió con una mano
y la puso en la palma de la otra.
Acechó a través de sus ventanitas,
y curioso,
golpeteó con la uña en la puerta.
¿Hay alguien en casa?
Tomó la casa donde nació
y la puso en su bolsillo.
La llevó con él,
siempre a donde fue.
El hijo de la funeraria
Qué extraños juguetes tenía,
escalaba las torcidas escaleras
para encontrar a papá pensativo
sobre el cadáver de un padre ciego
que murió durante el sueño.
O ponía rubor en las mejillas
de la reina del baile de bienvenida,
rubia y dorada,
de labios rojos como la muerte,
la marea la apartó de su corte.
El niño jugaba busca-busca
en los ataúdes, él solito.
Y a veces parecían ordinarios,
como cartas de béisbol
o limpias pilas de ropa interior.
Pero un espíritu dentro de él
sentía el vacío
de las cajas,
sus bocas de solapas abiertas,
hambrientas de niños.