Presentación del libro de Ramón Iván Suárez Caamal, Cuna la media luna

por Norma Baeza

Antigua como el mundo, viene la canción de cuna rodando por los caminos, trae en las sandalias el polvo obstinado de sitios ignotos y en su cabello albea el salitre de los siete mares. Nadie sabe a ciencia cierta cuál es su origen, ella no data, no tiene fecha ni patria cierta, pero su espíritu ha viajado intacto a través de los paisajes más disímiles durante más años de los que se puedan recordar.  

La nana es, en el mundo de habla de hispana, un especial tipo de canción popular, de comunicación y transmisión esencialmente orales, en la que se pueden encontrar muchas de las primeras palabras que se le dicen al niño pequeño, mas este tipo de canciones -con otros nombres, pero con los mismos contenidos y parecidas formas- han estado por siglos en la boca de las madres y las nodrizas también en otros países hablantes de lenguas diferentes. Hay un invisible hilo que teje el natural parentesco entre nanas españolas, italianas, portuguesas y francesas, una corriente de la que fluyen no sólo las interacciones que entre ellas han bordado su aire familiar, sino también su pertenencia a una tradición común, evidentemente románica.

Esos pequeños poemas cuyo origen se nos oscurece, son creaciones colectivas trasmitidas de boca a oreja y que arman un ritual en torno al juego interminable de convencer, atrapar o arrastrar al niño que se resiste a dormir, porque la canción de cuna está en la tierra con la sola misión de derrotar a la vigilia.  

 En todas sus variantes, estas cancioncillas son algunas de las creaciones poéticas más antiguas y una modalidad de poesía lírica popular que aún se encuentra viva en la tradición de los países de habla hispana, pese a la presión que sobre este tipo de manifestaciones culturales ejercen los diversos medios de comunicación de masas, sobre todo aquellos que tienen en la imagen visual su principal capacidad de fascinación. La riqueza interna de estas composiciones y la magia que el niño siente al escucharlas han contribuido a impedir que el género terminara desapareciendo.

 Y también porque los niños, sobre todo las niñas, la mantienen en sus juegos al asumir su papel de “arrulladoras”, porque las niñas de hoy, como las de hace cien o doscientos años imitan a mamá, o a la abuela, y hoy como ayer se sirven de la canción de cuna para jugar a dormir a sus muñecas.

 También han contribuido a ello el hecho de que poetas consagrados hayan cultivado alguna vez el género, el caso más conocido tal vez sea el de Federico García Lorca, y el interés que aún despierta su estudio en los ambientes académicos.

La nana de Hispanoamérica, al igual que la mayoría de las canciones folclóricas que acompañan ciertos juegos infantiles, viene de España. Se embarcó, y así lo confirman los registros, hacia el Nuevo Mundo al inicio de la conquista junto a libros religiosos, vidas de santos, sermones, vocabularios eclesiásticos, obras de Garcilaso de la Vega o Fray Luis de Granada. Las colecciones de romances y canciones forman parte del acervo cultural que al llegar a las tierras recién descubiertas y luego sometidas a la colonización arraigaría en el espíritu de los pueblos mestizos sembrando en este universo de sangres entreveradas el sarmiento de una tradición que creció como en tierra propia.

De sobra son conocidas las versiones que en diversos países de Hispanoamérica existen sobre los temas de Mambrú, La delgadina, Bartolo o La pájara pinta, por poner sólo algunos ejemplos; canciones infantiles, las cuales muchas veces provienen del romancero, donde casi siempre se conservan los elementos básicos de la composición originaria española,. No es osado, pues, afirmar que, aun cuando cada canción tiene -sin duda- su propia historia, con carácter general la inmensa mayoría procede de España y que, en algunos casos, su antigüedad pudiera superar los cuatrocientos años.

El libro que nos convoca en la tarde de hoy es descendiente de esa tradición milenaria y popular, su autor ha bebido de esa agua  en el cuenco de sus manos y dentro de su espíritu el venero de esas corrientes ha manado frescura de tradición renovada. Mas no debemos engañarnos pues, aunque los poemas reunidos en él alientan en el más puro espíritu de las viejas canciones de cuna, cada texto es el fruto de un exquisito trabajo de orfebrería verbal donde absolutamente nada es fruto de la casualidad. Es pues, un libro culto, labrado con pericia de experto y con malicia de cazador avezado en la ingente tarea de cazar las palabras. Y no obstante transpira una gran sencillez, la necesaria para cumplir con su misión primera: gustar y ser comprensible para los niños.

He aquí que, como diría un crítico al hablar de los Versos sencillos de José Martí, la sencillez en Ramón Iván es de las cosas más difíciles, porque la tarea de crear una pequeña joya de proporciones justas y contorno sutil, limpia de accesorios  ociosos y engarzarla con otras en un conjunto perfectamente balanceado, y que además parezca que se hizo sin esfuerzo, está destinada a los valientes, y a los que no temen al paciente trabajo de aprender cada día con el candor, el asombro y la curiosidad con que el niño explora el universo.

Para lograr esta compleja sencillez el poeta, conocedor profundo de la tradición, eligió los versos de arte menor, especialmente el metro cantarín del hexasílabo, y se aplicó a jugar con las rimas, sin encerrarse en un molde preciso en cuanto a las estrofas. Moviéndose con libertad por los recursos formales, para darle el tono y la consistencia sonora de los viejos temas, hace uso de todos los elementos propios del género: distribución de los acentos basada en la intención melódica –recordemos que la nana es un canto para llamar al sueño y para surtir efecto debe tener un ritmo pausado e insistente-; exploración en las posibilidades musicales de la eufonía, la aliteración o el juego con las letras por el puro gusto de disfrutar su sonido:

(…) Lirón lirondo 

       Orondolindo

       Sueño redondo

 Otros rasgos son la presencia del estribillo, la brevedad, y la sencillez léxica.

Cumplen los contenidos también con los rasgos del género: el emisor es por lo general un adulto que induce, pide y a veces presiona y hasta amenaza para lograr su objetivo; y para ello se ayuda con  historias que el niño puede seguir, anécdotas por las cuales circula una galería de personajes que cumplen con funciones secundarias, todas destinadas a reforzar el contenido de su mensaje: incitar al sueño. Ahí están las ranas, y las polillas, el mosquito y las palomas, y el lirón, el sol y la luna, y los santos; pero también los seres que infunden terrores nocturnos como el abstracto e irrepresentable coco, o la mítica bruja, y más aquellos tan concretos como las arañas, o –como en las nanas andaluzas- el toro.   

El tono afectivo que suele aparecer en este tipo de composición no se nos revela por el empleo de recursos externos como los diminutivos, la afectividad está en el sentido, en la emoción que causan las historias que nos cuenta, historias en las que el tono dramático de pronto se desliza casi sin ser notado, como un suspiro, y en las cuales se aprende que el mundo y la naturaleza también son crueles, tal como acontece en “Canción de cunaraña” en la que el texto juega con la similitud entre la telaraña y la cuna, una cuna de muerte, trampa viva que dibuja el ciclo fatal de la cadena alimenticia, porque el niño debe saber que hay dolor en el hecho de mantenerse vivo y que hasta una inocente telaraña es también  el espacio para una tragedia:

 

La araña patizamba,

la araña con joroba

tejió cuna de seda

a la mosquita boba.

Las gotas del rocío

cantaban en su alcoba

o tal vez eran lágrimas

por la mosquita boba.

Hilo tras hilo teje,

hilo tras hilo roba

la risa de los ojos 

de la mosquita boba.

 

y el miedo, asiduo huésped de la canción de cuna, ya no es el recurso para presionar y obligar al sueño sino una desolada emoción sin hogar fijo:

 

Le rogué que me diera,

a una bruja, su escoba:

Que te salvo, te salvo,

pobre mosquita boba.

Ay, el arpa que tiembla;

ay, el arpa que arroba

y ese miedo sin alas

de la mosquita boba.

 

 Las canciones de cuna expresan todo el acervo cultural y el sentir de los pueblos y de eso está consciente el poeta que juega a recrear el espíritu de estos cantos, así que también, en su modo peculiar, da testimonio de las desigualdades existentes en la sociedad mientras nos conduce hacia los territorios del sueño a donde la conciencia se escapa para aliviar la pena, como en “Arrullo para un niño pobre”, texto en el que el sujeto lírico, la madre, debe luchar no solo contra la vigilia sino también contra el hambre, y no hay sensiblería en esa alusión a la pobreza, un fantasma que pasa traslúcido y fugaz por el verso y nos dice adiós antes de cruzar a la otra orilla:

Duérmete, pequeño, 

no pidas avena 

que tu madre buena 

vigila tu sueño.

Mi cielo, mi gozo 

¿por qué no has dormido 

si calor de nido 

tiene mi rebozo?

Come esta migaja: 

lija que se lija, 

doña lagartija

tiene tu sonaja.

Se durmió mi nene, 

se durmió en su hamaca; 

no me lo despiertes, 

chacha chachalaca.

 

Como rama que crece pegada al tronco pero segura de su propio destino, la nana que brota de la pluma de Ramón Iván busca la luz hacia caminos frescos, y por eso aquí se invita al sueño no solo al infante sino que todo es susceptible de ser arrullado, la fruta, el gato, la cigüeña, el insomne y solitario pez en la pecera, el reloj y hasta el propio sueño:

 

              Al sueño y su enojo

dos negros murciélagos

le pintan los ojos.

Sin dormir y harto

bostezó un lagarto.

Con uñas de polvo

y un pelo de sapo,

que traiga la luna

                 su risa de trapo.

El sueño sin sueño

se quiere pequeño.

La cola del gato

traza un garabato.

En una burbuja

venía una bruja.

Un pez con bigotes

se come un elote.

La gallina zamba

bailaba la Bamba.

Cabecea un sueño

Encontramos en este poemario la huella de bien asimiladas lecturas, el eco de autores emblemáticos, de recursos que en su momento hicieron la diferencia y revolucionaron el modo de decir poético. Por aquí y allá asoma su rostro la búsqueda traviesa del texto vanguardista, que se desparrama en el manejo experto de un arsenal tropológico y una imaginería de los cuales carece la nana popular, más desnuda y directa en el lenguaje porque tiene su cimiento afincado en la melodía.

En este paseo por la tradición culta del género reconozco sobre todo la mano alada de Federico García Lorca, el siempre llorado cantor de los gitanos, los lagartos, y los patios de Granada, que nos hace un guiño desde la orilla donde ensueña su Andalucía sonámbula, con su rumor de agua y su luz de luna desmayada:

          

La noche y el día

del agua manaban.

El sol no dormía

ni la luna blanca.

El canto del cántaro

entona una nana,

el vientre de barro

ríe con el alba.

Si llega la noche

que se duerma el agua

y al día lo arrullen

dos palomas albas.

El sol y la luna

dormidos estaban,

oscuro es el cántaro

y muy clara el agua.

Que sacie este canto

la sed del mañana.

El sol y la luna

bebían el alba,

hermanos sin tregua,

gemelos del agua.

La noche y el día

la lluvia soñaban.

El vientre del cántaro

es quien la guardaba.

 

Amerita este libro una mirada más detenida, imposible en el espacio de una presentación, a mí solo me resta invitarlos a leer, a viajar por este prontuario para llegar sanos y salvos a ese misterioso, mutante lugar a donde nos hemos ido cada noche desde que nacimos, y al que alguna vez llegamos asistidos por la voz amorosa de nuestra madre.