Luz y cenizas: un manojo de llaves para abrir todas las puertas

por Manuel Sauceverde

  1. Tres encuentros

Conocí al poeta José Ángel Leyva en un lugar insólito: el Circo Volador. Me lo presentó el incansable H. Pascal, director del proyecto Goliardos. Ambos nos sorprendimos. Yo de intercambiar algunas palabras con un poeta reconocido en un maratón de música dark. Él, saber que, más allá de los estigmas mediáticos, el movimiento oscuro consumía y generaba grandes cantidades de literatura. Aprecié mucho que José Ángel Leyva fuera “otro” joven más: sin esa arrogancia tan común en los artistas de renombre. Los libros que marcaron este encuentro fueron Entresueños, Premio Nacional de Poesía “Olga Arias”, y Catulo en el Destierro. Mi favorito es el primero, pero en el segundo se encuentra uno de esos poemas que me aprendí de memoria:

 

Soy

un manojo de llaves

para abrir todas las puertas

que dan hacia ningún lado

 

     Muchos años más tarde, reencontré a José Ángel Leyva en otro lugar insólito: la Facultad de Economía de la UNAM. En esta ocasión, me lo presentó la poeta Mariángeles Comesaña. Vaya sorpresa. Con algunas excepciones como Kyra Galván, Arturo Galán de la Barreda, Antonio Deltoro y Víctor Manuel Mendiola, los economistas (en especial, los creyentes del modelo neoclásico) son indolentes a la creación artística, ya que ésta significa “pasar” el tiempo sin hacer nada productivo; es decir, sin recibir un salario a cambio del trabajo realizado. Contra todas las expectativas, el taller de poesía de José Ángel Leyva duró cerca de diez años. Su entrega desinteresada, su amor por el oficio de poeta, hizo florecer el desierto del homo œconomicus. Si algo lamento de corazón es no haber sido un miembro activo de este grupo: a lo sumo, sólo asistí en un par de ocasiones. Al menos, descubrí que ambos teníamos un amigo en común (el poeta Julián Castruita) y, por otro lado, me autografío Aguja, en el cual descubrí el poema Nagual 10 (Poeta):

 

Al final uno se convierte en lo que escribe

o no con mano propia

Quién habrá de creer en tu nagual

si no olfatea el temblor de la imagen aterida

muerta de miedo ante los ojos que la observan

 

Chorro de sombras sin control

en busca de lo nuevo

La desmemoria pone al corazón en una trampa

No volamos ni anduvimos con las branquias puestas

 

En el papel desierto

uno recuerda la forma de cazar la liebre

de hacer sandalias con piel de los reptiles

de mudar por dentro antes del alba

 

Levantas la tapa y ves tu propia muerte

Bulle el gusanero de letras debajo de un título y de otro

Parecen luces de neón cubiertas de ceniza

Tu máscara y tu nombre ocupan el lugar

de esa persona que no llegaste a ser

Un día cualquiera la ahogaste con la almohada

Algo de ti quedó en su testamento

Acabas de nacer

Alguien te lee

 

     A principios del año pasado, José Ángel Leyva y la poeta Alina Dadaeva me invitaron a tomar un café. Acepté, aunque ignoraba si yo llegaría a la cita: literalmente, estaba a punto de silenciar los ruidos en mi sangre como lo hicieron Manuel Acuña o Jorge Cuesta. Pero rearmé mis astillas y acudí. ¡Sin exagerar platicamos cerca de tres horas sobre música, poesía y matemáticas! Transitamos, entre risas límpidas y cómplices, del concepto espacio-tiempo silábico al álgebra del ritmo. Parece mentira, pero la poesía me salvó. En este encuentro definitivo, a través de su generosa y sabia conversación, José Ángel Leyva me amparó de la enraizada oscuridad dentro y fuera de mí. Como en el poema Asombro del libro Tres cuartas partes:

 

El corazón se sorprende

a veces de sus ruidos

y se queda mudo

completamente sordo

 

  1. El álgebra poética en Luz y Cenizas

Si nuestras ideas y sentimientos son desordenadas, infinitas y abstractas, entonces es necesario un sistema de comunicación para poder manifestarlas y transmitirlas. Ordenar símbolos, sonidos, colores, sabores, movimientos o formas se realiza a través del mismo proceso mental/espiritual: la abstracción, que consiste en extraer la esencia de aquello que nos interesa. De esta forma, cada lenguaje humano sistematiza elementos finitos y concretos para expresar con mayor facilidad cierto tipo de pensamientos y emociones a través de imágenes matemáticas, sonoras, poéticas, etcétera.

     En ese sentido, es posible afirmar que una palabra cualquiera puede ser escrita a partir de un conjunto ordenado, finito y concreto de sonidos. Cada palabra es una pieza indivisible del rompecabezas llamado realidad; una partícula con ritmo y melodía, además de sentido y significado, que expande nuestro universo sensorial. Ahora bien, según el diccionario de la RAE, el idioma español tiene cerca de cien mil palabras. Es decir, cien mil átomos o imágenes que cualquiera de nosotros puede combinar para construir diferentes realidades: una misma idea/sentimiento puede ser expresado a partir de diferentes conjuntos de palabras; una misma colección de palabras puede expresar diferentes pensamientos/sensaciones; y así sucesivamente.

     En el asombroso caso en que exista una estructura única para formular una imagen a partir de un grupo de palabras, nos encontramos ante un poema: una totalidad cerrada sobre sí misma, como señala Octavio Paz. En ese sentido, José Ángel Leyva es un científico de la palabra, un algebrista de versos. Estoy seguro de que Leyva hubiese sido un virtuoso matemático o un brillante músico, pero fue más ambicioso y decidió (con mano propia) ser un poeta, que es ambos de manera simultánea. Por esta razón, Luz y Cenizas es un laboratorio de abstracciones rítmicas, melódicas y visuales. Si uno hirviera cada poema en el matraz de la lengua y destilara su esencia en el alambique de la voz, surgiría sin duda la poesía. Por ejemplo, con solo tres palabras, José Ángel Leyva cristaliza una imagen poética en un poema recursivo:

nada nadie

alguien nada

alguien nadie

nada nada

 

     Otro ejemplo, con nueve palabras:

 

Catulo está despierto

No teme confundirse

La multitud lo aísla

 

     O con quince:

 

La tierra pesa en el hueco de las venas

Reclama la unión de las cenizas

 

  1. A manera de conclusión

Juan Gelman tiene razón, Luz y Cenizas es un libro peculiar: inicia con un libro publicado en 2012, transita por otro del 2009 y termina con uno impreso en 1993; una suerte de “uróboros poético”. Ahora bien, la pegunta más importante para el lector es: ¿por qué leer esta compilación?

     Primero: porque no encontrará partituras o ecuaciones como poemas sino poemas que son ecuaciones o partituras de lo inmensurable.

     Segundo: porque Luz y Cenizas es un látigo para flagelar a la oscuridad dentro y fuera de nosotros.

     Tercero: en palabras de José Ángel Leyva, porque es un manojo de llaves para abrir todas las puertas.

      Finalmente, la invitación indirecta del autor es:

 

Pasemos a mirar de nuevo el vientre

donde la imagen existe por sí sola

como nacida del invento de su carne

 

     *Feria Internacional del Libro del Palacio de Minería, México, 2019.

     Manuel Sauceverde es Doctor en Economía por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y pertenece al Sistema Nacional de Investigadores (SNI).  Premio Internacional de Investigación Emilio Fontela (2017).  Premio de Cuento de Ciencia Ficción “Año Internacional de la Física” (UNAM, 2005). Ha publicado en Narrativas (España, 2018),Periódico de Poesía, (UNAM, 2018), Narrativas (España, 2017), La Sirena Varada(Editorial Dreamers, 2017), Le Miau Noir (España, 2017), Nuevas Narrativas Mexicanas (Cuadernos de Foro Universitario, 2009), Diles que no me maten (UNAM, 2005), Te llamamos Muerte (UNAM, 2004), La graciosa estampa de la Muerte(UNAM, 2003), 900 años de Universidad 1553-2003-2453 (UNAM, 2003), Susurro de Muerte (UNAM, 2002) y El espacio vive entre los muertos (UNAM, 2001).