José Luis Rivas: Una relectura

por José María Espinasa

La aparición de Tierra nativa en los primeros años ochenta llamó la atención de inmediato sobre una voz excepcional. Las otras voces que entonces se destacaban surgidas a fines de los setenta –David Huerta, Coral Bracho, Alberto Blanco, Fabio Morabito–, más allá del tiempo transcurrido –ya tres décadas– en su evolución han confirmado, modificado y corregido el panorama que se tenía entonces, y muestra –no ellos, la estética– cierto agotamiento de las tendencias surgidas en los sesenta, a las que prolongaron y matizaron, pero no renovaron. La discusión sobre el valor de esa generación, para mí notable, no ha conseguido plasmarse en una visión crítica conjunta ni en una antología que la represente bien. Hay todavía mucho por explorar.

         Tierra nativa era otra cosa. Pero mi impresión es que las muchas reseñas escritas entonces –incluida una mía– y los inventarios de la lírica de aquel momento buscaban que esa “otra cosa” fuera juzgada como la misma, no se modificaban los parámetros y los referentes y provocaban un desconcierto en los lectores y en los mismos críticos. ¿Cuál era su condición renovadora si los juicios que se repetían daban la impresión de mimetizarse a los hechos sobre poetas anteriores y/o contemporáneos? No hubo un diálogo con el poema, solo su entronización crítica. Por aquellos años solo recuerdo un poema –en cierta manera antitético– que dialogara con Tierra nativa, Algarabía inorgánica de Antonio Deltoro, mismo que en recopilaciones posteriores de su obra no incluyó sino hasta dos décadas después.

          Es cierto que muchos elementos de los que manejaba Rivas en ese libro se prestaban a una lectura referencial en la misma tesitura que se leía en general la poesía mexicana del momento: la escritura y la práctica referencial que sugería evidentemente el título Tierra nativa, muy cercana eufónicamente incluso a la “tierra baldía” de Eliot, y eco inevitable de Césaire en su Cuaderno de retorno al país natal, poetas a los que Rivas traduciría casi completos años más tarde. Si la idea de que toda escritura es en cierta forma reescritura aún tiene mucho que dar, su presencia en el libro hacía que se ocultaran algunos elementos mucho más novedosos y, en cierta forma, más necesarios para el momento en que la lírica mexicana atravesaba. Eso es lo que en distintas ocasiones he puntualiza do al señalar sobre la escritura de Rivas –ya sea ocupándome de un libro concreto, ya sea ocupándome de su conjunto–: que la crítica mexicana estaba en deuda con ella.

          En los años setenta, por ejemplo, había reinado un cierto pesimismo, manifiesto en libros como los de José Emilio Pacheco y Eduardo Lizalde, y que había alcanzado un grado de inusitada violencia en otros como Isla de raíz amarga, insomne raíz de Jaime Reyes. Frente a esa desesperanza Rivas no enfrentaba un optimismo superficial, apoyado en un don notable para las imágenes y una gran riqueza léxica, sino en algo mucho más difícil: una alegría del decir que no dependía de contextos doloridos ni de situaciones dramáticas, sino en todo caso –ahora sí– de una felicidad expresiva que le permitía jugar constantemente con las palabras, las frases hechas, los ritmos musicales. La alegría como corazón expresivo no estaba entonces muy presente en la obra ni de los autores mayores ni de los más jóvenes.

         Esto resulta muy evidente si se tiene en cuenta que no era Tierra nativa el primer libro de Rivas. Ya antes había publicado en una edición de mínimo tiraje, muy hermosa, del Taller Martín Pescador, …fresca de risa. Sí, tal vez más que alegría la palabra precisa para calificar lo nuevo que allí nos hablaba es frescura. Esa poesía que citaba, parodiaba y evocaba pasajes célebres y tópicos clásicos, es sin embargo una poesía recién salida del río en el que se baña para despojarse de toda suciedad y ser ella misma. La obsesiva presencia del mar y del río en su literatura se debe claro a la vivencia personal –Rivas nace en Tuxpan, Veracruz– pero también a la promesa del bautismo, el perdón del pecado, la pureza, de la cual depende nace en esa alegría, esa frescura, esa gracia.

          La poesía de Rivas es en esa dirección clásica: tiene algo de poesía pastoril, de paisaje idílico, no porque sea paradisiaco, sino porque es el que el yo de la escritura y del poeta han vivido y solo es posible recuperar en el milagro del lenguaje. La riqueza de léxico no se debe a una voluntad de diccionario, sino a la necesidad del uso total para que a través del ejercicio descriptivo más evocador se produzca el milagro de la resurrección en el tiempo de la experiencia vivida. Lo que han intentado de Homero a Proust, todos los escritores del mundo. Ese tono de epifanía no es alcanzado sino en muy pocos casos. Entre los poetas de su generación tal vez solo y no siempre Ricardo Yáñez. Es toda su poesía una exclamación, con ecos guillenianos de ese mundo bien hecho que celebra el autor de Cántico, pero sin enunciado, sin discurso, pura aparición. Y sobrevive un desplazamiento del yo, no hacia un nosotros, al fin y al cabo un yo colectivo, sino a un ustedes, que es entrega a la pluralidad del otro.

          Pocas veces se ve en un poeta primerizo tal conciencia del ritmo, en el Pellicer de Colores en el mar, en el Gorostiza de Canciones para cantar en las barcas, y aunado a ello tal libertad y despreocupación sobre la forma. Explico: no es para nada una poesía informe, sino libre, con una voluntad de comunicar su devenir que escoge un carácter narrativo, otro elemento poco frecuente en la época. Que Rivas le concede un lugar importante a …fresca de risa lo muestra no solo que sea lo primero que publica en libro, sino que además encabece la primera recopilación de su obra en 1993, Raz de marea que recoge poemas anteriores a ese libro, en el segundo apartado, Ecce puer (1975-1977). Esa libertad, que le facilita el tono narrativo, no se debe confundir con la prosa. Por más largo que sea el verso hay un ritmo que lo define como tal. Y en esos sus primeros poemas busca la concentración de la imagen, no el aspecto fluvial que tendrá después su poesía.

          Tierna nativa no es un poema discursivo, su reflexión se da en la manera de mirar el paisaje, pero no enuncia conceptos ni pretende encarnar una poética previa, es –ya se dijo– revelación. No obstante es un poema extenso muy inteligentemente construido, sabio en sus referencias e intertextualidades y supongo que trabajado por mucho tiempo, publicado cuando el autor pasa ya de los treinta años, en una tradición que suele celebrar para después olvidar a los poetas niños. Ya vendrán los estudios puntuales que analicen el uso de epígrafes, citas y evocaciones. Todas tienen miga. Algunas son muy directas y evidentes, empezar un poema con unos versos así, “También enero es un mes cruel; esparce con su hisopo fúnebres escarchas, la fusta…” no engaña a nadie. Eliot será una presencia central en su lírica.

          La realidad –la vida– ocurre fuera del yo, no en los laberintos mentales del poeta sino en la evidencia de lo exterior, el paisaje, el río, las mujeres. Lo aprendido en sus breves poemarios anteriores se aplica aquí a una construcción mucho más ambiciosa. No es, sin embargo, como el Sueño de sor Juana o el Idilio de Othón, una catedral barroca, tiene más puntos en contacto con Muerte sin fin, sobre todo en ese decirse sobre la marcha, pero no quiere demostrar el movimiento andando sino solo andar, le sobra cualquier demostración, considera probablemente que ese texto extraordinario de Gorostiza agotó por un tiempo la necesidad de enunciar conceptualmente en el poema su ocurrir. Tampoco en los restantes cantos del poema se oculta la alusión a sus modelos –Dylan Thomas, Arthur Rimbaud, Saint-John Perse–, pero se lo hace de manera juguetona –“una temporada en el paraíso” se llama el segundo canto– y en cierta manera crítica, proponiendo una vuelta de tuerca a su sentido. El detalle importante, para volver a la indicación del principio, es que ninguna de estas referencias, que uno se puede complacer en identificar y en utilizar para teorizar una “angustia de las influencias”, en realidad tiene mucho que ver con el extraordinario resultado del poema que bien podría prescindir de ellas (es decir: no identificarlas) y no pasa nada, el poema como fundación del paraíso terrenal, como consecuencia de la pertenencia no se alteraría. No se trata de describir ese paisaje de una forma paradisiaca, sino de revelarlo como tal, a través del lenguaje, memoria de la expulsión de ese paisaje-vientre materno. La expulsión del paraíso es un correlato del parto, de la venida al mundo, y ese mundo es en realidad la madre cósmica. Así, desde la publicación de Tierra nativa la poesía de José Luis Rivas pasó a ser una referencia obligada para aludir a la generación nacida en los cincuenta.

          Es importante también tener en cuenta que el libro aparece en un momento de resurgimiento de la que parecía una poesía agotada: Peces de piel fugaz de Coral Bracho se había publicado unos años antes, en 1977, Chetumal bay Anthology de Luis Miguel Aguilar en 1979. Menciono ambos libros porque me parece que son los que mejor diálogo tienen con Tierra nativa, por un lado el primero con una extrema postura estética, cercana a la abstracción, y por otro el segundo, con una voluntad de personalizar el poema, de vincularlo a una experiencia, pero no ligada a una necesidad ideológica sino puramente existencial y desde un también evidente modelo referencial. En Tierra nativa se concentran ambas opciones suprimiendo las falsas oposiciones que se formulan desde las militancias teóricas y rebasando en la práctica las posturas reduccionistas y simplificadoras que ha descrito de manera acertada José Joaquín Blanco en su Crónica de la poesía mexicana. Más adelante mencionaremos también el diálogo con Algarabía inorgánica de Antonio Deltoro y con Lotes baldíos (¿otra referencia inevitable a Eliot?).

          Tierra nativa, poema tan literario, no oculta sin embargo su raigambre biográfica. Toda poesía lo es en sentido extremo, puede proponer un conjunto de filtros y mediaciones entre lo vivido –que no es lo mismo que el dato biográfico– y lo escrito, pero nunca anulará la presencia de la persona detrás del poema. De hecho Rivas al escribir un poema autobiográfico no hace protagonista al yo sino a una especie de persona impersonal o colectiva, una suprapersona que se desprende del texto, pero que no hay que confundir con el escritor. Bastaría hacer la comparación con Pasado en claro, obra maestra del poema como autobiografía, en donde resulta evidente que no hay una suprapersona sino un yo. Esta condición de impersonalidad es la que acaba por dar a Tierra nativa un subrayado personal y permitirle esa alegría que no puede darse como abstracción.

          Tres años después Rivas publicaría, nuevamente en El taller Martin Pescador, un libro excepcional, Relámpago la muerte, el libro que yo prefiero de su ya numerosa bibliografía. La búsqueda de concisión en la imagen e intensidad en la vivencia propuesta en …fresca de risa alcanza en esas páginas una deslumbrante perfección. Si Tierra nativa, crónica de una venida al mundo, estaba dedicada al padre (el momento clave en que se afirma ese yo que dice “a mi padre”), este otro libro, testimonio de una vocación, está implícitamente dedicado a “Mi madre”, no en una dedicatoria sino en el primer verso del libro. La presencia de la madre se desparrama en las hermanas, las mujeres, y se tiñe de una sensualidad llena de transparencias y veladuras lopezvelardianas. La alegría se ve invadida también por el dolor y el abandono, pero no por ello deja de manifestarse como alegría, precisamente por esa confianza en la poesía que el escritor manifiesta incluso para vivir la soledad.

         Relámpago la muerte es clave en la evolución de esta poesía y junto a Tierra nativa representa los dos polos de su despliegue. Incluso en su aparición editorial, el primero en una editorial de breve tiraje, circulación mínima, la otra, en el Fondo de Cultura Económica, una de las principales de la lengua española y que en México resulta canónica, sobre todo cuando se publica después en la colección Letras Mexicanas, junto a los Contemporáneos, Octavio Paz y Alí Chumacero. Para cuando Rivas publica Raz de marea (1993), que reúne su poesía de 1975 a 1992, ya era un autor conocido por la crítica y por el público, había ganado varios premios importantes –el Carlos Pellicer para obra publicada, el Nacional de Aguascalientes, el Nacional de traducción–, y publicado en la UAM La balada del capitán y Asunción de las islas y, en Vuelta, Luz de mar abierto, único libro que no se incluye en la recopilación de ese periodo.

          En esos libros se da por un lado un deslizamiento hacia una manifestación más directamente literaria, aumentan las referencias y epígrafes, y sobre todo se acentúa el tono de reescritura, recurso que el poeta utiliza conforme la distancia evocativa se reduce, cuando el poema se refiere no a una experiencia a la que el tiempo permita mirar a la vez como personal y como mítica, sino que resulta demasiado inmediata para volverse texto y requiere de un tamiz en otro texto, en una tradición o en una recurrencia simbólica. Son, de alguna manera, reescrituras de reescrituras, es decir, de sus propios poemas, por eso se parecen tanto. No se trata de aquel lugar común de que el poeta escribe siempre un mismo texto. No son los mismos pero son lo mismo. La diferencia del plural al singular implica un cambio de sujeto en la frase. Depende desde donde se lo vea es coherencia o es monotonía.

          Por las palabras hablan también los usos anteriores de esas palabras y el poeta busca una especie de memoria genética de las expresiones. Por eso, creo, Rivas ha hecho de su incansable y afortunado trabajo de traductor una parte de su obra propia. En Raz de marea incluye una sección final, “Libro de faros”, que incluye versiones de diversos poetas en la línea de Versiones y diversiones de Octavio Paz. Pero Rivas no solo ha hecho versiones, también ha acometido trabajos metódicos, algunos muy extensos, con determinados autores o épocas –Perse, Eliot, Schehadé, Walcott, Reverdy, Rimbaud, Césaire, los poetas metafísicos–. La extensión de esa rama de su trabajo es inmensa, solo comparable con lo que Agustí Bartra o Tomás Segovia han hecho en México. Si el mundo –sea el de la infancia, el de la nostalgia o el de la sensualidad– es gracias a la palabra, la dirección causal también es reversible: la palabra es gracias al mundo. De allí que la traducción –ese acto extremo de compartir la lectura– sea un imperativo Agregaría que su obra es un caso raro de poeta que no ha acompañado su evolución lírica por una obra ensayística o teórica, a pesar de lo que debe a la presencia de Octavio Paz, ya sea porque no le satisface o la sustituye, como creo yo, por el trabajo de traductor.

         Rivas no perdió esa felicidad o frescura que señalé al principio con la evolución de su obra y la acumulación de libros ya que, como veremos en los libros posteriores a Luz de mar abierto, más que acumulación ha construido un coherente edificio de sentido. La publicación de Raz de marea (Obra poética, 1975-1992), no solo fue la culminación de una de cada de fulgurantes publicaciones y reconocimientos varios –el premio Xavier Villaurrutia y el Ramón López Velarde, se sumarían a los mencionados antes–, fue también una pieza final de un primer periodo creativo, al cual calificaría de autobiográfico. La infancia y la adolescencia –la relación melancólica con el núcleo familiar y la necesidad de reconstruir en la página el paraíso vivido, de recorrer el camino hacia el pasado para desde allí habitar el presente– solo ocurren literariamente si el poeta encuentra el nombre que las cifra. Es decir: si se nombra de manera inexacta no ocurre ni el nombrar ni el movimiento. El descubrimiento de la literatura –el hecho de que otros han encontrado ese nombre y a través de ellos puedo imaginar el que yo pronunciaré– fue como un torrente, como ese obsesivo río que se manifiesta una y otra vez en sus libros, y que va a dar a una mar que es el vivir. Pero esa búsqueda del paraíso corría el peligro de volverse repetitiva, asaltaba la sospecha de que sus libros fueran la reescritura de lo mismo. Rivas, sin embargo, no se había quedado en una primera manera de concebir el poema, por más que le hubiera resultado adecuada y le granjeara el favor de la crítica y el público. A su capacidad intuitiva para encontrar la palabra exacta en un mar de ellas sumaba también una inteligencia de lo que es el texto en cada momento y ocasión.

          Cuando, ya haya sido por una decisión del poeta, ya por darle tiempo a la edición individual de encontrar sus lectores, no se incluyó en la recopilación el libro Luz de mar abierto, que apenas acababa de salir en la editorial Vuelta se acertó en el dibujo de una evolución. Había en él un nuevo tono que intentare definir. Los títulos anteriores habían trazado una voluntad biográfica, se creaba y recreaba la experiencia propia, había un yo protagonista que si bien no se identificaba necesariamente con el escritor si era un yo que se imponía. Pero para la poesía el yo difícilmente se vuelve, como para la novela, un personaje, es más un tono, un acento, incluso un léxico, pero no un personaje. A su vez la tercera persona lo intimida y en muchos casos le disgusta. El ciclo natural de la lírica es ir del yo encarnado al mito trascendido. Pero esto no se consigue ni con abstracciones ni con simbolismos. Hay que hacer notar que los críticos que adscriben a Rivas al neobarroco y a la proliferación metafórica no han entendido nada, probablemente no lo han leído sino simplemente le aplicaron unas anteojeras opacas. Es, desde luego, un poeta muy visual y rico en descripciones, amplio en su lenguaje trufado de localismos, pero es llamativa la poca aparición de metáforas. Por muy complejas sintáctica y léxicamente que sean sus descripciones nunca dejan de ser eso, descripciones, pues sabe que así y solo así se aspira a encarnar el mito, del cual el símbolo, aún si es muy brillante, es un eco sin carne. Nada que ver con los aludes metafóricos de Marco Antonio Montes de Oca o, años después, David Huerta. Y al evitar los peligros del neobarroco Rivas encontró al mismo tiempo un virtuosismo narrativo y una tesitura muy refinada.

          Los poemas de Luz de mar abierto son realmente sorprendentes, composiciones de un gran artista en pleno dominio de sus facultades y con ganas de hacer sonar a la orquesta completa, al coro en pleno, sin que eso evite oír las canciones y los suspiros que ocurren en la página. El anónimo solapista acierta cuando juega en el principio y final de su texto con el ahora como cualidad. Esa mirada hacia el pasado personal que hace el poeta, no lo convierte –como a Eurídice– en estatua de sal sino que le permite alcanzar el presente, el ahora. Por eso se renueva, por eso no insiste en reescribir de nuevo Tierra nativa. Y en ese alcanzarse a sí mismo lo alcanza también la literatura y el poeta se interroga sobre la relación que tiene con ese río que, como el mar, está sin cesar recomenzando. Pero, claro, no es la cerebralidad de Valéry la que mejor lo tienta sino la aventura, que va de Herman Melville y Joseph Conrad a Rafael Alberti y Álvaro Mutis, “un mar filosofal como parodiaría Juan Carvajal a su admirado Saint-John Perse en un poema titulado El mar.

          El mar leído es tan vivo como el vivido. Rivas alcanza un nivel extraordinario en la composición paisajística y en la evocación de sabores y olores, siembra sus poemas con cancioncillas de una gracia enorme. Y consigue que su verso tenga el comportamiento libre y el ritmo perfecto de las aguas, moviéndose de la perfección de Gorostiza a la felicidad expresiva de Gilberto Owen. Poeta de las orillas, se sumerge en las aguas para un nuevo bautismo. Ese bautismo deja su lugar a la comunión y el yo se desplaza al nosotros próximo al mito. Pero esa condición no es “legible” para el escritor –nadie sabe si construye el discurso del mito– ni para el lector, sino justamente para el nosotros inclasificable señalado antes. Eso es lo que admiramos en los griegos. O en el romanticismo. Y lo que no encontramos en la modernidad.

           Nuestro recurso es el tiempo, su desplazamiento, su acontecer. En los libros que ha ido publicando posteriores a Raz de mareaEstuario, Río, Por mor del mar–, Rivas toma posesión de ese acontecer. Sus cualidades narrativas cambiaron de nivel. Frente al vacío de sentido, frente a la incapacidad de crear mitos, la única opción es el relato. Por eso la novela ha ocupado cada vez más un espacio protagónico, no sustituyendo a la poesía, pero sí desplazándola de lugar. De allí la prácticamente desaparición de la épica y de la metáfora y la preeminencia de la descripción. Son raros los poetas que consiguen contar y cantar. Rivas es uno de ellos. En Río, por ejemplo, lo narrativo y lo lírico son prácticamente indisolubles, recuperó una unidad que la pérdida de sentido fracturó y cuya grieta hoy es ya un abismo. Hay que preguntarse el porqué de la obsesiva presencia fluvial en su obra. Los títulos son bastante explícitos, el mar o el río o su encuentro, su disolución el uno en el otro, su matrimonio, le dan un escenario perfectamente detenido. Creo que tiene que ver con el movimiento. El agua, incluso en el más absoluto reposo, está en movimiento. Mejor dicho su reposo es el movimiento. Vuelve a nuestra memoria el eterno recomenzar de Valéry, pero ya despojado de su geometría intelectual.

            Estuario es de 1996. Se publicó en México –en una edición de Conaculta– y en Colombia, la primera edición no mexicana de un libro suyo. Más tarde, Por mor del mar aparecerá casi simultáneamente en Madrid y en México, editado por Visor y Ditoria, respectivamente. Allí, en el canto XL se lee: “Desmenuzo la risa que ha conmovido su destino”. Desde su primer libro la risa ha sido un elemento central, menos obvio que el agua, pero igual de necesario. El adjetivo con el que intentamos definir al principio es tan aplicable a una como a otra: frescura. Y no hay que olvidar que es un elemento –la risa– que comparten por igual la poesía en sus orígenes y la novela, de Cervantes a Bulgakov. Casi ni es necesario decir que a un poeta con tanta conciencia léxica no se le puede escapar que río es también el acto de reír en presente, dos maneras paralelas, como dos orillas, del flujo verbal. El libro Río es de 1998. Es probable que la coherencia de la obra se deba a que Rivas está siempre escribiendo el mismo poema, pero no en el sentido en que se le reprocha –repetir lo que ya hizo– sin en el de articular los libros a partir de un enorme caudal narrativo.

          Muchos poetas escriben sus libros de forma paralela y con un esquema previo, pero aquí no se trata de eso, no al menos en esta lectura, sino de suponer un elemento que los amalgama en su condición narrativa (lo que abarca incluso a los poemas breves que bordean el haikú). Hay que volver a un elemento previo de la narración: el tiempo. Algunos ensayistas han sugerido que En busca del tiempo perdido no es en realidad una novela sino un extenso poema. La sugerencia, más que proponer una discusión sobre las especificaciones genéricas, lo que hace es situar la reflexión en las maneras en que el tiempo se manifiesta como escritura. Henri Bergson, en su reflexión sobre el tiempo, se detuvo en un extraño libro, opacado por las reflexiones freudianas sobre el mismo asunto: la risa.

           El humor en sus poemas ha sido una presencia constante, un humor, sin embargo, festivo, en que más que reírse de alguien lo hace con alguien, establece un terreno común de entendimiento a través de la ironía, celebra los hallazgos verbales, los juegos de palabras, las aliteraciones afortunadas, el escolio apropiado, la glosa cómplice. Todo aquello que constituye justamente la risa en sus diversas gradaciones, desde el breve movimiento de los labios, casi como un gesto de reconocimiento, hasta la sonora carcajada, música que da dimensión a lo social. Por eso no es extraño que en sus libros recientes se haya acentuado su voluntad de juego, su capacidad lúdica. El poema como un sofisticado juguete que entrega al lector para que lo arme y desarme a su antojo.

           La narrativa ríe, la poesía también. Al poeta le hace falta extremar su relación con el idioma. Algunos señalamientos críticos respecto a sus traducciones hablan de que siempre parece buscar la expresión más rara para traducir algo. Se advierte poco que hay en la elección de una forma verbal en la traducción también una búsqueda de radicalidad. Me imagino que incluso las traducciones que admira –pongo como ejemplo las de Zalamea de Perse– le resultan insuficientes. Y eso al menos en dos sentidos: por un lado la situación extrema del original se matiza en la versión, nunca alcanza su revelación paralela pues el contexto verbal se pierde, solo se le puede recuperar si suponemos que los lenguajes se extreman –se estiran expresivamente, se radicalizan– de forma semejante.

           El otro sentido proviene de hacerla uno mismo, que nadie nos lo cuente. En eso se complementa con su labor de editor. Empezó participando en una explosiva e incómoda revista que se llamó Caos, donde publicó divertidas parodias e hirientes burlas al medio literario mexicano. Fue después redactor de la Gaceta del FCE en un momento de esplendor. Para ella tradujo muchos textos y preparó números de antología. De esa manera expandía su contexto, volvía más amplio el escenario de la risa. A principios de los noventa se fue a Veracruz y después a Xalapa, donde dirigió la Editorial de la Universidad Veracruzana y rescató para ella algo del prestigio que tuvo cuando Sergio Galindo la fundó en los años cincuenta. Traducir, escribir, publicar. Tres momentos del mismo gesto.

           La construcción de un paisaje fluvial y marino en la página es extraña en la lírica mexicana, más bien caracterizada por ser del altiplano, con un paisaje árido. Revisar los títulos de este autor nos señala la paradoja: la tierra nativa de su primer libro está hecha de agua, del río que cruza su natal Tuxpan, del mar cercano y ya presente en los palmerales y los mangos, también en los manglares. Poetas como Pellicer o Becerra, ambos tabasqueños, están más cercanos a una proliferación selvática, tienen varios grados más de temperatura ambiente sobre todo, son más metafóricos que descriptivos. Gorostiza se refiere a un luminoso mar geométrico –“tengo ganas de llorar, pero las suple el mar”, mientras que en Rivas la dialéctica entre el agua que fluye y las orillas que permanecen resulta esencial.

            Frente a la angustia de la fugacidad y la permanencia, de la forma y su contenido, que torturó a los Contemporáneos, Rivas propone una permanencia siempre reinventándose. Similar a la que propone en un paisaje urbano Octavio Paz en el Nocturno de San Ildefonso, con la cadencia y el ritmo del paseo, con unos pasos presentes que se superponen a los del pasado y los vuelven el mismo paso ya liberado de la temporalidad. El poeta ve en las cosas, en el mundo exterior, una escritura que hay que aprender a leer, como en esa sensación de que los pájaros en vuelo trazan una caligrafía para nosotros y que si fijamos la atención sabremos qué nos dicen, sabremos qué decirles.