Trópicos en la palabra

por Iliana Rodríguez Zuleta

En Trópicos I. Antología personal, de Eduardo Cerecedo, la naturaleza se crea por medio de hermosas palabras que algunos habitantes de la ciudad desconocemos o hemos olvidado: aparecen nombres de peces, como lebrancha, catán y panga; de mariscos, como chaca; de aves, como churrinche y papán; de insectos, como jején, jicote y pepegua; y de plantas, como acahual, coyol y jobo…. Cada especie se nombra, como si al nombrarla fuera creada de la nada, o bien, salvada en un arca poética:

 

Del norte viene la oscuridad, cala con su vuelo

las migajas de luna que entreveran los flamboyanes

en sus copas.

Las golondrinas del manglar, un tronco

que guarda el retozo de pepeguas y zancudos.

Aparecen más golondrinas en la hojarasca.

Suena el mar en la higuera, en sus frutos lame

el tiempo (70).

 

 

Estas palabras llevan nuestros sentidos al trópico, y nos recuerdan que no hay árboles sino higueras y flamboyanes, y que no hay insectos sino pepeguas (hormigas grandes) y zancudos. La diferencia resulta abismal, ya que los sonidos mismos, aun si nos resultan desconocidos, nos remiten a una naturaleza desbordante.

Esta vitalidad es notable en “Viento del Norte”:

 

El canto de las chachalacas aclara la mañana

del lunes,

la raya de monte es una panga que deambula

entre gargantas

y aleteos, cuyo ajuar no es sino la víspera del norte.

Los papanes de vuelo lento chillan,

estremecen al acahual a esta hora sofocado

por la ventisca del mes.

El aire adelgaza el bramido de becerros lejanos.

 

Los plátanos de manzano colgados del caballete

de la casa de palma han cubierto de olor

mi memoria,

a través de su aroma oigo el silencio

en que maduran (113).

 

Las sonoras, antiguas palabras funcionan también como asideros de la memoria. La voz que habla en el poema parte de la palabra para evocar lo sensorial. El nombrar provoca y convoca. Provoca mundos que no existían; evoca los que ya no existen más.

Los poemas de esta antología personal tienen, a veces, una función adánica, edénica. Nombran y, al nombrar, crean el mundo paradisiaco de lo natural. El río Tecolutla surge de la tinta de la pluma:

Mientras escribo la primera letra va formándose

en la hoja un nacimiento, me moja los dedos,

crece, se levanta,

despliega su misterio húmedo, transparente.

Los peces saltan al terminar la palabra río,

kilómetros tras kilómetros desfilan

en una sola romería: agua.

Lleva el nombre primigenio

en su ribera, escultura tallada

por el mangle cóncavo.

Al nombrarte cubres esta página (107).

 

El poeta crea mundos con su palabra. De hecho, hay en las páginas de Trópicos I un poema que sirve como poética o declaración de principios literarios. Se titula “Un dios el poeta”:

 

Que se entere el viento:

Soy poeta.

 

Que lo sepa la montaña,

que rabie el sol

por cuenta propia.

 

El mar sabe de mí…

Soy poeta:

Vengo del cielo.

Aquí

se moja esta página.

 

Llueve (139).

 

 

Pero, si en este poema el dios creador es el poeta, en otros textos recogidos en Trópicos I. Antología personal, el sujeto lírico, el yo o el alter ego del poeta, se omite. Queda una voz transparente que, como el cristal, permite ver lo que hay más allá. Sin embargo, este cristal pinta el mundo de alegría por la vida, de plenitud, de impulso erótico omnipresente. Esta naturaleza sí “depende del cristal con que se mira”, según mi tergiversación del dicho. Quiero decir que el sujeto lírico, el de la voz, se transparenta: aunque no hable de sí mismo, su presencia se adivina, ya que todo lo impregna de fuerza vital. Así en “Frutas del golfo”:

 

Cortar anonas

guanábanas

limones y pitahayas

es cortar al mediodía

el paladar del sol

en la vainilla

 

fruto tibio

que unta su ribera

en la naranja

selva de hectáreas dulces (32).

 

La naturaleza, como fuerza irrefrenable, muestra su lado lúbrico. Los animales son captados en su dimensión sexual. Como el mono en “Sombras de mangle”:

 

En la horqueta de ese mangle

un mono blanco, el sexo se lame hasta sangrarlo.

Un líquido luminoso gotea en la espesura

de la fronda,

el mono trepa por la copa del árbol,

se revuelve dando gritos feroces. Pasando la furia queda patas arriba.

Su semen cuelga de las hojas como halo de luna

devorado por el alba (102).

 

Si la naturaleza es impulso vital, el ser humano también muestra su erotismo, como parte de tal naturaleza. El varón mira a la mujer, en algunos de estos poemas, como un fruto codiciable. También como compañera, alegría, esperanza, desencanto, olvido. Como vida, en suma. Se lee en “Entrada la noche”:

 

Has quedado dormida

mi mano te busca

para debajear

el atajo de luz

que hay entre tus piernas (79).

 

La palabra “debajear” cobra aquí un nuevo significado, metafórico, erótico. En estos poemas, la mujer se constituye en otredad radical, la que hace habitable el mundo. Las metáforas usadas para aproximarse a su figura provienen de la naturaleza:

Te he puesto en mis ojos

para observarte sin prisa,

allí ver por tu mirada

los lugares que te aclaman,

la medialuna del ombligo,

las ciruelas campechanas

que crecen en tus pezones (85).

 

La mujer, el varón, los frutos, los animales, los insectos, los árboles viven en este trópico intenso, lujosamente poblado de imágenes, sensaciones, memorias, nombres.

*

Digno veracruzano de nacimiento, el poeta Eduardo Cerecedo nos ofrece en este libro una suma de su rico camino en la poesía (1992 a 2014), una antología personal que nos obsequia una mirada vital, erótica, plena sobre el mundo. El mundo no es un valle de lágrimas. Es en Trópicos I una tremenda, hermosa, exuberante selva tropical.

 

Casa del Poeta Ramón López Velarde, Ciudad de México, 9 de agosto de 2018. Texto leído en la presentación del libro:

 

Eduardo Cerecedo. Trópicos I. Antología personal. Prólogo de Armando Oviedo. Toluca: Fondo Editorial Estado de México, 2015. Colección, Summa de días.