En distintas épocas y en diversas disciplinas se ha escrito bastante –aunque no suficiente– sobre el lenguaje. Pero ahora quiero hacer hincapié en una vieja historia, una pequeña disputa íntima en los albores de la filosofía y cuyas implicaciones no son pocas en el desarrollo del pensamiento occidental. La discusión es abierta por Platón en el libro sexto de La República al distinguir entre la intuición sensible (tó aisthetikón) y la intuición intelectiva (tó noetikón), lo cual incide directamente en la concepción del lenguaje: su origen, su naturaleza y su función. De hecho la división platónica procede de la exigencia de completar y unificar su teoría epistemológica diseminada en diferentes diálogos en lo que, a partir de una serie de analogías, intenta interconectar y cohesionar la visión dualista de la realidad que él mismo ha configurado al postular un conjunto de oposiciones ontológicas desde las cuales pretende dar fundamento y legitimidad a los procesos intelectivos y los fenómenos discursivos de la conciencia en su búsqueda y captura de la verdad.
La diferencia ontológica entre cosa en-sí y fenómeno se deriva en el discurso platónico de la oposición objeto–imagen que, a su vez deriva en verdad–no verdad, lo que da como resultado en primera instancia a la división entre conocimiento y opinión, que se enmarca en la separación entre intelección y sensación. Pero la piedra angular que delinea el encadenamiento de la serie de oposiciones y que intenta trazar un camino cognitivo desde el ámbito de la apariencia al ámbito de lo real –desde la no verdad hacia la verdad− es la oposición primigenia constitutiva entre cuerpo y alma. Esta visión de la naturaleza humana conforma una imagen dualista del mundo y del hombre mismo, separando radicalmente distintos procesos intelectivos de la conciencia y, en consecuencia, se obtienen dos esferas totalmente separadas en las que se otorga y se desarrolla la existencia y la experiencia del hombre.
Pero esta figura conceptual denominada “alma” es un fenómeno lingüístico que se da en la autoconciencia de sí en el proceso de intelección de la realidad. Es producto de una constatación subjetiva de la percepción, es decir, el conjunto de afecciones sensibles que padece el cuerpo recae en una entidad intelectiva que se representa en la proposición como el sujeto de la afección. Lo que obliga a la razón a configurar un Yo abstracto. Esta representación, es de hecho, la expresión de la toma de conciencia del sujeto sensible. Esto es, a través de las sensaciones es que la conciencia se descubre como entidad individual la cual es afectada por el exterior mediante su corporalidad. Es lo que Immanuel Kant en la Crítica de la razón pura denomina la apercepción. El proceso de entenderse a sí mismo y de representarse como una entidad más entre las cosas del mundo, configura una imagen del Yo cuyas características es, por un lado, la identidad irreductible del sujeto y, por otro, su permanencia temporal que le da continuidad y orden a las afecciones en el ámbito de la experiencia. Dice Kant: “No puede darse en nosotros conocimientos, como tampoco vinculación ni unidad entre los mismos, sin una unidad de conciencia que preceda a todos los datos de las intuiciones. Sólo en relación con tal unidad son posibles las representaciones de los objetos. Esa conciencia pura, originaria e inmutable, la llamaré la apercepción trascendental”. Pero dicha apercepción de la conciencia, incluso para el mismo Kant, no es a priori, es decir, independiente de la experiencia, sino que surge en la razón a partir del contacto empírico con lo real. Así, el recién nacido carece de una idea de sí mismo, no podría reconocerse si le mostráramos fotografías de él o lo pusiéramos frente a un espejo. La conciencia de un Yo irreductible y que permanece –aunque físicamente esté en constante cambio– se forma y construye conforme la conciencia va experimentando sensaciones. Poco a poco, tras caricias, cosquillas y dolores, el infante va identificando su propio cuerpo, comienza a diferenciarse de los demás, gesta su propia identidad y dibuja su historia en la memoria. La experiencia sensible de la conciencia a través de la corporalidad origina ese Yo de la percepción y se representa tanto lógica como psicológicamente en las proposiciones del sujeto. Por ejemplo, el aprendizaje del lenguaje en el niño es rudimentario y netamente imitativo mientras se limita a repetir palabras cuyos referentes son objetos, pero da un gran salto en el momento en que integra en su enunciación el pronombre “yo” y comienza a relacionar esos objetos consigo mismo, y no es gratuito que una de las primeras relaciones que establece entre él y los objetos es la posesión: “Esto es mío”. Y, de esta manera, da inicio a una construcción de la realidad que tiene como eje rector y fundamento la perspectiva de ese Yo que percibe. Nace en el sujeto, entonces, la subjetividad que lo caracterizará como individuo.
Este fenómeno intelectivo del Yo que se produce en el ordenamiento de las sensaciones en una experiencia determinada es lo que Platón interpreta como una entelequia que existe por sí misma e independiente del cuerpo; y, al describir el origen de esta unidad de conciencia en el texto de Timeo añade a ésta el carácter de la inmortalidad: “Hicieron de todo un cuerpo individual y ataron las revoluciones del alma inmortal a un cuerpo sometido a flujos y reflujos”. Por supuesto, esos flujos y reflujos no son otra cosa que las sensaciones y el devenir del tiempo. Así, el alma aparece como esta entidad que no está hecha de la misma materia del cuerpo y está condenada por su corporalidad a la falsedad de las apariencias, al engaño y limitaciones de los sentidos. Por eso para Platón el hombre vive entre las sombras y lo que considera cómo la realidad no es más que una imagen, una copia de lo Real. Por ello el cuerpo mismo es el velo que separa el alma de la verdad.
Pero, entonces, ¿cómo se puede alcanzar la captación de lo Real en cuanto tal? El discurso platónico utiliza la inmortalidad del alma como cualidad constitutiva que hace posible el tránsito de la no verdad hacia la verdad, el puente entre la imagen y lo real. En el diálogo Menón, al explicar Sócrates cómo es posible que un esclavo sin instrucción pudo responder a cuestiones de geometría, dice sin más que es posible porque el alma que habita el cuerpo del esclavo, cuando estaba incorpórea y se encontraba en el mundo de las Ideas –que existen, al igual que el alma, también en cuanto entidades– pudo captarlas en su pureza. En esa existencia inmaterial el alma posee y está en contacto con la Verdad. Pero al sujetarse a los flujos y reflujos del cuerpo, olvida lo que alguna vez conoció. Así la mayeútica se convierte en un diálogo argumentativo en el que la razón, a partir de ciertos postulados y a través de inferencias lógicas, logra alcanzar una verdad, en un acto de reminiscencia del alma. Y la manera en que el alma capta sin mediación alguna de la sensibilidad las Ideas, ya sea en la reflexión trascendental o en el mundo inteligible, es porque el ojo esta hecho de la misma materia que el de las Ideas. Y en este punto el pensamiento platónico se hace más difícil de comprender porque está conformado con mitos, metáforas y alegorías que, en un discurso propiamente racional, pueden no encontrar coherencia. Sin embargo, no puedo evitar citar a Platón por su belleza, cuando escribe en el Timeo retomando una alegoría del poema sobre la visión de Empédocles –y que posiblemente contribuyó a constituir a la visión como el sentido privilegiado en Occidente–: “…entretejiendo lo mortal con lo inmortal (…) los primeros instrumentos que construyeron los dioses fueron los ojos portadores de luz y los ataron al rostro por lo siguiente. Idearon un cuerpo de aquel fuego que sin quemar produce la suave luz, propia de cada día. En efecto, hicieron que nuestro fuego interior, hermano de ese fuego, fluyera puro a través de los ojos…” A partir de la descripción de su origen Platón le otorga un elemento de inmortalidad, y esto es lo que hace posible que, en la reflexión como un acto místico de revelación, logre vislumbrar, aunque sea tenuemente, el aura de la verdad de las cosas en-sí. La identidad entre el inmortal fuego interior y el fuego divino con la están hechas las Ideas es lo que permite y asegura que el alma, incluso ya sin cuerpo, pueda captar las Ideas. Ciertamente para nosotros, con una perspectiva que ha alejado paulatinamente de lo sagrado y lo divino, nos es difícil concebir un ámbito en el que las Ideas existan como entidades y, por decirlo de alguna manera, floten en su realidad diáfana e imperturbable, pero incluso para el mismo Platón también es difícil de describir. Cuando en el diálogo Fedón Sócrates explica al entusiasmado Cebes cómo es ese lugar, lo único que acierta decir es que es exactamente igual que el mundo en que vivimos, sólo que las piedras “son puras y no están estropeadas como las de acá”; y así las montañas “son más bellas de las de aquí por su lisura, su transparencia y colores”. Pero más allá de poder imaginar el mundo inteligible, la cuestión principal es saber exactamente cómo procede la razón en cada una de las secciones en que se divide la intelección. Y en la división sigue de manera simétrica el mismo principio que aplicó en el ámbito de la experiencia: por un lado están las imágenes de los objetos (las sombras) percibidas por los sentidos y, por el otro, los objetos reales en cuanto tales; en la esfera inteligible se encuentran en una sección las imágenes de las Ideas y, en otra, las Ideas mismas. De modo que, en la primera sección, el proceder de la razón se ayuda de imágenes y representaciones de cualquier tipo; esto es, mediante un lenguaje estructurado; y, en la segunda sección, el alma, sin ayuda de ninguna representación o imagen de algún tipo, capta en la inmediatez de la intuición intelectiva la verdad inmutable de la Ideas. Por lo que el camino de la no verdad hacia la verdad considerando las cuatro secciones en que Platón divide la totalidad de lo existente, comienza en las imágenes que nos proporcionan los sentidos; posteriormente, nos encontramos con los objetos reales; después, ya en la esfera de la intelección, nos enfrentamos a las representaciones de las Ideas y, finalmente, en el nivel más alto, estamos frente a frente con las Ideas, cuya luz irradia en todo lo cognoscible aunque en diferentes niveles. Dice Sócrates a Glaucón en el libro sexto de La República: “Y ahora aplica a las cuatro secciones estas cuatro afecciones que se generan en el alma: inteligencia a la suprema, pensamiento discursivo, a la segunda; a la tercera [ya en el ámbito empírico] asigna la creencia y, a la cuarta, conjetura”. Así, el proceder de la razón en la primera sección de lo inteligible es discursivo, se funda en representaciones de lo que considera las cosas en-sí; y, en el nivel más alto de la intelección, la razón procede de manera dialéctica, esto es, en sentido estricto, sin mediación lingüística. El alma incorpórea en el aliento del éter intuye intelectivamente las Ideas y avanza ascendiendo hasta las Ideas superiores. Sócrates le dice al incrédulo Glaucón: “Comprende entonces la otra sección de lo inteligible, cuando afirmo que en ella la razón aprehende, por medio de la facultad dialéctica, y hace de los supuestos no principios sino realmente supuestos, que son como peldaños y trampolines hasta el principio del todo”. De modo que Platón parece olvidar la primera sentencia de la metafísica que da origen a la filosofía occidental enunciada en el poema de Parménides y que deja claro que el único camino para el hombre en la búsqueda de la verdad es el del logos: la palabra, el pensamiento estructurado en cuanto discurso, el lenguaje. La diosa le dice a Parménides: “[lo que] puede pensarse es lo mismo que aquello por lo que existe el pensamiento. En efecto, fuera del ente en el cual tiene consistencia lo dicho, no hallaras el pensar.”
Pero quién corregirá la teoría epistemológica de Platón es su discípulo Aristóteles. En la Metafísica define claramente el concepto de entelequia y el de entidad y, además, desarrolla a detalle la crítica al mundo de las Ideas de su maestro y concluye su análisis escribiendo: “Pero la aporía más importante con que cabe enfrentarse es: ¿De qué sirven las formas para las cosas sensibles, tanto para las externas como para las otras cosas que se corrompen? Desde luego, no son causa ni de movimiento ni de cambio alguno suyo”. De modo que Platón concibió una realidad perfecta que no tenía ninguna relación o participación efectiva con el ámbito empírico y que, por tanto, no era necesario ni proporcionaba conocimiento alguno sobre el mundo circundante. Pero la reflexión aristotélica no se detendrá ahí. En su tratado Acerca del alma dice que ésta es la única entelequia que no puede darse sin una entidad, esto es, que el alma en cuanto tal no es separable del cuerpo. Comienza su análisis diciendo que todos los seres vivos tienen la cualidad de nutrición y crecimiento, características que compartimos con los animales y las plantas. Después, en segundo nivel, se encuentran la capacidad motriz y el deseo –cuyo fundamento es la sensación de placer y dolor–, características que compartimos sólo con los animales. Y, al final, se encuentra el rasgo definitorio de la capacidad de pensamiento que es propia del hombre. Pero todas esas cualidades específicas o potencias, como las llama Aristóteles, desde la nutrición hasta el desarrollo del pensamiento, se fundamentan en la corporalidad del alma. Escribe en su tratado: “En la mayoría de los casos se puede observar cómo el alma no hace ni padece nada sin el cuerpo, por ejemplo, encolerizarse, envalentonarse, apetecer, sentir en general”. De modo que el alma, no solamente en cuanto aquello que le afecta o realiza, sino también y, más esencialmente, en cuanto a lo que es, forzosamente necesita de un cuerpo. Pero ¿qué relación existe entre el cuerpo y la capacidad de intelección que Platón le adjudicaba? A esto responde Aristóteles: “No obstante el inteligir parece algo particularmente exclusivo de ella; pero ni esto podrá tener lugar sin el cuerpo si es que se trata de un cierto tipo de imaginación o de algo que no se da sin imaginación”. Y dicha respuesta abre una nueva perspectiva de cómo entender los procesos mentales. Incorpora un nuevo elemento (facultad) que une la sensación con la razón, y este es, la imaginación. Así, a través de las afecciones sensibles que recibe el cuerpo, la imaginación configura imágenes de los objetos de los cuales provienen esas afecciones. Por lo que, gracias a ello, la conciencia se hace una imagen del mundo que lo rodea y puede, a partir de esa construcción mental de la realidad, comenzar a discernir y analizar lo que percibe. La imaginación es el puente indispensable para poder explicar cómo un conjunto de sensaciones provocadas por un objeto y percibidas por los diferentes sentidos logran construir en la conciencia el concepto de dicho objeto. La imaginación es el gran constructor de la razón, su proceder es laborioso y creativo, pero ésta no hace nada sin la sensibilidad. Y agrega: “De ahí que careciendo de sensación, no sería posible ni aprender ni comprender. De ahí también que cuando se contempla intelectualmente, se contempla a la vez necesariamente alguna imagen: las imágenes son como sensaciones sólo que sin materia”. Esto coloca en otra perspectiva los procesos mismos de la razón. Cualquiera que sea su origen, finalidad o método, todos están marcados por el proceder de la imaginación, y ello significa una cosa: que se realizan a partir y a través de imágenes, esto es, de representaciones. Por lo que la mediación entre el alma y la realidad, la manera de acercarse a ella y tratar de indagar su naturaleza es el lenguaje. Él mismo lo dice: “La facultad intelectiva intelige, por tanto, las formas [Ideas] en las imágenes. Y así como las sensaciones le aparece delimitado lo que ha de ser perseguido o evitado, también se pone en movimiento cuando, al margen de la sensación, se vuelve a la imágenes”. Por eso mismo nos conmovemos al leer un poema, por eso algunas palabras tienen una carga sensible y nos erizan la piel, pues hay metáforas que nos hacen sentir el vacío, la soledad. El lenguaje no sólo nos transmite conceptos, sino que también nos provoca sensaciones. La razón, entonces, es intrínsecamente discursiva, y si el alma logra existir sin cuerpo no lo sabemos, pero lo que sí sabemos es que no podrá inteligir, pensar, desear. No hay alma sin cuerpo, y sin cuerpo no hay lenguaje; por lo que éste tiene la marca de nuestra sensibilidad y finitud. Así pues el verdadero espejo del alma no son los ojos, sino el lenguaje.
Gustavo Barajas Gómez (Ciudad de México, 1969). Cursó la licenciatura y la maestría en Filosofía en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Docente, tutor e investigador del Instituto de Educación Media Superior de la Ciudad de México. Es director del Almanaque El Aleph.