Tengo como costumbre, asistir los fines de semana al Café de Flore del Boulevard Saint Germain, en la Ciudad de París; lugar donde vivo y, mientras saboreo un café al aire libre, realizo mis creaciones literarias, las cuales se impregnan con el perfume de las flores que están en el balcón del primer piso.
A veces imagino la reunión de grandes artistas y escritores sentados aquí en sus mesas, como: Jean Paul–Sartre, Simone de Beauvoir, Anaïs Nin, Cortázar, Picasso, Dalí, entre muchos otros. El aire sutil de París acarrea fuertes corrientes de arte, cultura y bohemia.
Esa tarde de mayo, el Tic-Tac del reloj transcurría simétricamente entre las risas de la gente y mis letras que danzaban en el papel. Me llamó la atención una joven mujer, vestida elegantemente, que estaba sentada del lado derecho de mí. Su rostro me era familiar, pero no sabía quién era. Se le acercó un hombre de color, como de treinta años, quién también estaba sentado en una de las mesas. Le entregó una caja pequeña y se retiró de inmediato, dejando un billete sobre la mesa que ocupaba y se marchó.
La mujer abrió la caja, sacó un collar de piedras de zafiro, el cual hizo resaltar el azul de sus ojos, y se lo puso. Me sonrió y dijo: —Buenas tardes madame, soy Odette Leduc, modelo de pasarelas. —Me entregó una tarjeta.
Le expresé que con razón me parecía conocerla y que, al verla tan cerca, recordé que la había visto la temporada pasada en el desfile de modas de la Maison Chanel. —Me llamo Camila Lombard, y soy escritora—, le dije.
Ella exclamó: —¡Oh madame, es un placer conocerla!, leí su libro El Río Rojo, me gustó muchísimo, me mantuvo fascinada de principio a fin.
—Gracias madeimoselle, siempre es grato conocer a alguien como usted—, le hice saber.
Su teléfono sonó y se alejó unos metros para contestar, alcancé a escuchar que discutía con alguien. Pasaron unos minutos y se oyeron disparos de un arma de fuego: ¡Bam, Bam, Bam, Bam, Bam!, hiriendo a la chica quien se desplomó en el suelo. La impresión que me lleve fue fatal, fulminante, perdí el conocimiento unos instantes y caí debajo de la mesa.
Al reponerme, me percaté que la gente gritaba llena de pánico, con desesperación; hubo quienes se resguardaron en la parte inferior de las mesas, otros corrieron adentro de la cafetería, en tanto, la mujer yacía inmóvil sobre un charco de sangre. Se oyó la voz del gerente indicando que debíamos permanecer allí hasta que llegara la policía. No sé cuánto tiempo pasó, solo sé que parecía una película de terror.
Al llegar la policía, se nos informó que nadie podía retirarse hasta que se realizaran las averiguaciones previas y el peritaje. El Inspector de la Policía, Monsieur Girard, preguntó a cada uno de nosotros si conocíamos a la chica y si vimos quién le disparó. Nadie le dio ninguna información, sólo yo le relaté lo sucedido, entregándole la tarjeta que ella me regaló, pero que no vi quien le disparó. Como a las once de la noche, nos comunicaron que podíamos irnos a casa y que iban a estar en contacto con todos nosotros. A la mañana siguiente, la noticia apareció en todos los diarios y los noticieros de radio y televisión.
Pasaron varios días y aún no se sabía nada, todo permanecía herméticamente. Una noche, tocó a mi puerta un hombre alto y robusto, quien dijo ser el Detective Roche, y que estaba a cargo de la investigación por orden del Inspector de la Policía. Volvió a formularme las mismas preguntas e insistía que si vi al asesino, ya que entre las personas que estuvieron esa tarde en el Café de Flore, estaba el testigo del homicidio. Le informé que no vi quién le disparó y que era muy lamentable que una chica tan joven y bella, la clásica parisina, hubiera muerto de esa forma. Él me contestó tajantemente: —Ella era una mujer ególatra, complicada y vanidosa—. Molesta por sus palabras le objeté que esas no eran razones para matarla, que debía haberla conocido y que no era honorable expresarse así de una mujer, más si acababa de morir. No respondió nada, vi que sus ojos brillaban, sus manos temblaban y me causó miedo. Le pedí que abandonara mi casa y en forma sarcástica aseveró: —Volveré madame, tenga por seguro que volveré—. Al cerrar la puerta recogí una tarjeta similar como la que me dio la modelo antes de morir.
Al día siguiente, fui a la Comisaría de Policía para buscar al Inspector y contarle lo ocurrido con el detective, pero no lo encontré. Al salir se me acercó el hombre de color que le había entregado el collar a Odette. —Madame, yo sé quién mató a la chica, vi al asesino— dijo—. No le respondí nada, me asustó y se alejó de prisa, muy nervioso, en el piso tiró una tarjeta idéntica a la de la joven y el detective.
Todo era muy confuso, no tuve tiempo de averiguar nada. Por motivos de mi trabajo partí a Filadelfia, USA, por dos meses. El viaje me sirvió para despejar de mi mente ese episodio tan triste y amargo.
De regreso a París, de nuevo reanudé mi rutina de ir al Café de Flore, estaba concentrada escribiendo, cuando oí que alguien me llamaba. Era el Inspector.
—Madame Lombard, es un placer saludarla— dijo, y me besó la mano.
—Igualmente, Monsieur Girard. ¿Cómo, usted todavía por aquí?, ¿no ha resuelto el caso?— le dije.
—Estamos en eso madame. Tengo el gusto de presentarle al Detective Roche.
—Mucho gusto madame, esperaba con afán su regreso— dijo el Detective.
—¡Inspector, este hombre no puede ser el Detective Roche!— le dije.
—¿Por qué dice eso madame?— respondió el Inspector.
—Antes de irme a los Estados Unidos, se presentó en mi casa un hombre robusto y alto, quién dijo ser el Detective Roche y que usted lo había enviado para continuar con las investigaciones. Él era totalmente diferente a este señor. No es el mismo hombre, Inspector—, le aseguré.
—Cuánto lo siento, Madame Camila, creo saber quién se hizo pasar por el detective—, afirmó el inspector.
—Le aseguro que no miento, inclusive antes de irme a los Estados Unidos, fui a buscarlo a la comisaria, pero no lo encontré; al salir de allí, el joven de color que estaba en la cafetería, me aseguró que él sabía quién era el asesino, no le contesté nada y se alejó. Por cierto ambos tiraron una tarjeta similar a la de la chica.
—Madame ya sabemos quién la mató, solo nos hacía falta verificar algunas pistas para detener al asesino—, me dijo.
—Gracias inspector, ojalá así sea.
—Madame, ¿recuerda el collar de zafiros que le entregaron a Madeimoselle Odette?—, me preguntó.
—Si, claro inspector—, le contesté.
—Lo tenemos madame, es una joya de un valor incalculable del Siglo XVII. De igual forma, le comunico que le pertenece a usted; es parte de la fortuna que le heredó su tía, Isabella Lombard, antes de morir y que fue robado de la notaría donde están resguardados sus demás bienes. Es lo único que sustrajeron, pero mataron a dos guardias, se trata de una banda de asesinos y ladrones—, dijo.
—Inspector, ¿y esos hombres quiénes eran, el supuesto detective y el testigo?, ¿qué tengo que ver con ellos?, ¿son los asesinos?—, le dije.
—Prometo aclararle todo mañana y entregarle el collar. La espero en mi oficina, tenga la seguridad que ni todo el oro del mundo vale más que una vida. La muerte de madeimoselle Odette fue como arrancar una flor del corazón de París. Hasta luego madame. Es conveniente que ya se retire, antes de que oscurezca. Si gusta, la puede acompañar el Detective Roche— dijo.
—No gracias, inspector. Prefiero caminar, todo esto me ha alterado—, le expresé.
Las luces de la ciudad empezaron a fulgurar. El Río Sena era acariciado por los halos de la luna que resplandecían majestuosamente. París, “Ciudad de los Destellos”, donde bailan las quimeras al compás del acordeón. El tiempo se convierte en alondra para besar a las estrellas, y las palomas duermen despiertas en los grandes jardines. París, Ciudad del Amor, eres mi vida. ¿Quién está en mi puerta?, ¿qué quieren conmigo?
LETICIA ARENAS. Ciudad de México, 1958. Vive en Los reyes Iztacala, Estado de México. Estudió Periodismo en la Escuela Carlos Septién y Administración en UTEL. Estudió en la Escuela de Escritores “José Emilio Pacheco”, coordinado por el escritor Eduardo Cerecedo, en Tlalnepantla de Baz, Estado de México. Ha publicado con el pseudónimo Mora Azul, en la Antología del taller Poesía en voz alta, 2015, Tierra de en medio, Antología de cuento, Compilador: Eduardo Cerecedo, Casa del poeta Otto Raúl González, 2018. La ciudad en los ojos, EFE, 2018 y Fin de semana, minificciones, Coordinador: Eduardo Cerecedo, FESI-UNAM, 2019.