A mi juicio cualquier poeta medio puede escribir un buen poema, incluso un libro de poemas tolerable, pero pocos poetas pueden, poema a poema y libro a libro, sostener una obra.
Castilla me demuestra que Andrés Fisher sostiene una obra que varía y altera sus tonos y materiales de trabajo, con el transcurso del tiempo: poesía que tiene un aspecto aparente, casi no sólo cotidiano sino puramente descriptivo, con un aparente dejo naturalista, realista si se quiere, y de aspecto colorido y hasta costumbrista (en este caso ello se nota desde el título mismo del libro, título engañoso, hasta la forma y lenguaje que los poemas van elaborando) y que en verdad, apariencias a un lado contiene, a medida que se lee (en un sentido trascendente) correspondencias ulteriores que sin magnificar ni recurrir a retóricas al uso, degradadas y ya dignas de desaparecer del de cualquier poeta que se precie, muestran, en hondo pentimento, en interminable superposición y palimpsesto, paso a paso, poema a poema y momento poético a momento poético, una maestría, una generosidad de espíritu real y universal, personal y poético, inusitadas.
La manera lo es todo: en Castilla surge la pincelada impresionista, aquella que podría hasta ser parte de un texto de promoción cultural o de turismo, pero de inmediato ésta se ve que ha surgido desde una finura de pincel, desde una ligereza de brochazo, que hace que el lector se vea ante lo que ahora podemos considerar revelación: se describe, sirva de ejemplo, entre tantos, un aspecto del paisaje castellano, aspecto ya en parte manoseado, y vemos un puerto de montaña, unos llanos castellanos, nubes, un movimiento brusco hacia trigales rumbo a sudeste, y de ahí, como el que no quiere la cosa, una alfombra de trigo (ya estamos en otro plano de realidad) segado (ya sentimos una presencia ominosa) y un cubrir de lomas y comarcas, y así, hacia sudeste y un cambio de rumbo en ciernes, extensión, horizonte que se abre y se aleja, nos aleja, pero hacia qué, a dónde: y la misma coloración nos lleva de la mano a otra situación mental, emocional, altamente poética y sin duda espiritual, en la que surge una orla roja, y un brillo tenue que no sólo es contraste y contrapunto sino asimismo orden de realidad imponiéndose a lo visual terrestre y obligando al ojo lector a situarse en un nuevo plano, más oscuro, más revelado, de realidad. Y el paisaje regresa desde su altura y verticalidad a la norma descriptiva, casi ajena a todo y sin embargo, por efímera, real: unas adelfas que aparecen para desaparecer en el camellón o medianía de una autopista, y unas barras de metal que necesariamente deben fulgurar al paso del conductor, rumbo a qué, y a dónde.
Añado: estoy inmerso en un mundo doble y múltiple, unívoco y heterodoxo, plural y cerrado, abriéndose constantemente en una línea recta a la que pasar de una a otra página, obliga al lector a transcurrir: y el lector acude y sigue leyendo, y cuando acaba de leer, algo tarde en la noche este libro llamado Castilla, cierra ahora los ojos y se deja llevar por el mismo sueño que el libro impone, y que es un sueño de alegre pobreza, de espiritualidad moderna y antiquísima, casi arquetípica y siempre devenir. El ojo leyó, los pies anduvieron paralelos a los del caminante Andrés Fisher, y hemos estado en Castilla, sin duda, pero también en zonas más invisibles, imperceptibles, que dialogan entre sí en movimientos geométricos disímiles que forjan la verdadera aventura de este hermoso libro de poemas.
JOSÉ KOZER (La Habana, 1940). Vive en Estados Unidos desde 1960. Se desempeñó como profesor de Lenguas y Literatura en Español, en particular Poesía en Queens College, de 1965 a 1997, fecha en que se jubiló en la Florida. Es un autor de un centenar de libros de poesía, dos en prosa. Su obra está traducida al inglés, portugués, alemán, ruso, griego. Recibió el Premio de Poesía Pablo Neruda en 2013. Y forma parte del grupo selecto de becarios de Montgomery Fellows desde 2016.