Lo conocí en julio de 1988 en la sala Manuel M. Ponce del Palacio de Bellas Artes. Presentaba su segundo poemario, La sed del marinero que regresa, editado por la Universidad Autónoma Metropolitana, unidad Azcapotzalco. En esos días yo buscaba autores del municipio para integrar la antología Poetas en construcción, poesía de Ciudad Nezahualcóyotl, que primeramente serviría como tesis para obtener la licenciatura en Letras Hispánicas en la UNAM, y que posteriormente sería publicada por alguna editorial amiga, cosa que finalmente ocurrió en marzo de 1994, cuando el grupo cultural ENTE (El Norte También Existe), liderado por el inquietísimo y creativo Toño Malacara, se ofreció solidariamente a hacerlo.
Debo confesar que para entonces había localizado muchos autores que me habían entregado muestras de sus obras, la mayoría incipientes, ingenuas, faltas de recursos y de malicia. No existía en la entidad una concepción profesional de la creación literaria, el único escritor del municipio que había logrado destacar gracias a la publicación de algunos libros y a su participación en diarios como El Día, El Nacional y Excélsior era el dramaturgo y narrador Tomás Espinosa (1947-1992). Emiliano Pérez Cruz, que hoy es la cima de nuestras letras necenses, sólo había publicado Tres de ajo, libro incompleto pues que los cuentos incluidos en realidad formaban parte de un libro mayor que hubo de reducir por disposición inquebrantable del editor.
Poesía de aficionados, diría ahora, con muy contadas excepciones. Por lo mismo, debe apreciarse cuán grande fue la sorpresa, y qué agradable, cuando escuché que aquel autor joven, bajo de estatura, moreno, de bigote incipiente, de cara redonda, con rasgos profundos de inocencia, vivía en Neza, que había estudiado Literatura Hispánicas en la UNAM y que a su vez era maestro en la UAM Azcapotzalco; que era amigo de escritores destacados en ese momento, incluyendo al buen Emiliano, quien me había avisado de aquella presentación en Bellas Artes. Ahí estaban precisamente, dispuestos a comentar el libro, Sergio Monsalvo, Arturo Trejo Villafuerte y Vicente Quirarte, escritores de una generación brillante a la que el poeta José Francisco Conde Ortega pertenecía. Estaban en el estrado, además, un funcionario de la Universidad y el entonces director de Bellas Artes, Felipe Garrido, quien al final de la presentación, habiendo leído el autor algunas muestras del poemario, tomó la palabra para destacar un poema que había pasado desapercibido para los comentaristas y que a él le había agradado específicamente: “Letrero”. Breve y sustancioso, pero verdaderamente bello, hablaba metafóricamente de la mujer amada, de la naturaleza orfebre que la forma; pero lo hacía con una sensualidad especial y una certeza sobresalientes. El maestro Garrido lo leyó entonces de manera soberbia:
“No son palomas tus pechos,/ codicia enteramente tuya;/ tu cuerpo es una cuerda rota:/ nadie, al tocarte, supo tensarla/ hasta la nota primitiva./ Tu cuerpo se adelgaza/ mientras todas las mañanas/ (la oficina obscurecida)/ el siempre por ti misma ignorado/ perfume de tu sexo/ proclama, sílabas urgentes en tu cara,/ una cama a la mitad vacía./ Ignoras que tus piernas en cada paso agotan/ la sed de muchos hombres;/ que de tu falda las prendas más secretas/ son saqueadas en cada ‘buenos días’,/ en la inocencia viciosa de tu risa./ Nunca sabrás que muchos otros/ leyeron tu cintura/ y la flor/ olvidada entre tus piernas.”
José Francisco, “Pancho” como lo llaman sus amigos, nació en Atlixco, Puebla, en 1951, allá mismo realizó sus estudios básicos y vino al DF a realizar su bachillerato y posteriormente su carrera universitaria. Ha publicado a la fecha 30 libros, 17 de los cuales son de poesía (entre otros Vocación de silencio (1985), La sed del marinero que regresa (1988), Para perder tus ojos (1990), Los lobos viven del viento (1992), Imagen de la sombra (1994), Intruso corazón (1994), Rosa de agosto (1995), Estudios para un cuerpo (1996), La arena de los días (1999), Práctica de lobo (2001), Los cuadernos de febrero (2006), y el de muy reciente aparición, Fiel de amor, una ampliación afortunada de la segunda sección de La sed del marinero que regresa. Es un poeta nato que sin embargo se esfuerza por escribir crónica, cuento y ensayo, cosa que logra brillantemente por su disciplina y preparación.
Conde Ortega ha definido un estilo propio que le permite moverse cómodamente tanto en verso libre como medido. No es autor que guste de experimentos ni de juegos. Le gusta, sí, desarrollar a plenitud su oficio. Ha descubierto la fórmula precisa para elaborar poemas de buen nivel: sobrios, maduros, detalladamente perfectos; sobre ello camina con seguridad y firmeza. Entre sus temas más socorridos están el amor, el erotismo, la convivencia etílica con los amigos, la ciudad de México… Poeta lírico por excelencia, llena su poesía de símbolos que la emparentan con la de tiempos pretéritos y culturas diversas, incluyendo la del arrabal, la música popular, otros poetas… En el tema amoroso luce más su sensibilidad y su talento, ahí las manzanas, flores, espejos y palomas son símbolos del amor mismo, de las escenas amorosas, de la mujer amada que es real, concreta, nunca un idealismo. La poesía de Conde Ortega es rica en metáforas, hipérboles, comparaciones. Le gusta el sentido figurado y, sin abusar de él, construye imágenes que muchas veces sorprenden. Tiene un pleno dominio sobre el ritmo y nunca utiliza la rima.
Para concluir este comentario veamos un ejemplo clásico de este autor necense que aparece en Los lobos viven del viento, “La huésped”, poema que revela el simbolismo de esta fiera que le sirve a Conde Ortega para plasmar el erotismo amoroso del hombre que devora en sí mismo a su huésped, la mujer que tiene la virtud de domeñarlo.
“Llega como sombra de sueño/ la huésped que deshoja los libros./ inicia la lucha con el lobo,/ mide el filo de sus dientes/ y aprueba la blandura de la cama.// El lobo enseña sus colmillos/ y cerca del cubil tensa la espalda.// La huésped organiza la luz./ Por la rendija del silencio,/ con una mirada/ se adueña de la sombra y de la fiera.// El lobo escoge su rincón,/ juega su rosario de minutos/ y tímidamente gruñe.// El tiempo de la sábana vacía/ es una herida del alba/ que encona la derrota.// El lobo espera la presa/ que nunca supo de cierto hilo de Ariadna.”