Agustín Monsreal sigue tan carirredondo, tan espontáneo, tan angelical, tan sonriente, tan pelimojado por la lluvia como en 1978 cuando ganó el Premio Nacional de Cuento San Luis Potosí. Mario Benedetti, Huberto Batis y Sergio Galindo lo declararon el mejor y tuvieron razón porque Monsreal es un escritor verdadero. Allí está la escritura dentro de su pecho como una bola de calor que rebota fuerte al interior de su cabeza de yucateco; se inicia en ese cuento de Me llamo Eduardo de su primer libro Los ángeles enfermos y a partir de entonces Monsreal sigue echando a volar muchos ángeles lastimosos y entrañables siempre a punto de estrellarse contra el pavimento.
De 1978 a 1984, nada ha perdido de su afán, de su fuerza; al contrario, esa bola le golpea el pecho al igual que un temblor y Agustín Monsreal escribe anhelante y tierno, los puños apretados, suave y duro a la vez, protegido por un líquido amniótico de su invención. Pero en su nuevo libro: Sueños de segunda mano ha perdido la inocencia. Su mundo es el del hombre y la mujer, su aterradora dependencia, el amor que a final de cuentas es sólo un desencuentro porque la leña con que se cuece a una pareja siempre está verde, el combustible se apaga después del primer flamazo y queda un olor a paja quemada, a petate que hace llorar los ojos y provoca la tos. No la hagas de tos dicen ahora los chavos para bajarle el volumen a la emoción. Si la tos es un quebrantamiento, una irrupción, un elemento de disloque y Monsreal maneja el disloque como lo manejó Posada tan hábil en captarnos en nuestras actitudes más desafortunadas.
En Sueños de segunda mano, el acto de amor, por ejemplo, no es visto en función de sí mismo sino de la boda, el banquete, los invitados, sus regalos, el qué dirán; los demás ciñen a la pareja, la obligan, la asfixian; todo lo deteriora con su mirada. Además del Viraje sentimental uno de los mejores cuentos es Sueño de una mañana de verano. Juan Antonio se queda quieto a medio bocado del desayuno y le dice a Rosa su mujer que se va a ir a la capital a hacer fortuna, y ella, déjate de payadas y vete a abrir la tienda, pero el hombre sale de su casa derechito a la terminal de autobuses y ya en el Distrito Federal, la señorita secretaria del jefe de la compañía le dice un momentito y lo pasa con el señor ingeniero, así que usted es comerciante y le dice y le ofrece el puesto de encargado en jefe de las bodegas y si las cosas marchan como deben, dentro de poco el jefe de personal. Juan Antonio manda a traer a Rosa y ésta se viene con los chamacos y primero es el departamento y luego la casita porque al cabo de cuatro meses, Juan Antonio es jefe de personal y a los siete, subgerente. Los niños acuden a los más prestigiados colegios particulares, a Rosa le fastidian tanto los fines de semana en Cuernavaca, Tequesquitengo, Acapulco, Puerto Vallarta.
Agustín Monsreal nos regala un retrato tenso, voluntarioso, inteligente de la corrupción mexicana. Le bastan escasas once páginas para delinear a un mexicano absolutamente reconocible; el que ascendiendo, o mejor dicho, cayendo del cuartucho en el pueblo a las glorias del Distrito Federal. La corrupción es suavecita, ineludible, y peor aún, es natural. Prosperara así en envenenarse. Agustín Monsreal sigue corte y corte con su pluma estilete, evidenciando el tumor, salpicándolo con su pus, vean, vean para que se den cuenta qué facilito, cómo se desliza uno así como quien no quiere la cosa y queriéndolo o no, el alegato de Monsreal es político y es muy amargo.
“La improvisación es una de nuestras más gloriosas costumbres” afirma Monsreal al construir su personaje. Juan Antonio lamenta no haberse venido antes porque tendría más negocios, más concesiones, más responsabilidad y pensándolo bien a estas alturas ya sería senador, tal vez hasta gobernador y tal vez, uno nunca sabe. Por más deleitosa que sea su escritura tanto en Sueño de una mañana de verano como en Viraje sentimental, Monsreal nos comunica su profunda desesperanza. Agustín Monsreal es el centro de por lo menos siete de los catorce relatos que nos ocupan y es el centro mismo de la desesperanza. De él, lo quieren todo. Los hombres lo buscan para violarlo en la más cruel de las embestidas, las mujeres para que él les compre, muebles, licuadoras, ollas exprés. Recaba las exigencias achatadas y romas de seres que escogen siempre la mentira, la cobardía, la infelicidad. Las mujeres, según sus propias palabras, son sanguijuelas cachondas que convierten al hombre en pobre diablo. Las mujeres son nalgas, caricaturas de sí mismas, arteras, yo estoy aquí para ayudarte mi vidita y Monsreal con la pura incisión de su mirada la observa maniobrar y las pesca con las manos en la masa. La asfixia se da por medio de las palabras, el recuerdo de las mezquindades; “De buenas a primeras_ escribe Agustín en Otra vuelta de tuerca, otra “Comenzó a notar a su mujer algo cambiada como muy platicadora con él, qué tal te fue, qué tal de trabajo tuviste, qué dice el patrón, como muy obsequiosa, te compré tu cervecita, te puse a calentar tantita agua para los pies, como comprensiva; si por cualquier motivo él se atoraba en el camino y llegaba tarde a casa ay me quedé dormida se disculpaba ella y se levantaba a darle se cenar, sin fastidio ni reproches, con sonrisas, más bien con aniñada complacencia, con lacias miradas de solidaridad; has de venir tan cansado, pobre, con cariñitos en los cabellos, en las manos, con masajitos en la espalda. Y él desconcertado”. Total la urdidumbre de la trama hombre-mujer está hecha de fingimientos y chantajes, agruras y efervescencias. “Nulidad que es uno-dice Agustín Monsreal- lisiado del alma, infructuosos del corazón, renegandoso, a la media hora ya estás pensando en tu libertad descalabrada y ya andas con el ánimo derrengado pero con todo y eso sí cariño lo que tú digas, le echas la soga al cuello a tu vida y con ese desgano tan tuyo empiezas a jalar, a apretar, a correr hasta el fin el nudo de tu holocausto, de tu vulgar y pequeño apocalipsis”.
El protagonista, el autor, el hombre se ha parado en el centro de la arena, a la mitad del foro, a la mitad del mundo, en medio de la planicie y lo acometen. El círculo se estrecha y las mancornadoras lo empitonan. Todos lo poseen. Por delante y por detrás. Con Vidal y Adolfo, Benito y Fernando aborda el tema de la homosexualidad y reconstruye el bar íntimo, el mirador al que sólo puede llegarse en coche, el mesero de peluca rubia, el rumor cómplice de los demás en la oscuridad, toda la retórica del “ligue”. Pero es contra las mujeres contra quienes se ensaña. Los hombres son así, machitos o mariconcitos, las mujeres unas avorazadas que con gracias inobjetable escogen su antecomedor, su alfombra y bajoalfombra, y dan besos que casi siempre saben a grasa enfriada. Los apetitos de los demás hacen de él, el protagonista, una pobre cosa, sólo podrá resarcirse con una prostituta sobre la cual embarrará sus lágrimas.
No hay grandes gestos, ni acciones heroicas, no relatos de viaje al infinito, ni aventuras del espíritu en Sueños de segunda mano. Nadie va a ningún lado, el trayecto de los personajes es el mismo; calles mugrientas, bares vacíos, butacas del cine, se cuecen a fuego lento en su propia mediocridad, macerándose, avinagrándose y Monsreal los condena. Solo el comerciante Juan Antonio pretende algo y se convierte en un corrupto; sus sueños de poder –el automóvil en su futuro, el refrigerador de dos puertas- se los vende Televisa, nadie es capaz de intentar nada nuevo, nadie quiere salvarse, todos son semejantes en el infortunio, todos son unos defraudados.
Lo que retrata Agustín en la casi totalidad de sus Sueños de segunda mano es nuestra íntima realidad cotidiana; el desayuno a las volandas, la codicia, los olores del cuerpo, los niños con los que se tiene que lidiar, los orines. No se oye como música de fondo un vals de Strauss ni una ópera de Wagner sino el jalón del tragalotodo del agua del excusado. Ni modo; es parte de nuestra vida y no nos gusta que nos la recuerden. Pero Agustín Monsreal se empeña y lo hace con la misma sonrisa con la que tiende la mano entre partícipe y crítico, porque ningún retrato más triturante y más condenatorio que éste su Sueños de segunda mano en que evidencia hasta el más íntimo y deleznable de nuestros ademanes. Es la suya una comedia humana, deleitosa, jocosa a ratos, pero siempre despiadada. Monsreal prevé “Ya te caché para que veas”. Nunca una grosería, nunca una mentada de madre, nunca tampoco un paisaje. Curiosamente la única mención a las flores está en el cuento “Restos de naufragio” donde Monsreal hace llover macetas… “que caían duras y rectas y se estrellaban contra el pavimento desparramando sus flores y su tierra negra y figurando un juego nuevo de flores nuevas”. Los cuentos tienen carne, se palpan duelen, nos vemos retratados en nuestra parte más miserable. Y si Agustín Monsreal logra con un lenguaje popularmente poético y con un ritmo que jamás desfallece causarnos tal desazón es porque se trata de un escritor genuino que alguna vez llegaría hacia nosotras las mujeres, feliz como los ríos, montado en su prosa musical y embaucadora porque los giros y los dichos se van hilvanando en do mayor y de pronto Monsreal nos deslumbra con hallazgos como el de “La noche de la víbora” en que nos brinda este hai kai: “Gaviota; costumbre salobre del mar, cruz de sal sobre la raíz de la mirada”. O con la definición… “esa indescifrable querella que los poetas suelen llamar alma”. O esta frase en “Restos de naufragio”
… porque Teodoro parecía tener su vida siempre muy triste, como si la raíz de su pensamiento nunca estuviera en el lugar donde él estaba, como si la tuviera desenraizada y perdida y él la anduviera tanteando sin encontrarla.
¿No andamos todos, junto a Agustín Monsreal tanteando, a la búsqueda de la raíz de nuestro pensamiento?
Publicado en Revista Punto de Partida, Ciudad de México, 26 de diciembre de 1983.