Cuando he aquí que hemos alcanzado la etapa de las compilaciones, y es lo más natural del mundo, por tratarse de una poesía lograda desde el principio, con una certidumbre sin paralelo en México desde hace décadas. Obras reunidas, digo, pues completas ni en sueños: al mismo tiempo que Raz de marea, aparece un nuevo libro de José Luis Rivas, Luz de mar abierto.
No es sino lo natural, pues. Dueño de su arcilla, de su pulso, de su manera, Rivas trabaja, escribe, sin prisa y sin baches. Su avance continuará largamente, deparará evoluciones que irán surgiendo porque así debe ser.
(Una advertencia, antes de que sea tarde. Entre mis defectos favoritos está el de no escribir nunca sin beligerancia. Al igual que las limaduras de hierro en las líneas del campo de un imán, mis palabras se orientan, sin remedio, a roer frases que han sido escritas o dichas por ahí y que me parecen crónicas, necias o malintencionadas. Y preveo, de sobra, que los párrafos siguientes no escaparán a esta deformación profesional mía).
Haber alcanzado, sin excesivo esfuerzo aparente, una voz propia, parece ser una fortuna difícil de ser perdonada. Pronto se oyen murmullos pidiendo algo así como un nuevo comienzo, si no es que un nuevo nacimiento. Simples excusas para abandonar un nombre y pasar a otro, el cual será desplazado a su vez tras breve tiempo. Poco importa. Esa crónica ciempiés, caduca al siguiente día, de los “nombres del momento”, es suficiente para lanzar un poco de arena a los ojos y con ello mantener a fuego moderado el guiso de discutibles conocedores. Ahora bien, esto nada tiene que ver con el genuino desenvolvimiento de un escritor, que acontece en acuerdo flexible con su ley interna propia.
Ciertamente, es imposible volver a nacer –llamando nacimiento a la primera plasmación plena de una personalidad literaria–, fenómeno arduo de analizar, aunque inequívoco para un olfato avezado. Es un hecho que numerosos escritores, la mayoría, permanecen por siempre nonatos. Otros requieren, para alcanzar la existencia, búsquedas y obstetricias más o menos prolongadas. Cada caso es cada caso. Solo unos cuantos nacen como Rivas en el momento decente, o sea al empezar a escribir.
Al igual que es vano tratar de adquirir un idioma tal como lo hace el niño con su lengua materna –pues el nacimiento al mundo del lenguaje tiene implicaciones irreversibles–, es asimismo descabellado pedirle al poeta ya nacido que repita algo irrepetible. Se lo piden, sin embargo –incluso tácitamente, para disimular el absurdo–, a fin de esquivar lo difícil, lo que no se reduce a avistar navíos en el horizonte sino a ponderar los cargamentos que desembarcan, arribados a puerto. Tarea menos lucidora, si bien mucho más exigente en cuanto a empeño, perspicacia y conocimiento.
Hay un indicador curioso de la calidad literaria: el resultar eficaz un texto sometido a lectores de distintos antecedentes culturales y grados de experiencia –o hasta de perversión, si se quiere–. El mundo es muy grande, y sería imprudente pretender, sin más ni más, decidir la aplicabilidad de criterios de este género. Con todo, parecerían bastante significativos. Comento este asunto porque, según mis impresiones, hay cierta tendencia a juzgar los poemas de José Luis Rivas más sencillos de como son. Ni que decir tiene, complejidad o simplicidad, a más de ser términos relativos, no representan valores o desvalores. En cambio, conviene atribuir signo positivo al hecho, verificable, de que Rivas convenza por igual –este es el punto clave– al lector de pocas pretensiones y al rebuscado, a condición, claro está, de que la lectura sea intensa y sana.
Del vocabulario habrá más por decir; baste confesar ahora que no me he puesto a averiguar (¡solo algunas veces!) el significado de las palabras que Rivas emplea y yo desconozco. Juzgo, pues, que mi lectura es enriquecible, aunque en modo alguno inválida o siquiera pobre. En cambio el título “Arse verse”, por ejemplo (en Relámpago la muerte), me desencadena especulaciones y regocijos desde hace larguísimo rato. Mucho habría que indagar en los recursos técnicos de Rivas, en sus aliteraciones y contrapuntos, en todo eso que sustenta las múltiples anatomías internas de los poemas. Estos aspectos son menos mencionados de lo que debieran al tratar de esa obra. Seguramente no pierde mucho a causa de tal descuido. Lo importante es que lo escrito escrito está y que está bien hecho, analícese o no.
Un caso “culto”, cuando menos, dio de qué hablar durante un tiempo y, si bien no entra en el presente libro, resulta divertido y hasta instructivo recordarlo. No hace falta ser gran conocedor para advertir que Rivas, al comienzo de Tierra nativa, echa mano, porque así le plugo, de la Waste Land. Recuerdo haber leído –aprisa, pues no es mi cuerda– varias apreciaciones en esos términos ambiguos que se usan al no saber bien a bien qué decir. Alguien, de cuyo nombre no quiero acordarme, opinó que Rivas había hecho una “apuesta” peligrosa al aprovechar a Eliot. Yo sigo sin ver que estuviese nada en juego. Por si acaso, acabo de citar a Cervantes; supongo que con ello también he hecho mi apuesta, y esperaré a ver qué pasa.
Sería difícil, por lo demás, esperar poco oficio y manifestaciones rudimentarias en alguien como Rivas, entregado a una vocación de traductor (para mí sobrecogedora) que lo impulsa a bregar con páginas erizadas de todas las dificultades habidas y por haber. En una terrible Mansión de Traducciones fue donde, precisamente, lo conocí en persona. Acababa yo de descubrir su poesía, por azar, como debe ser, lo cual me sorprendió y alegró, pues ya para entonces, hace ocho años, se trataba de una experiencia –la de apreciar algo nuevo y valioso– a la cual me consideraba por completo negado desde mucho antes.
José Luis Rivas para alivio mío, resultó ser un poeta al cual no se le nota la enfermedad. En nuestra geografía literaria hecha de Kamchatskas que, a fuerza de extremosidades, se asemejan como huevos, la cordialidad y autenticidad de Rivas representaban un bienvenido cambio de aire. Le dije, si mal no recuerdo que en sus páginas encontraba yo cosas, abundantes cosas –y de seguro entendió que no solo me refería a indispensables piedras y sapos, sino igualmente a cosas literarias, que lo son también–. Cosas, y no babas o entelequias, Pensé, sin decirlo, en cierta carta donde un amigo, buen poeta él, me escribió hace mucho: “eso es la imaginación: el amor a la realidad, tal cual la vemos y tal cual la cambiamos”. Sencillo, ¿verdad?
Cosa graciosa, la realidad –o quizá solo ciertas míseras realidades– dispone, aún, de unos cuantos bufones involuntarios metidos a alguaciles que sopesan y cronometran, gravemente, lo que según ellos es realmente real en la literatura, y lo que falla. La poesía de José Luis Rivas no podía salvarse de ser sometida a la cinta métrica de tal o cual sastrecillo valiente. Es lícito suponer que el verse tan bien defendida le provoque a la realidad esa sonrisa inquietante que suele caracterizarla. La leyenda afirma que junto a Mona Lisa tocaban música para mantenerla relativamente contenta. Hoy por hoy tal vez la realidad se conforme con que le lean selecciones de críticos vehementes.
Llegamos por fin a las famosas palabras de Rivas. Sí, a ésas. A decir verdad, mucho más se habla de ellas que se escribe, y es mejor así, pues sería tan fácil como cómico lanzar una campaña reclamando que los escritores puedan utilizar, sin ser objetos de comentarios ñoños, cualesquiera palabras que les vengan en gana.
Aparte de su fuerte vocabulario botánico, zoológico, náutico, popular y cuanto se quiera, Rivas también fabrica términos cuando le hacen falta, con el mayor desenfado, si bien al parecer escasean quienes reparan en ello. Todo se va en sonreír, quién sabe queriendo significar qué, al encontrar en Relámpago… del “árbol-de-humos”, aunque olvidando que ese misterioso nombre (de una leguminosa) aparece igualmente hacia el final de La balada… También es posible apreciar, por ejemplo, cómo el huele-de-noche, con guiones, que figura en una pequeña edición separada (…fresca de risa, 1981). al incorporarse a La balada… se funde en una sola y feliz palabra hueledenoche, que ya usó el joven Gorostiza, en su segunda “Luciérnaga”, si bien todavía entrecomillándola, timorato. Asimismo de Gorostiza (“Del poema frustrado”) proceden. irremisiblemente, las palabras “mírala, tócala” que Rivas pone en boca de rameras “sordas como chacones” –para escándalo farisaico de algún inspector de realidades prostibularias y hasta del oído en los gecónidos–. En fin, olvidémoslo. Solo se trataba de ilustrar cómo, ante meras palabras, son posibles observaciones, refocilamientos, jugueteos, que nos guardaremos de imponerle a nadie, y cada cuál los adjetive a su gusto –pero sin embargo existen y rebasan, con mucho, la habitual sonrisita gelatinosa–. Si bien ellas mismas, las palabras (exprimidas o no), se hallarán siempre presentes, generando esos famosos cachivaches que son llamados poemas y que –ahora lo recuerdo– constituirían aquí mi único tema disculpable.
Ahora bien, acerca de eso, de los poemas mondos y lirondos –y no digamos acerca de la poesía en general–, me es imposible tratar. Mal que bien, según se habrá visto, en ocasiones me dedico a contarles a los versos los bigotes o las escamas, a opinar si los encuentro autótrofos o saprófitos. Solo que más allá no puedo seguir. La poesía es una sustancia traicionera con la cual tengo cuentas pendientes, cuyos feos bultos se verían corretear en mis párrafos, igual que ratas debajo de una alfombra.
Pasar el dedo por las páginas y señalar lo memorable en José Luis Rivas, la piel hermana de papel biblia o la panga que cruza el Papaloapan cargada de camiones rutilantes al sol –señalar eso acaso sabría hacerlo, pero ¿quién lo necesita? Señalar y señalar…
las mujeres que bajan de lo alto de la escalera
rechinante con un lunar muy negro en la
mejilla o un mechón blanco en la frente.
(“Precipitados quimiocerebrales casi absolutos”: la mejor denominación para estos trances; lamento no haberla ideado yo).
Señalar.
Si en medio de la noche
oyes que alguien te chista,
no vayas a volver tus ojos
a la salamanquesa tenue, casi transparente,
que copia de la pizarra el azul en que se posa.
Noviembre de 1993
Posdata: carta de noviembre de 2009
Querido José Luis:
Esta carta la tengo hecha desde hace varias semanas. Si no te la había hecho llegar antes, fue por una procrastinación inhibida por la pereza (sin alcanzar, no obstante, el grado patafísico de mi hija, la que ahora está escribiéndome esto al dictado, cuando dijo una vez que tenía muchísimo sueño, pero que le daba flojera dormirse). Pero el tiempo pasa y, por añadidura, te han otorgado el Premio Nacional, lo cual me anima a enviarte esto a la mayor brevedad. Vaya mi felicitación más sincera.
En un principio pensé repasar siquiera en esta carta nuestros encuentros previos, que han sido realmente muy contados. Recuerdo que todo comenzó a propósito de un artículo sobre López Velarde que escribí para La Gaceta del Fondo, donde tú trabajabas por entonces. Posteriormente, no olvido cierta marcha en tu compañía por la calle de Galeana, de noche, después de haber estado a gusto un buen rato. Luego se me confunden los contactos, por escasos. Con lo cual llegamos al premio Villaurrutia primero, y a lo de Aguascalientes después. Sin embargo, estos dos últimos sucesos me bastaron y sobraron para comprender que me apoyabas más de lo que merezco, lo cual hace que mi agradecimiento aumente hacia ti.
En todo caso, tu recuerdo para mí permanece unido a aquel inolvidable Fondo de Cultura Económica donde te conocí, como había conocido antes a David Huerta. Lo que se me ha olvidado es si continuabas, como David, en la antigua cocina de Orfila (ningún santo de mi devoción) hasta su ignominiosa expulsión del Fondo por obra y gracia de la política nacional. Era una habitación bastante soleada, donde sobresalía como un monumento la estufa en la cual debieron de ser preparados tantos churrascos para el señor director expulsado.
En ocasión del premio Villaurrutia, tuvimos el honor de conocer (yo, por lo menos) a aquel objeto reptante bien identificado que fue doña Margarita Michelena, que en gloria esté. No sé si recuerdes que te reprochó en el periódico tu aspecto deshilachado e impresentable; en cuanto a mí y a mis textos, mejor no hablemos ahora.
En Aguascalientes, el año pasado, pudiste apreciar el estado en el cual me encontraba. Pues bien, el proceso ha seguido adelante, y hoy en día el caminar me es todavía más difícil que entonces, y sobre todo he logrado vencer la barrera de la lectura o, dicho más claramente, hoy por hoy, y para siempre, me es imposible leer ni siquiera el periódico, lo cual para mí representa un sacrificio mínimo, pues jamás lo hice, pero, por otro lado, también me prohíbe leer cualquier libro o revista. Y esto sí que es grave. El otro día me prestaron una grabación en la cual Borges, personaje discutible, declaraba que su ceguera definitiva era un hecho, y que esto era muy desagradable, en vista de que para él la imagen del paraíso se identificaba con la de una biblioteca. Mi caso es quizá menos desesperado, pues siempre hice lo posible por cultivar tres paraísos: el de la lectura, ni que decir tiene, pero también el de la música, y aún otro. Estos dos últimos no parecen haberle dado a Borges ni frío ni calor. Como soy viejito, me limito al segundo paraíso, que, con todo, por desgracia no puede llenarme por completo más que pasajeramente. Pero no sigamos divagando en vano sobre algo que no tiene remedio. Tengo páginas y páginas escritas, pero sin coherencia, sin acabar. No las acabaré. Para remate, están escritas en unos garabatos que ni yo mismo entiendo. Es que, se me olvidaba decirlo, las manos me tiemblan y lo que trazo son unos escarabajos imposibles de entender. Sumando esto a la ceguera llegamos a la situación que describió Pessoa:
As he who a cyphered letter’s cypher hit
And found it in an unknown language writ
(Cito de memoria, a un cuarto de siglo de distancia, y por fuerza en algo me equivoco. Dicho sea de paso: tú, José Luis, que tienes tus horas de metafísico inglés, además de ser un inmoral, ¿por qué no traduces los poemas ingleses de Pessoa?)
En fin, ya nos encontraremos en la barca que conduce las almas rumbo al purgatorio, al impulso de un viento que empuja las alas abiertas del ángel timonel.
Adiós, José Luis, nunca te agradeceré bastante tu amistad.