Un cosmos fragmentado y de tiempos revueltos ondula en la poesía de José Ángel Leyva. En las redes del sueño se confunden las fosforescencias de la infancia con la gran metrópoli indiferente, más un bestiario de escorpiones y colibríes, buitres y dragones. Pasajes del México arcaico espejean sobre el lienzo de una modernidad que a ritmo acelerado va borrando su rostro humano. En el puente de esos mundos se yergue la figura del nahual -chamán que se convierte en lobo- representando la transfiguración continua. Leyva desarrolla así una poesía de mudanzas, de lo trastocado en una indagación que va del “hueso ancestral” a un devenir remoto: lo incipiente cegado por el resplandor de la vida y el acecho del fin: “huyendo de sus sombras/ cruzamos la frontera/ entre el lodo negro de los genes/ para engañar el olfato de la muerte”. Y también: “Somos formas inconformes/ buscando algún destino”. Aquí todo es a tientas, todo es presentimiento y voz de una mirada descarnada que sentencia: “No hay nada debajo de nosotros”.
Un grano de polvo trae señales de lo que agoniza, mientras la pasión rompe “la pertinaz espera de la nada”. Esa lucha de contrarios motoriza toda la poesía de Leyva: el silencio y el decir expresados a un tiempo, espacios llenos de vacío, puertas que dan a ninguna parte, calles sin caminos, vida latiendo en la carroña; lo efímero y el sinsentido de existir subrayados en la figura de la paradoja -incluso en el oxímoron que da título al libro: El roce de la nada. En esa cuerda el poeta se interroga sobre la existencia, suspende las certezas, recorre en círculos su ser baldío: “Mi origen es la suma de los dóndes”.
Toda la obra de Leyva parece suscribir una línea rotunda de Luis Cardoza y Aragón: “respiramos la muerte”. En su poema “Tonina” nos habla de la muerte “agricultora de los vivos”, y en uno de sus textos más logrados, “El espinazo del diablo”, escribe sobre “la muerte agazapada” que se “pasa la vida acariciando”. La imagen que atraviesa su poética martilla una y otra vez sobre un sudor de muerte; lo fatal insinuándose en la ponzoña, la mugre, la gusanera, lo fétido, lo roído. El tiempo es otra de las obsesiones del autor de Aguja, que lo muestra “embalsamado en las cenizas” o “encerrado en una caja de herramientas”.
A ratos la poética de Leyva dibuja una cosmogonía aunque no de cuerpos celestes, sino de órganos humanos; lo seccionado rueda por una metafísica personal: membranas, cerebro, nervios, costillas, vísceras, músculos, pulmones a la deriva (quizá esto tenga que ver con los estudios de medicina del poeta, que por momentos parece auscultar un cuerpo mientras alude a agujas, pinchazos, estiletes, virus, infecciones, “cortes cirujanos”, etc). El cuerpo desmembrado busca su sí mismo, cobra conciencia de su ser efímero, escucha el ronquido de sus branquias en rincones remotos de su memoria.
En tanto, la figura del nagual remite a una poesía hecha de visiones: imágenes como vestigios del sueño y sueños hechos con jirones de imágenes. Precisamente uno de sus títulos (Entresueños, 1996), condensa uno de los ejes de esta poesía: un sueño encastrado en otros sueños donde viajamos de una forma a otra, de un tiempo a otro, de un intersticio a una fisura.
Son estas visiones donde el transcurrir de lo antiguo se superpone con la urbe moderna, las que acercan el imaginario de Leyva a dos libros ya devenidos en clásicos: Poeta en Nueva York, de Federico García Lorca y Pequeña sinfonía del Nuevo Mundo, de Luis Cardoza y Aragón. En ambos libros el corazón helado de la metrópoli guarda una multitud extraviada y aterrorizada de sus propios abismos zigzagueando entre aguas podridas, basura y epidemias. En Leyva la ciudad es sinónimo de desamparo, asfixia, soledad, anonimato, humo, mendicidad, “atmósfera irrespirable” y “lluvia ácida”, mientras que recurre varias veces al término “veneno” para sintetizar aquel compendio de calamidades. La ponzoña puede alcanzar también a la palabra, que se vuelve tóxica cuando se utiliza para el engaño. En uno de sus últimos poemas “Nagual 5. Fuego”, dice el poeta mexicano: “en la ciudad granizan augurios de Sodoma/ Caen rayos letales al azar sobre los pobres… Sólo el incendio del rayo y los murciélagos/ agitando sus alas de fuego”.
Otra vecindad de estas obras que van cruzadas con la ráfaga de un bestiario propio a cada poeta, es que poseen un personaje central. Mientras “Dante” y “Lázaro” responden respectivamente a los libros de Lorca y Cardoza, Leyva agrega su “Catulo” deambulando entre los “icebergs de cemento”. Aquí aparece un libro clave de esta obra –Catulo en el destierro– diario del joven provinciano entrando en los engranajes de la capital (una vivencia del propio autor) que manifiesta de nuevo la lucha de opuestos: amor y odio alimentando la misma hoguera. El poeta de Verona que en sus epigramas instala el diálogo y alterna el elemento lírico y el pasaje anecdótico, sirve a Leyva para armar la trama del desacomodo en un suelo, dice, con bordes de tumba. Termino estas líneas con lo que debería haber sido el principo: la infancia del poeta retratada con un conjunto de imágenes contundentes en El espinazo del diablo (ese costillar de animal inconmensurable); sus ojos de niño recorriendo extensiones abruptas; las montañas y los voladeros, el recuerdo de un cine de pueblo (que tanto iba a influenciarlo), de sus familiares (condensada en esa línea rotunda de “hermano padre”) y las desmemoriadas vías del tren.
Se me ocurre, si fuese posible ceñir esta poética, la imagen de una escultura azteca quebrada, abierta a múltiples significados.
Originalidad y manejo de diversos registros expresivos -de la sugerente composición visual al trazo narrativo, del apunte deductivo al tono de epigrama- caracterizan la escritura de José Ángel Leyva, que da noticias de plenitudes y oquedades de un cosmos fragmentado.
JORGE BOCCANERA (Bahía Blanca, Argentina, 1952). Profesor de literatura y periodismo en la Universidad de Costa Rica y en la Universidad Nacional de Lomas de Zamora (Argentina). En su quehacer literario ha publicado textos de crónica y de ensayo. Durante la dictadura militar argentina (1976-1983), se exilió en México. Regresó a su país en 1984. En 1989, se fue a vivir a Costa Rica, donde residió hasta 1997, cuando retornó a Buenos Aires, donde vive.