El mar, el poema, el mar de José Luis Rivas

por José de la Colina

Poeta de la celebración de la vida y del mundo, y no del resentimiento social o moral o político –postura que suelen adoptar algunos para hacerse una sombría estatua de poeta “comprometido”, o siquiera de poeta maldito–, José Luis Rivas, para mejor disimular su esencial niñez –la cual, gracias sean dadas a los dioses, diosecillos y penates, le permite gozar de la temporalidad que es la patria de todo poeta que se respete–, dice tener ya los sesenta años, o unos meses más, o unos meses menos, pero… Pero ¿qué se está él creyendo desde que un areópago le dio (con mi entusiasta, terca y desvergonzada complicidad, lo confieso) el premio Nacional de Ciencias y Artes 2009?

        José Luis no nos engaña acerca de una edad que no tiene. Es imposible creerle que nació en 1950 y por la tanto tendría sesenta años, cuando con cada nueva página, con cada tirada de dados liricos, con cada disparo de palabras líquidas, con cada rítmica inundación que nos prodiga. fluvial torrente de imágenes, de metáforas, de versos largos y cortos, de palabras que andan, corren, vuelan, nadan (sobre todo nadan) y giran en la danza de derviche que sueña la tortuga. José Luis de todas las Rivas (todas las riberas veracruzanas), se delata, se desnuda, se acusa deslumbrantemente como un poeta recién nacido… aunque, ¡ojo!, hay que advertir que recién nacido ya con un tan admirable como temible conocimiento de la poesía prerrivareña, o sea la vía láctea de sus queridos fantasmas tutelares, es decir (según susurraría Gerardo Denis) sus “tíos poetas”, entre ellos:

        Juan Ramón Jiménez (“De desnuda que está brilla la estrella”), Rimbaud (“Yo tengo la clave de un desfile salvaje”), Saint-John Perse (“¡Oh, más apacible que el lomo de un río!”), T. S. Elliot (“¡Quién es ese tercero que camina siempre entre los dos?”), Baudelaire (“Escucha, alma mía, escucha la suave noche que asciende”), Pierre Reverdy (“El encuentro de una imagen con otra pone a flotar una tercera imagen”), Ramón López Velarde (“El relámpago verde de sus loros”), Carlos Pellicer (“Trópico, ¿por qué me diste las manos llenas de color?”), Cesare Pavese (“Vendrá la muerte y tendrá tus ojos”), Octavio Paz (“A la española entra el día pisando fuerte”), Aimé Césaire (“Viejo hablar oscuro de los sabios tam tams”), Blaise Cendrars (“Islas, islas, islas a las que desde la borda lanzo mis zapatos para que por ellas caminen”), Gilberto Owen (“Y luché con el mar toda la noche, desde Homero a Joseph Conrad”) y algún sonero veracruzano (“Me chupa la bruja, me lleva su casa, me vuelve maceta y una calabaza”), y, the last but nor the least, otra vez y siempre Saint-John Perse (“Auguro bien del suelo donde he fundado mi ley”) y otros, además de los que cito en un desorden cronológico, o quizá en un orden acronológico, porque quedamos en que la patria de los poetas es la temporalidad, o, dicho de otro modo, es la no-Historia y aun la contra-Historia, por políticamente incorrecto que esto les suene a algunos (y… sí, es políticamente incorrectísimo qué bien).

        Pero si José Luis Rivas, como corresponde a su obligación, a su perversión, a su maldición, a su angelicidad de liróforo terrestre (que diría Darío, Rubén), es un atemporal, esto es: no tiene lugar en el tiempo, en la cronología, en la Historia (salvo la historia con minúscula, la historia de cada día, que suele ser la única historia tolerable, y a veces ni siquiera eso). pero en cambio sí tiene Geografía: nació en Tuxpan, quizá cuando Tuxpan era todavía un paraíso por no estar totalmente invadido por los veneros de petróleo del diablo: cuando Tuxpan tenía (¿aún lo tiene?) un río deseoso ya de habitar un poema de José Luis Rivas (aunque José Luis aún ni siquiera se sospechaba poeta, y ya lo era), un río de aguas puras y cristalinas que de un suave fluir eran alabadas.

        Ya desde pequeño (pues los poetas, como los enanos, nacen desde pequeños) iba José Luis para poeta acuático, para liróforo líquido, para sireno nadando entre ondas. El agua fue su segunda madre, y permítanme citarlo. Después de contar a Ana Franco que de pequeño su madre y su hermana lo bañaban en tina y en un agua de lujo, enriquecida con flores (y ese baño es ya como un rito inicial en que el poeta encuentra y celebra sus nupcias con los elementos terrestres), Rivas recuerda en uno de sus poemas la voz materna, el sabor de la magdalena proustiana, aroma inseparable de las sensaciones del baño:

¿Quién huele así como tú?

Mamá me ha dicho después de bañarme:

¿Quién huele así como tú?

 Huelo a albahaca, a hierbadelnegro, a mohuite, a pétalos de tulipanes rojos machacados; huelo al agua de todas esas yerbas juntas, puestas a serenar la noche entera. Es verdad; así como yo, no huele nadie. Espero oler así toda la vida: ¡a esta agua intensamente roja como sangre fragante!

        Así que José Luis, veracruzano de cuerpo y alma, tuxpeño y universal, desde esa tina de agua florida, aromada, olfatiblemente sublime, estaba destinado a ser un poeta digamos hidráulico: un poeta del río, del mar y hasta, en una escala solo físicamente menor, del agua aliada con las flores del trópico. Ya se lo había sentenciado Baudelaire, fumando su pipa de haschich y tendido al costado o en la ribera de su amante mulata y (todo debe decirse) algo puta: “¡Hombre libre, siempre amarás el mar”!, ya se lo había aconsejado Robert Louis Stevenson, el descendiente de escoceses constructores de faros adentrados en alta mar: “Si no tienes en tu horizonte un mar, procura al menos tener a mano un río”, ya se lo había cantado, en un inmarcesible bolero inesperadamente baudelairiano, el admirable Alberto Domínguez: “Al mar, espejo de mi corazón, pregúntale si yo alguna vez…”, ya lo había oído en una maravillosa canción de Nosequién: “Como la espuma, que inerte lleva el caudaloso río, flor de azálea…”, ya alguien le habla abierto las páginas de un Antiguo Testamento en que se habla de los hombres “que van por la mar en barcos”, de los ríos en que “las muchas aguas no apagarán el amor, que es ardiente brasa” ya sin duda el niño joseluisito leía en Conrad aquello tan melancólico de “Cuando yo era joven sentía que iba a vivir más que todos los hombres, que el cielo y que el mar”, ya se lo susurraba Paul Valéry feminizando como en françés debe ser) al mar: La mer, la mer toujours recomencée! (“La mar, la mar siempre recomenzada!”), y quizá ya había sorprendido a José Luis una poética greguería de Gómez de la Serna: “A la hora de la muerte, el viejo capitán quiso mirarse a los ojos en un espejo para ver por última vez el mar”.

        Desde que emprendió la profesión de poeta. José Luis ha sido siempre fiel a su patria marina ya anunciada en la tina aromada, y ligada a la madre y la hermana en la evocación a través de los sentidos, José Luis ha sido leal con su Veracruz, “espejo donde las sirenas se van a mirar (Agustín Lara dixit). Vale decir que José Luis se ha hermanado con una vocación que exige ver, oler, tocar, gustar, oír, pensar la fluidez del heraclitiano mundo, este mundo que siempre es el mismo, este por siempre cambiante mundo natural y humano. José Luis ha sido leal a su Tuxpan natal, el del río aún cristalino y puro, el río perpetuamente móvil en una y otra vez y siempre como por primera vez, en la recomenzada onda móvil, fugitiva, retornante, reciclada y esparcida en poemas a lo largo de un solo poema.

        Su poesía es de texturas, de materias corporales, físicas y en fluir permanente. Su poesía admite la prueba, como exigía André Breton, de los cinco sentidos, más ese sentido suplementario, el que los reúne y sublima a todos: el del pensar, que a su vez se sublima en la imaginación. Con esos cinco sentidos José Luis ha sabido leer “la patria de aquí abajo”, la tierra entretejida de ríos, la tierra aliada al mar con el sol. Del haikai al poema extenso, del verso corto al verso largo, del poema amplio al poemínimo, Rivas es un cantor del vértigo y de la contemplación serena, del lirismo húmedo de las olas que dialogan con el sol, con las nubes, con las arenas. José Luis es un escucha del sutil tecleo de la lluvia que despierta el olor de la tierra, del agua que suscita una mayor materialidad de las cosas en un poema significativamente llamado “Don de resbalar”. Resbalar: ese irse, ese deslizarse por una superficie, y los verbos, lección gramatical heraclitiana, darán fe de la movilidad del mundo, que es primordialmente agua:

Es la lluvia, ya suelta, lo que miras desmelenarse por la enrejada ventana de madera. (…). Rápidos, sucesivos goterones acribillan de nueva la tierra cálida. En mezcla, polvo y vaho se elevan a tenor de los impactos, del corredizo pespunte de los picos de agua entre una y otra teja.

        Y aparece el juego humano con el agua, principesco autorregalo del niño pisador y pateador de los horizontales espejos ácueos: los charcos, monedas menudas del mar, regaladas al niño:

Salir entonces a la calle sembrada de charcos. Los pies desnudos halados por tirante impaciencia, don de resbalar por los taludes…

         El diálogo entre seres animales vivos y el mar (no un animal aunque sí un ser vivo) vibra o palpita con el aleteo del velamen (y adviértese aquí la liquidez que suena en las eles y se contrasta con la dureza de las tes y las erres):

Un tropel de caballos negros

se detiene de pronto

ante la ola.

En el azul lejano

una vela

a punto de volar…

         El mar, el agua que es el mayor, el principal elemento de los seres vivos, el agua que se continúa en los ríos y los estuarios y respira rítmica, musicalmente, y se traduce en la respiración humana, que es otro ritmo, otra marea. Para un poeta como José Luis, el mar, en el principio, es el ritmo, el movimiento que inquieta, altera, hace vivir las líneas, que está antes de las palabras y busca encarnar en palabras al comienzo ni si quiera escuchadas con el pensamiento, ni siquiera elegidas, ni siquiera halladas antes de emprender la aventura del poema:

         Antes de escribir algo –declara José Luis– no sé qué forma va a tomar. Se configura según la propia respiración que se produce; voy respirando de una determinada manera y ello genera el ritmo de la escrito. Una de las condiciones indispensables es, después de leer en voz alta y encontrar cuánta fluidez hay o no en el poema, darle la disposición que les corresponde a las palabras en la página. Inicialmente no lo tengo muy claro pero después encuentro la manera de decir los versos de una vez, en una sola emisión de voz, en un solo aliento, y así puedo establecer su ordenación. Comparto la idea de un teórico francés que sostiene que el ritmo forma parte de la significación. Es muy importante la presencia del ritmo, por ejemplo, en una línea como ‘de desnuda que está, brilla la estrella’; si se invierte el orden de las palabras deja de ser poesía. Es asombroso lo decisivo, la disposición y el ritmo de los sonidos para configurar lo poético; cualquier modificación, cualquier leve cambio, trae la desaparición de la poesía. Para mí, el ritmo tiene un papel fundamental dentro de la significación del poema; por lo mismo, los silencios y las pausas crean también, a su manera, un remate del ritmo.

         Escribir el poema es sentir la materialidad, la quietud, la fluidez, el constante cambiar de las materias, de las formas, de la vida, y fijar la transitoriedad del mundo a través de un léxico flexible pero siempre tendido hacia la concreción, hacia la palabra como algo tangible, audible, olfateable, algo que se pueda casi tomar en la mano y, con lo que se pueda copular o luchar (es decir: copular que es luchar, luchar que es copular)… La palabra no es para Rivas un fantasma de la cosa, es una cosa que puede ceder o resistirse a la mano, a la lengua, al habla, a la escritura del poeta.

         Si siento que la palabra se resiste, le confiero existencia. Algo real es precisamente la palabra: me parece una explosión física, sonora, que marca un sentido de la presencia de una persona.

         Existe también la forma en que uno habla, la forma en que uno respira, la forma en que uno inhala el mundo y lo devuelve mediante la voz, mediante la misma respiración.

         Terminaré diciendo un poema de José Luis Rivas que es ejemplar porque ilustra un modo de ejercer la imaginación con lo que no es más que mirar atentamente el mundo, una capacidad de soñarlo con solo saber estar en él, con saber mirarlo, tocarlo, oírlo, olerlo, gustarlo, teniendo en cuenta que somos transitorios pero aún estamos vivos. ¿Se habla aquí de un hombre del mar o un hombre de las orillas? Se habla aquí de un poeta, de un hombre que sabe:

PARA SONAR LA VIDA ABRE LOS OJOS

 

Para soñar la vida abre los ojos

instila la primera lágrima

donde beben las aves

que escoltan el invierno de los ríos

los grises temporales de crestadas olas

entre cuyo fragor espumante

solo cruzan en bandos los pelicanos

 

Para soñar la vida

profiere la primera silaba

dice el nombre de la cosa

ésta se anima

                      y aparece

 

Si nombra al sol del estío

todas las nubes

en corro

              se disponen

y el sol las baña con ortigas

(una espina de luz en cada pluma

y una caricia franca

sobre las velas combas)

 

Para soñar la vida alinea sus granos

flamantes en mazorca

cuando las milpas en la tarde son cálidas

como la brisa cuando la aldea

abre sus venas

en red de azules vallas

y dorados atajos

 

Para soñar la vida abre la mano

y sobre la palma tendida

cae

–pañuelo a la deriva–

la hoja sepia del otoño

solo un segundo antes que las lágrimas

 

Porque las despedidas son de ámbar

y nos dejan leer con cuentagotas

su rosario

 

Para soñar la vida

                               abre los ojos

Y… Gracias, José Luis por tu poema, tu mar, tu poema, tu mar…