Respuestas al cuestionario de Susana K.

por José Kozer

Sé de mi familia por línea paterna y materna hasta la generación de mis abuelos.

Por línea paterna eran judíos ortodoxos radicados en un pequeño pueblo (Chejanov) de Polonia, según mi padre, su padre era muy tacaño, y su madre, muy chiquitina y angelical. Eran muchos hermanos varones, gigantones, fuertes como robles, mi padre siempre decía que eran como fortalezas, todos pelirrojos y quizás algo brutos, gente más bien de campo, así los imagino, ellos trabajaban en el campo y el abuelo tenía un pequeño comercio, bastante próspero, en el shteitl.

En el período nazi los asesinaron a todos, a los abuelos, por lo que sabemos en el gueto de Varsovia, a los hermanos en campos de concentración. Sólo uno se salvó, y fue a vivir a Israel, donde lo conocí ya a punto de muerte, era idéntico físicamente a mi padre, sólo que muy pelirrojo: le llevaba diez años de edad, y cuando lo vi tenía Alzheimer, a cada rato me miraba, me decía en yiddish, eres el hijo de David, y se echaba a llorar. Murió al año. En vida, mi padre siempre le mandó dinero desde Cuba, luego ya no pues al tener que dejar Cuba la situación económica de mi padre ya no se lo permitió. No quiso verlo nunca porque a su mujer la habían matado en el Lager (así decía siempre mi padre al referirse al campo de concentración) y él se había vuelto a casar, y mi padre creía que uno no debía volverse a casar nunca al enviudar: lo cual he heredado, para mí, aunque no se lo impondría a los demás, ni los juzgaría si se casaran de nuevo.

Desconozco el nombre de los hermanos de mi padre. Su padre, que es mi abuelo paterno, se llamaba Leizer, y la abuela Sara. Al morir asesinados tenían probable 80 años. Mi padre se enteró por telegrama de su muerte, ya estando en Cuba, claro está.

Por línea materna conocí y veneré a mis abuelos. Abuelo era Isaac Katz, checoslovaco, de la zona de Eslovaquia, de una ciudad llamada Ternava, emigró a Cuba a finales de los 20, judío ortodoxo, fundador de la primera sinagoga ashkenazi de Cuba (en La Habana sinagoga que todavía existe, se llama Adath Israel, ahí hice mi bar-mitzvah, ahora está a tres calles del sitio original. El abuelo tenía un hermano en Nueva York y su idea era radicarse en USA pero no consiguió el visado, lo fue a esperar a La Habana, empezó a trabajar de vendedor ambulante, y por último se quedó en Cuba. Montó un negocio como bodeguero y llamó al negocio La Bodega Cubana, era la única bodega del país que vendía productos judíos, no le iba mal, pero como era tan bueno, todo lo que ganaba se le iba en ayudar a los judíos que llegaban a Cuba huyendo de la quema del nazismo. El abuelo al morir (está enterrado en el cementerio judío de Guanabacoa, La Habana, Cuba) dejó quince mil pesos (dólares de la época) en deudas: arruinado, por hacer el bien a los demás. Hasta el día de hoy los judíos cubanos lo recuerdan por su bondad infinita. Para mí fue siempre, y sigue siendo, el gran modelo ético y ejemplar. Para los viejos judíos de aquella época yo soy el nieto de Isaac Katz más que el hijo de David Kozer. En la colonia judía los Kozer no contaban, los Katz sí, por la presencia de mi abuelo.

La abuela era Elena, era feuchilla, muy convencional, y más ortodoxa que el propio abuelo. Se pasaba el día en la casa de La Habana Vieja, cocinando a la judía, con su pañoleta a cuadros y delantal,  en chancletas, preparando latkes y mil cosas fritas (buñuelos, blintzes, borscht de remolacha y borscht blanco o de acelga, etc) en una cocina a carbón. Era tan ortodoxa que se negaba a comer en casa de mis padres porque decía que el kosher de mi madre era imperfecto. Sin embargo, ni ella ni mi abuelo eran fanáticos: lo único que no aceptaban era el matrimonio mixto, de judío con cristiana. El abuelo murió de un cáncer terrible en 1956 en La Habana, la abuela en Israel (Tel Aviv) en los comienzos de los 60. Mi abuelo era tan creyente que en su lecho de muerte, con terribles dolores, pidió el día de Yom Kippur (el Día de la Atrición) que le quitaran el suero intravenoso porque eso era comida y ese día había que ayunar para la redención de los pecados.

Desconozco fechas exactas de nacimiento y fallecimiento, salvo el fallecimiento del abuelo Isaac que fue en 1956. Ambos hablaban el yiddish, que consideraban su lengua materna. Sabían español pero no lo hablaban bien ni mucho. La abuela sabía mucho menos español que el abuelo, quien por su negocio, tuvo que aprenderlo mejor. Con los nietos hablaban en español, la abuela mezclando siempre con el yiddish. Sabían el checo bastante bien, algo de ruso y de polaco.

Mi padre fue David Kozer, nació en Chejanov, Polonia, frontera con Rusia, en la Ucrania. De joven se hizo marxista, estuvo en la caballería del ejército polaco, era uno de los hermanos del medio, siempre decía que el más debilucho y frágil, y que sin embargo, fue el único que, con el otro hermano mayor que emigró a Israel, se salvó de la quema. Estuvo en la cárcel en Polonia por sus ideas marxistas, y en la cárcel aprendió a coser gorras, de modo que al emigrar a Cuba se hizo sastre, y luego hombre de negocios con su propia sastrería de venta de trajes al por mayor, para el interior del país. Era muy buen comerciante y en verdad muy honrado en sus tratos de negocio. Tuvo un próspero negocio y ganó, a base de mucho trabajo, buen dinero.

Se fue a Cuba a finales de los 20, según él, porque no aguantaba la vida en el shteitl y porque no aguantaba a su propio padre, a quien no quería mucho, por su fanatismo, mientras que siempre decía que a su madre la adoraba. Llegó a Cuba con un dólar, agarró un taxi, fue a casa de un pariente, pagó, le devolvieron 20 centavos de dólar, y pensó que Cuba era un país de gente muy decente, por lo que decidió radicarse. Fue muy feliz en Cuba, haciendo una vida de trabajo y de familia, muy dedicado a sus hijos, con dificultades con su esposa, por tener temperamentos radicalmente distintos. Era un intelectual frustrado. Aprendió muy mal el español, y eso lo frustró tremendamente, pues no se podía comunicar bien con nadie, aparte de que era muy solitario, nervioso, y no dado a estar con gente. Al principio participó en Cuba en actividades del partido comunista, pero luego, con las matanzas llevadas a cabo en Rusia por Stalin, se desilusionó, y puso de lado (no del todo) esos ideales. Era ateo, y a la vez muy judío. Un hombre muy complicado, de gran bondad, bastante derrotado por el abismo que existió para él, siempre, entre sus sueños y la realidad. Al tener que irse de Cuba en 1962 ya no pudo levantar cabeza, fue perdiendo el capital que sacó del país, y pasó los últimos quince, veinte años de su vida, muy frustrado. Era poco dado al diálogo, y cuando daba una orden aquello parecía un manotazo. Manotazo que siempre acabó dándose a sí mismo. Creo que adoró a su hijo más que a nadie, creo que vio en el hijo todo lo que él quiso para sí y no consiguió, con lo cual el hijo tuvo que enfrentar metas muy altas que cumplir.

Mi madre es Ana Katz de Kozer, aún vive, en Hallandale, Florida, tiene en este momento 89 años de edad. Llegó a Cuba a principios de los treinta, con su hermano y hermanas: el hermano era César, fallecido en México; las hermanas eran Zelda (que emigró a Palestina donde murió) Esther (que falleció en Puerto Rico) y Perla, muerta en México (siendo la menor murió la primera). Mi madre era la mayor de las hermanas, y la privilegiaron, de modo que fue la única que no trabajó o trabajó muy poco. Le daban cerezas de postre, sólo a ella, por ser la mayor (considérese que las cerezas eran un lujo, de importación, en Cuba). Conoció a mi padre en Cuba y se casaron por la religión judía, única vez, supongo, que mi padre accedió a participar, siendo ateo, en un ritual religioso. Detestaba al clero y murió convencido de su ateísmo.

Mi madre se dedicó siempre a las labores de la casa, era muy ordenada y cuidadosa con el dinero, que llevaba con corrección. La casa limpia como una pátina, todo siempre en su sitio, una mujer de ideas muy convencionales, de gran incultura, nada que no fuera lo social y familiar le interesaba: nunca leyó, ni oyó música, vio cine, o escribió. Pero siempre subrayaba para los hijos la importancia del estudio, hasta extremos realmente devastadores. Subrayaba la importancia de casarse con judíos, vivir dentro de la sociedad judía, pero integrado a la cubana, nos hizo estudiar yiddish, historia judía, hebreo, etc. Vivía mucho aparentando, y para las apariencias, siempre quedar bien con la gente, que no haya problemas, etc. Mi padre era al revés, no le interesaba lo que opinaran de él ni de sus ideas, era un solitario, tenía cuatro o cinco amigos, todos comunistas o ex comunistas como él; mi madre era de ideas en extremo convencionales y de puro relumbrón. Eso los separó: había poca comunicación entre ellos, se toleraban, convivían, a su modo se apreciaban y quizás se querían, estaban más bien habituados el uno al otro, pero no creo existiera entre ellos un vínculo profundo.

La situación económica de los abuelos, por ambas partes, en sus países de origen, fue muy mala, debido al antisemitismo, y la persecución a la que se vieron siempre sometidos. Los abuelos maternos y mis padres, en Cuba, estuvieron bien económicamente. El abuelo, como antes dije, vivía pobremente porque era demasiado dadivoso; mi padre tenía un sentido muy exacto del dinero, lo manejaba muy bien, y aunque no fue millonario, poco a poco fue viviendo mejor y mejor, hacia el final de su estancia en Cuba, año digamos 1959, cuando ocurre la Revolución, su situación económica era muy buena (fue así que pudo sacar de Cuba al menos la mitad de su capital, que era una buena suma): de hecho, entre los miembros de la familia de su generación, era el que mejor estaba económicamente, y ayudó en muchas ocasiones a mis tíos y a su hermano en Israel.

Mis tías casaron con judíos: Esther con Froike o Fernando, un hombre buenísimo, mal comerciante, muy trabajador, tipo muy guapo, ellos se adoraban, tuvieron dos hijos, le gustaba mucho el béisbol y murió de un ataque fulminante de corazón, siendo aún muy joven, un domingo, en La Habana, mirando en TV un juego de pelota. Allá está enterrado con mi abuelo. La otra tía, Perla, se casó con un húngaro, el tío Max, quien era el “intelectual” de la familia, todo ello pura apariencia, pues al crecer yo comprobé que era bastante inculto, todo lo suyo era pura retórica sin una base fuerte, un hombre de carácter dominante, que le hizo mucho daño a sus hijos, a quienes convirtió en auténticos zonzos.

La tía de Israel, Zelda, tenía los ojos más bellos del mundo (ojos garzos) se casó con el tío Yehuda, que era su primo, fueron muy felices, él era feo y orejón, ella guapísima, ambos religiosos, muy judíos, sionistas pero nada fanáticos. El tío era contable, la tía de sus labores. Tuvieron tres hijas, mis primas, todas aún vivas en Eretz Israel. La más joven era Shoshana, vino a Cuba, yo tenía 14 años, me enamoré locamente de ella, pero no me hizo ningún caso. Sufrí. El tío Yehuda murió hace años y está enterrado en Israel, la tía Zelda murió hace menos tiempo, quizás 15 años, y por igual está enterrada en Israel.

Para mí el tío más interesante era el hermano único de mi madre, el tío Zishe o César. Era buenísimo y simpatiquísimo, se aplatanó muy pronto al ambiente cubano, bebía, jugaba, iba al béisbol, tenía un acento cubano típico habanero, le gustaban las mujeres, al morir mis abuelos se casó con la tía Chiquitica, una mulata clara cubana, lindísima, con quien estuvo de novio más de 20 años, a espaldas de sus padres, mis abuelos. Fueron en extremo felices, y el tío César crió a la hija de un matrimonio anterior, creo que nunca legalizado, y al nieto de Chiquitica, ya en México, dándoles casa y amor, paternidad y amor de abuelo. Luisi, el nieto, nacido en Cuba, pero criado en México, hasta el día de hoy lo adora y recuerda como a su verdadero padre, aunque fue su abuelo putativo. Ambos tíos murieron y están enterrados en México. Cuando yo era muchacho y tenía algún problema venéreo, no iba a mi padre a pedir ayuda, sino a mi tío César, que me daba la plata para ir al médico a curarme de una blenorragia o de una gonorrea, muy típicas de la época. Era un hombre muy abierto, risueño, trabajador, fue joyero, como mi tío Max, que también fue joyero y tenía su propia fábrica de joyas, primero en La Habana y luego en el DF.

Como se puede apreciar se trata de una familia diaspórica, situación emblemática de la judía, de eso que se da por llamar judío errante, término que tiene connotaciones a veces deplorables. Una familia arraigada al país de emigración, lo que se llama una familia asimilada. A mis padres, que no eran sionistas (mi madre practicó al principio un poco de sionismo) jamás se les hubiera ocurrido emigrar a Israel, hacer lo que se llama la aliá (emigración a Israel). Se sentían, ellos y mis tíos y tías, muy judíos y muy cubanos. Mi madre y hermanos hablaban todos un español habanero muy bueno, de dicción clara, acento muy suave, estaban lingüísticamente integrados. Mis abuelos no, mi padre tampoco. Éste hablaba arrastrando las erres, pronunciaba mal la letra G, confundía los verbos, el presente con el subjuntivo sobre todo, y no podía escribir una palabra de español, o lo hacía muy mal, con faltas de ortografía a cada dos por tres. Mi madre, por el contrario, tenía una letra hermosa, de la que se enorgullece hasta el día de hoy, y escribía bastante bien el castellano. Mi padre, en sus negocios, siempre dependió para las cartas y facturas, y todo el papeleo comercial, de un empleado, que era su mano derecha, persona a la que quiso mucho (yo también): de nombre Roberto (Bebo) bondadosísimo, mi padre lo recogió de muchacho, era casi un campesino, y le dio educación y un trabajo muy bien remunerado. Era mi padre muy justo con los demás a nivel de compensar el trabajo, y como buen socialista, creía en la distribución justa de la riqueza.

Esa familia diaspórica padeció, como se puede ver,  dos grandes emigraciones: la original, de la Europa Oriental a Cuba; y la debida a la llamada Revolución Cubana, de Cuba a los Estados Unidos, Puerto Rico, México. La primera diáspora a Cuba tuvo efectos benéficos, la segunda, para los padres, según el caso, en general puede decirse que los efectos no fueron buenos del todo. A los hijos sí les fue mucho mejor: mis primos todos son ricos, personas de negocio, con quienes nada tengo que ver, pero a quienes recuerdo con bastante cariño. A mi hermana Sylvia con el tiempo, y luego de varios contratiempos matrimoniales, le va bien., Nos llevamos 4 años, y de hecho, cada miembro de la familia, traía al mundo siempre hijos que entre ellos se llevan dos años, alternando en el orden de nacimiento, primero el varón y luego la hembra. En el caso de Max y Perla hay tres hijos, dos varones y una hembra.

En toda la familia nunca hubo asuntos de drogas, enfermedades mentales o violencia. Con respecto a los padres, puedo decir que en mi caso, sin dejar de quererlos profundamente, de lo que me siento convencido, no me llevé del todo bien con ellos, por distintas razones. Con mi madre porque no tenemos nada en común, quitando que somos personas frágiles emocionalmente y muy cariñosas, no tenemos nada en común. Con mi padre era distinto, con él podía hablar de ciertos temas, política sobre todo (que es el tema que menos me interesa) pero no podía en el fondo (ni en la superficie) comunicarme con él porque lisa y llanamente me inspiraba miedo. ¿Qué tipo de miedo? Con los años me di cuenta que no quería nunca herirlo mostrando mis desavenencias con sus ideas, y por ahí preferí, sin darme cuenta, hacerme daño a mí mismo, o herirme, antes de herirlo a él, que por cierto era una persona muy vulnerable. Sus consejos me resultaban siempre convencionales, yo era muy rebelde, quizás bastante inmaduro y loco, y quizás él me salvó de ciertas situaciones que en Cuba hasta pudieron haberme costado la vida: de situaciones relacionadas con la lucha revolucionaria, en la que yo creí a mis 17 años de edad, y en la que mi padre intervino sacándome de Cuba, mandándome a Nueva York a estudiar, puede que me hubieran matado en la guerra de guerrillas, de haber participado como quise, o luego me hubieran metido en la cárcel, pues al rato ya no estaba de acuerdo con el camino que tomó aquella Revolución. Interesante que mi padre estuvo en la cárcel por sus ideas políticas y a mí me salvó de la cárcel por las mías, que no serían muy diferentes de las suyas cuando él era joven y estaba en Polonia.

Mi padre se rebeló contra la tradición judía, sin dejar de ser profundamente judío. Mi madre por el contrario no se rebeló contra nada, es una persona pacífica y apaciguadora, muy fuerte a ciertos niveles, a otros niveles muy delicada y frágil. No fueron felices como pareja, de eso vivo convencido, pero supieron convivir desde una tolerancia y mutuo entendimiento que impidió el divorcio o la violencia, que ni siquiera fue verbal entre ellos, pues siempre se hablaron en voz baja y con respeto. Nunca los vi chillarse o pelearse, sí siempre algo distantes. Rara vez los vi besarse o abrazarse, siquiera tocarse. No bebían (mi padre un poco en las fiestas, sólo una vez lo vi borracho, se vomitó, y yo me sentí feliz por él, de verlo así) mi madre nunca fumó, mi padre siempre fumó puros habanos hasta casi los 60 años, diría. Fumaba mucho, tal vez una decena de puros al día, lo llamaban “el hombre con el tabaco en la boca.” Era irascible, nervioso, y hacía chistes muy malos, aparte que los contaba muy mal. Leía mucho de política, en yiddish, hasta que se fue de Cuba recibió el yiddisher zeitung o periódico judío, que le llegaba de Nueva York, y era el Forward, un periódico socialista al que estuvo suscrito toda una vida. Lo veo en la terraza de la casa de La Habana fumando y leyendo el periódico, por ahí se enteraba, por ejemplo, de noticias relacionadas con la situación política de Cuba, durante la tiranía de Batista, que no se difundían en los periódicos cubanos, como es de entender, pues no había libertad de prensa.

Mi padre era algo debilucho, muy delgado, de salud creo que frágil, pero siempre se cuidó mucho, a su manera. Hacía ejercicios todos los días, nadaba, amaba la playa, comía siempre lo mismo, era muy dado a la buena carne, detestaba el pescado que decía era para los gatos. Le encantaban los frijoles, todo tipo de potaje, en él todo era contradictorio. Carne, mucha, por un lado, cuidarse la salud por el otro. Vivió hasta los 81/82 años (nunca supo su fecha exacta de nacimiento) y sólo al final se enfermó bastante. Tenía una magnífica dentadura que echó a perder fumando, los dientes amarillos de fumar, la nicotina, etc., le arruinaron los dientes, que de golpe perdió. Al final lo vi muy mal de salud, tenía gran miedo a morir (el timor mortis conturbat me que dicen los católicos) su muerte no fue tranquila ni plácida. Aceptó al final ver a un rabino, pero por satisfacer a mi madre. Estoy convencido que murió ateo, y según me dijo mi madre, murió invocando mi nombre y preguntando por mí. Llegué a tiempo para enterrarlo, yo estaba con mi mujer Guadalupe en España, y pude despedir el duelo y enterrarlo, pero no acompañarlo en el tránsito, lo que me hubiera gustado hacer, y siento mucho hasta el día de hoy.

No puedo decir que mis padres fueran espirituales, mis abuelos por línea materna sí: sobre todo el abuelo. Mis padres eran idealistas, mi madre con la cosa judía, mi padre con la cosa política internacional, incluida por supuesto la judía. Soñaban con un mundo mejor, en lo práctico. No fueron intelectuales, no creo hayan jamás leído un libro de filosofía o de poesía (aunque mi madre dice que de muchacha leyó a Heine, lo cual no creo del todo, al menos no lo pudo leer en alemán, y si lo leyó tuvo que ser en español, en alguna mala traducción). Ahora bien, como judíos de clase media, siempre abogaron por la asimilación, por la cultura como un bien social y personal, y porque los hijos, en este caso mi hermana y yo, fuésemos personas ilustradas. Nos mandaron al mejor colegio laico de La Habana, en vez de mandarnos al colegio judío, el Centro Israelita, lo cual en lo personal agradezco mucho, dado que en ese colegio recibí una magnífica educación. Fue mi padre el que más abogó porque fuéramos al Instituto Edison, que es el nombre del referido colegio laico. Creo que mi madre se inclinaba más por el Centro Israelita, pero al final dio su brazo a torcer, y no creo que poniendo muchos reparos.

Llegué a Nueva York en 1960, mi hermana Sylvia Kozer, en 1962. Ella se fue a vivir con unos parientes en Filadelfia, donde no fue muy feliz, sintiéndose un poco ciudadana de segunda clase y visita más o menos tolerada. Yo, desde el principio, hice vida propia, independiente, una vida bohemia, no ganaba mucho dinero, pero me divertía de lo lindo. Trabajé casi 3 años en Wall Street, ahí no me fue mal en lo económico, pero detestaba mi trabajo, y pese a tener un gran futuro vendiendo avionetas o mercando, lo abandoné por un trabajo de empleado de biblioteca en NYU, sueldo base, pero me pagaban los estudios, y creo que eso me salvó, dado que me retrotrajo a lo que es mi más profundo interés, el mundo de los libros y de la creación.

Me casé con Sheila Isaac en 1962 y ese matrimonio duró 8 años, fue un auténtico desastre, dada mi inmadurez y el hecho de que mi primera mujer no estaba bien de salud mental. Tengo una hija de ese primer matrimonio, Mía Kozer, a quien crié en circunstancias difíciles, pero consciente de que con todos mis defectos, mejor la criaba yo que dejársela a mis padres. En 1974 y en segundas nupcias me casé con Guadalupe Barrenechea, con quien convivo en feliz armonía, hace 30 años, y con quien tengo una segunda hija, Susana Kozer, que ahora vive en Nueva York y hace estudios de psicología clínica, carrera que por lo visto ama profundamente, quizás toda una auténtica vocación, y para la que se prepara con rigor.

Soy persona solitaria, independiente, tengo claros mis intereses y el tipo de vida que quiero y puedo hacer, me va bien en la vejez, con una salud media bastante buena, una situación económica intermedia y suficiente, y dedico mis días y mis horas a estar con mi mujer Guadalupe, quien me enseñó a reír con naturalidad, conversamos, compartimos con tranquilidad nuestras cosas (ahora estamos leyendo el Finnegans Wake de Joyce juntos: leemos una página al día, dada la dificultad enorme de esa novela, y esperamos acabar ese proyecto dentro de 628 días, que es el número de páginas que tiene la novela, la cual leemos ayudados por un libro de glosa o explicaciones de los mil puntos difíciles que existen en cada página: este trabajo nos produce un auténtico placer): compartimos a diario la hora del almuerzo, comemos como reyes, a mi mujer Guadalupe le gusta en sentido espiritual la cocina, y su cocina me produce un enorme placer poético, espiritual, carnal. Día a día, por ende, leo, escribo poesía, me comunico con otros escritores y poetas, escucho música clásica y veo cine en la sala de nuestra casa.

Mi vida declina con bastante armonía, sigo misteriosamente escribiendo poemas casi a diario, viajo un poco por invitación, gracias al reconocimiento medio que hay de mi trabajo, en general siempre viajo acompañado de mi mujer: a mis hijas considero les va bien, a cada una a su modo y según sus intereses, pienso que no tendré nietos, con lo que el apellido Kozer desaparecerá de la faz de la tierra, aunque creo quedará en los libros como el apellido de un poeta que vivió y escribió en los siglos XX y XXI, siglo éste en el que murió.

 

JOSÉ KOZER (La Habana, 1940). Vive en Estados Unidos desde 1960. Se desempeñó como profesor de Lenguas y Literatura en Español, en particular Poesía en Queens College, de 1965 a 1997, fecha en que se jubiló en la Florida. Es un autor de un centenar de libros de poesía, dos en prosa. Su obra está traducida al inglés, portugués, alemán, ruso, griego. Recibió el Premio de Poesía Pablo Neruda en 2013. Y forma parte del grupo selecto de becarios de Montgomery Fellows desde 2016.