Una aproximación a Las maneras del agua, de Minerva Margarita Villarreal

por Juan Carlos Abril (Universidad de Granada)

Las maneras del agua se inserta en la tradición de la poesía mística experimental cristiana del Siglo de Oro, a través del tamiz y los matices del siglo XXI. En primera instancia, santa Teresa de Jesús y, en segunda instancia, san Juan de la Cruz, afrontaron la reforma en el siglo XVI de la Orden de Nuestra Señora del Monte Carmelo, los Carmelitas Descalzos. La regla —perteneciente a las mendicantes, frente a las monásticas o las regulares— buscó retornar a la vida centrada en Dios con toda sencillez y pobreza, como la de los primeros eremitas del Monte Carmelo, que seguían el ejemplo del profeta Elías, quien se había refugiado en una cueva, y había realizado la primera resurrección datada —documentada como hecho «literario» en la Biblia— de la Historia. La Orden, también llamada Orden de los Carmelitas, surgió en el siglo XII, cuando san Bartolo del Monte Carmelo y un grupo de ermitaños se retiraron a vivir en el Monte Carmelo, considerado el jardín de Tierra Santa. En 1562, santa Teresa de Jesús fundó el primer convento de Carmelitas Descalzas en la ciudad de Ávila; posteriormente, junto a san Juan de la Cruz, fundó el ramo de los Carmelitas Descalzos. A partir de estos hechos, que motivarían el Libro de las fundaciones, Guiomar de Ulloa se considera pieza clave en la fundación del primer convento de san José en Ávila y, durante su vida, mantuvo una estrecha relación de amistad con santa Teresa de Jesús, con quien compartió inquietudes intelectuales y espirituales. En casa de Guiomar, la santa se restableció en varias ocasiones de sus afecciones y dolencias (véase «La cura», 2016: 61),[1] y hoy en día su figura benefactora se está revalorizando. Buena muestra de ello es el poema «Guiomar de Ulloa» (2016: 75-76), que reivindica su amistad cómplice y mecenazgo: «sabía mi necesidad, porque era testigo / de mis aflicciones / y me consolaba harto, porque era tanta su fe / que no podía sino creer / que era espíritu de Dios / el que todos los más decían era del demonio» (2016: 75), intertexto del Libro de la vida (capítulo 30, 3), junto a este otro pasaje del mismo poema, en el que también se intercala un fragmento (capítulo 7, 20) en cursiva: «Pero las viudas son grandes amenazas / pan de sospecha en tiempos de sospecha / siembras de duda de las bocas amargas / Gran mal es un alma sola entre tantos peligros: / Este paisaje / huérfano de ti» (2016: 76). Paisaje de la ilusión expresada en la fundación de la orden, en la esperanza de la reforma de la iglesia, en medio de una España que se soñaba grande pero que iba a desmoronarse como un gigante con pies de barro, pues precisamente su alianza con el clero iba a llenar de oscurantismo lo poco que quedaba del Renacimiento. El pensamiento moderno recién introducido, insuflado desde Europa, había desaparecido. La reforma católica poseyó un lado «progresista» encarnado por los místicos y los ascetas, los cuales fueron perseguidos, recluidos involuntariamente o encarcelados.

          Volvamos a los orígenes. «Karmel» significa, entre otras cosas, «jardín». Así que, inspirados en el profeta Elías, el Monte Carmelo estaba considerado el jardín de Palestina; de hecho «Karm-El» también significa «la viña de Dios» en las lenguas semíticas de la zona. Remontándonos a etimologías que desde un punto de vista antropológico iluminan nuestros razonamientos, en sánscrito, «karma», ese estado de éxtasis que reivindicaban las culturas hippies y orientalizantes, significa «acción» o «energía», entre las definiciones más autorizadas. Es la misma palabra fonéticamente que «carmen», que en latín dio «poesía» y que, desde luego, proviene de la misma raíz. Poesía y acción —energía hecha palabra— vinieron unidas por corrientes etimológicas migratorias. Además, en árabe, «carmen», lengua que recoge más fielmente los significados y acepciones orientales, significa literalmente «viña» (he ahí que en Granada, que fue el reino musulmán donde pervivió el léxico árabe y se continuó usando sus vocablos, hoy todavía se llamen a los jardines de las casas así, «cármenes»). Sea como fuere, y dejando a un lado etimologías y derivaciones que no pretenden poseer fundamento científico exacto, pues nos movemos en el terreno pantanoso de las humanidades, dando más pie a interpretaciones y exégesis que a otra cosa, sí quisiéramos establecer vínculos para que se toquen sus filamentos semánticos, es decir, ese sentido poético de la palabra «jardín» que viene asegurado por varias vías. Jardín, o huerto, era algo mucho más que un espacio para cultivar y para subsistir, y será un lugar de plenitud para la convivencia en sentido amplio, pues en torno al huerto se organizaba la vida de las comunidades antiguas en las que Epicuro (Lledó 1984) se inspiró para formar su teoría filosófica, ideal y práctica, de vida.

          Desde la perspectiva sacralizada de la España contrarreformista, el jardín como espacio de recreo —no solo para cultivar, aunque también podríamos decir para cultivarse— es lo que luego, a través de san Agustín, se llamó Paraíso. Lugar in excelsis deo, teatro de la apoteosis, manifestación o nacimiento, de la asunción o anunciación, y el éxtasis. «Minutos antes había llamado Gabriel / y esa luz lo habría fulminado / antes de que partiera la muchacha / entre el miedo y la luz / a dar / temerosa / el aviso de la nueva» (2016: 45); luego revivido cuando «Se desordena / como la casa del Carpintero / cuando su esposa recibió al arcángel» (2016: 64). Todos ellos momentos sublimes que apuntan hacia la trascendencia. Y en el extremo de la escritura, estamos hablando del raptus del poeta, tanto de la voz verbal de Las maneras del agua, como de la santa, en transposición de manos: «El cuarto / desordenado / por el caos / cubierto de tinieblas / y humedad / como la faz del abismo / Y la palabra / brillando en la pantalla / como una virgen / asciende / de la profundidad / de las aguas» (2016: 71). Por eso el «cálamo» representa ambas manos, la que escribe y la que reescribe: «Un castillo / se eleva / si a Dios amo / Si a Dios amo / el terror / se evapora / Por su afiebrado / cálamo / el vuelo del castillo / Por su alfabeto / la elevación de la paloma» (2016: 60). Por no citar, en esta aproximación, los momentos de «coronación», es decir de sacralización, cénit de la apoteosis, altamente significativos, y muy abundantes, como en el homónimo «Coronación»: «Por donde / el diablo / atraviesa / mis huesos / han penetrado / espinas» (2016: 43); o este otro fragmento: «El pabilo que alumbrara su larga noche / camino del Carmelo / Y debajo de la piel había vino y pan / Y te elevabas / deshecha / coronada de Gracia» (2016: 32). Recordemos que la santa fue mutilada (ver, entre otros, «Cristal», 2016: 72-73), sus pedazos rapiñados como reliquias y custodiados en diferentes lugares, vendidos o falsificados, empezando por la cabeza, que nunca se encontró. Así que tenemos paradójicamente una corona para un cuerpo sin cabeza. Realmente podríamos afirmar que lo que nos interesa es la escritura del poema, independientemente de quién sea el personaje:

          Santa Teresa remite a ciertas nociones de la religión. Pero Teresa de Ávila, que también está presente, nos remite a la historia de vida de una mujer […] Y a través de su acercamiento, en el que la monja y la escritora se actualizan, efectúan un guiño a santa Teresa mientras se advierte que juguetea con nosotros: todos leemos a Teresa de Ávila. […] Abre su poema con ella, pero enseguida toma distancia: sitúa a ambas a contracorriente: cuenta una historia, canta un laude y se aleja; se confunden las voces no de santa Teresa y Teresa de Ávila sino de Teresa de Ávila y Minerva Margarita Villarreal. (Báez 2017: 174)

          Efectivamente, en el pliegue del sentido, Las maneras del agua se concibe como una serie de poemas con sus correspondientes «Laude» o alabanzas, a modo de glosas, donde cada poema posee una suerte de doble fondo. O sea, el pliegue del pliegue, el repliegue. Pero también el despliegue. Para analizar estas laude —que tipográficamente se presentan en cursiva— de manera coherente, que no ordenada, hemos de pensar que no se trata de explicaciones ni segundas partes, ni siquiera continuación, sino que funcionan independientes y se articulan, al igual que el resto de poemas, como fragmentos discursivos —técnica ya señalada en otro poemario de nuestra autora, Pérdida (1992), por Montes Garcés 1998: 203-209— que a veces hablan de la vida de la santa, a veces de la vida del sujeto verbal, el cual trata de «analizar» poéticamente los procesos de transfiguración y transustanciación del pathos a la escritura: «Con sólo tocarme la cabeza mientras dormía / con sólo decirme sin decirme / al fuego celeste / desperté / Adicta / arrodillada / hasta las fundaciones / En la inmensidad de Icamole / cuando más amo el desierto / el ojo de agua de sus manos / su delirio / su tibieza feroz en mis rodillas / Vi sucederse las señales / hasta que se ausentó de la carne / como una virgen que desaparece» (2016: 81).

          El arrebato o rapto del poeta-profeta —que entronca directamente con los nabi, que en hebreo significa poeta y profeta, sin hacer distinción, a la vez— transforma a la santa, como bien es sabido. Es un momento de elevación: «Más alto que un árbol / elevado por la plegaria / Más poderoso / que el sol / Lejos brillan / tus labios / Raíz de raíz / brote del brote / Paraíso» (2016: 40). De nuevo el Paraíso como ese lugar, como el Lugar. Ahí se encuentran las coordenadas de los tópicos que aseguran un lugar común lejos del mundanal ruido, celebrado y cantado por los ascetas, especialmente por fray Luis de León, y que no será sino la sublimación de ese jardín o lugar ideal que luego también Voltaire escribiera a propósito de su «Cándido». En este espacio podrían situarse algunos pasajes de Las maneras del agua, como por ejemplo «Aire del paraíso» (2016: 78-79), donde desde la ventana del convento, y en reclusión involuntaria, asistimos al monólogo dramático de la santa, salpicado de notas paisajísticas o sensaciones, en pleno éxtasis místico, en la «cueva»: «En cuevas duerme […] Arden como obsesión […] En su costado sigue el pozo / que llaman Incendio / y su voz derrota / las falsas profecías» (2016: 79). Jardín o vergel, «oscuro follaje / que mana el agua viva» (2016: 57). Agua purificadora que nace del paraíso, y a continuación abordaremos con más de profundidad lo que significa el agua, la forma en que expresa «sus maneras». El arrebato místico, que se llamó raptus en tradiciones como la grecolatina, se modificó, se transformó por influencias orientalizantes, árabes y sufíes (véase, entre una extensísima bibliografía, los trabajos ya clásicos de López Baralt 1981 y 1982). Se trata de ese momento preciso de la entrada en éxtasis. Total y plena mise-en-scène. Santa Teresa «admiró a san Juan de la Cruz, 27 años más joven que ella… Y no me extraña que, conversando con el poeta de Llama de amor viva, Teresa de Jesús entrara en éxtasis. Gian Lorenzo Bernini condensó el arrobamiento teresiano en una bellísima escultura» (Ansón 2015). Después, Minerva Margarita Villarreal nos regalará un poema como «Una rosa es una rosa es una rosa…» (2016: 63-64), donde recordará la maravillosa escultura barroca de Gregorio Fernández… Éxtasis, arrebato místico, aureola o coronación (sinónimo de canonización). Se trata, como bien se sabe, de acercarse al misterio de la comunicación divina, en la que los místicos eran expertos.

          La experiencia mística, como se sabe, es inefable. Inefable no quiere decir otra cosa que no puede ponerse en palabras porque si una experiencia mística es entendida racionalmente, entonces no es una experiencia mística. No puede ponerse en palabras ordenadas y comprensibles, pero sí puede ponerse en poemas (Hiriart 2017: 184)

          Desde el dialogismo, digamos en una suerte de trascendencia con reminiscencias bajtiniana, hablaríamos de comunicación con la Otredad. Otredad sea lo que sea, y que cada quien se las ingenie en su particular proceso cognitivo. Las vías que facilitaban —su particular teoría del conocimiento— eran tres: la vía purgativa, la vía iluminativa y la vía unitiva, a las que añadimos nosotros otra más, la vía textual, por la que se llegaría a la poesía, auténtica divinidad —ente sublime— que reina en la obra de Minerva Margarita Villarreal. Según Ludivina Cantú Ortiz, especialista en la obra de nuestra autora:

           La poesía es un espacio de comunicación y representación en el que la voz poética se re-crea y adquiere corporeidad a partir del lenguaje. Es invitación, interpelación dinámica que alcanza al lector, es interacción entre las voces del poema y el lector. Gracias al acontecimiento de la lectura, el poema emerge como un espacio íntimo en el que coinciden el poeta (que no el escritor), el poema y el lector. La relación que se establece entre ambos es esencial, se inicia el diálogo que instaura el entendimiento mutuo (Cantú Ortiz 2013: 41)

           Estamos ante el territorio abonado y esencializado de la mística, caracterizada con ciertos inconvenientes como neo-mística, por lo que significa de neo-; pero entendámosla como propuesta original: «Leer a Minerva Margarita Villarreal es crear un puente desde su centro hasta el del lector, quien se conecta intensamente con cada una sus estrofas» (Cervantes-Ortiz 2016). Recapitulando: 1) La vía purgativa consiste en la purgación de la memoria, entendida como potencia del alma, para limpiarla de los apegos sensitivos que provienen del cuerpo. En palabras de san Juan de la Cruz: «Hay que perder el gusto por el apetito de las cosas.» El apetito como tal no tiene por qué ser malo, pero sí el apego o gusto que provoca en la memoria, porque le impide orientarse plenamente hacia Dios. La privación corporal y la oración son los principales medios purgativos. Las adicciones conllevan la experiencia extrema de la desintoxicación (2016: 70; 2016: 81, señalada por Hernández 2017: 6). A propósito, esta constante se aprecia en la poesía de nuestra autora en Adamar (2003), pues «desde el inicio Villarreal establece este lazo con san Juan de la Cruz y con la idea de amar duplicadamente, amar en exceso, con vehemencia (Rathbun 2015: 166). El estado en que se sume la memoria se llama esperanza. 2) La vía iluminativa consiste en la elevación del entendimiento hacia Dios, entendido como potencia del alma. Una vez limpio el entendimiento de toda relación con las criaturas, queda vacío para entregarse a la sabiduría oscura o sabiduría secreta que se sabe sin necesidad de entender, experiencia que en la mística se llama fe. Desde una perspectiva profana, en la tradición lopesca del siglo de Oro, se llama amor: «Quien lo probó lo sabe». 3) La vía unitiva consiste en la purificación de la voluntad, entendida como potencia del alma. En ella el alma alcanza el grado más perfecto de la unión con Dios, ya que ha vaciado su propia voluntad, lo más suyo para entregarla a Dios. Es el grado más perfecto de la caridad.

          En el momento del éxtasis se llega al no movimiento, contemplación neoplatónica donde todo se detiene: «De la fuerza de las corrientes moviéndose bajo la faz del abismo / de la estrella que iluminaba las profundidades / cuando el Espíritu se detuvo / e hizo brillar el Paraíso / De la voz de las profundidades que salía de boca de la estrella / cuando el Espíritu / cuando la estrella / cuando la voz / siendo el Uno / siendo el Paraíso / transfiguró / mi peso muerto / en Vida» (2016: 74). Muchos de estos momentos sublimes y esencialmente elevados se hallan en Las maneras del agua, poemario que posee sus propias marcas textuales de lectura desde la primera composición, «Aparece» (2016: 15-16), en la cual se establecen las claves que articularán su interpretación. Así, la voz verbal contemporánea —nos— narra con voz omnisciente a modo de exorcismo, instalándose en un resorte o suerte de depósito o vaso donde convergen los ríos de la metamorfosis, «Tersa Teresa de las metamorfosis» (2016: 15), convirtiéndose en un médium que recoge el «resumidero» de la transformación: «Seré una alcantarilla en manos de Teresa / una fiebre del oro de las llagas de Cristo / un cielo desprendido del siglo dieciséis […]» (ibíd.). Y acto seguido los mecanismos por los que se produce esta mutación: «y de cuatro maneras germinará lo plantado: / Agua del pozo / Agua de noria sin anegar el huerto / Agua de río o del arroyo / Lluvia del cielo» (2016: 15-16), para cerrar esta aparición o texto/manifiesto con una invocación o invitación a sumergirse en las aguas a modo de placenta desde donde renacer, inmersión bautismal, aguas de purificación iniciática, destiladas por el cuerpo y la sangre de Cristo: «su tórax alanceado aún gotea / Bañémonos Teresa en esta rojedad / En la tierra el espanto / Bañémonos Teresa / El espanto Teresa / Bañémonos Teresa en esta rojedad» (2016: 16). El misterio de esta transformación va desde la transustanciación del pan y el vino en el cuerpo y la sangre de Cristo, como veremos a continuación, hasta el raptus del poeta visionario que se decanta en la escritura, el poeta-profeta:

           Escribir la poesía de la que ha sido testigo el poeta, es un acto que libera del misterio las cosas que desconocíamos, o simplemente, la edifica como una construcción de la que nunca habíamos visto su nuevo rostro.[…] La convicción del poeta, cuando escribe lo que algo incomprensible le dicta, es llegar al final de cada poema como para salvar la vida. Y en la escritura se alaba, se celebra, se reclama, se rememora, se trata de cristalizar el agua, se procura atrapar y guardar el fuego y, en ello, se busca nombrar todo lo que pudimos ver en la galería profunda de las obsesiones. (Coria 2016)

          Esas «maneras del agua» que se han sedimentado, espolearán la escritura del libro, desembocando en «Un lago de sol» (2016: 41). A él llega un «torrente / que alivia / y vuela» (ibíd.) porque nos libera a través de la función catártica de la poesía, como rito liberador que ahonda y escarba en lo más hondo de nuestro ser.

          El sujeto verbal se va dirigiendo a diferentes episodios biográficos, ya de la santa, ya de la voz autorial, ya de cualquier otra circunstancia que explore algún campo relacionado. Siempre transversales, como a modo de conjuntos de rizomas, la matriz temática de Las maneras del agua se amplía, y se entrecruzan muchas vetas y capas, como sustratos culturales y antropológicos, que nos llevan hacia territorios muy lejanos. Hay referencias muy evidentes, y la propia voz poemática nos advierte que, fragmentariamente, «El río bajo las sombras / viajaba a regiones inhóspitas / a episodios que más tarde narraré» (2016: 35), con lo que nos orienta hacia varias direcciones, en un símbolo bisémico: por un lado ese río telúrico que se adentra en el inframundo y que aparece y desaparece, y por otro lado la escritura con sus incesantes galerías, adelantándonos su indagación ulterior. Así es la escritura, un río o corriente, un stream que transmuta, en palabras de T. S. Eliot (Pujals Gesalí 1990: 30-31), la emoción hacia la poesía, arrastrándonos por lo desconocido. La poesía no se desarrolla en territorios ya explorados, sino que traspasa La línea de sombra que antes nadie cruzó. T. S. Eliot no abogaba por contar emociones, con lo que se incurre en la conocida falacia, detallando historias «muy» cargadas de emoción. Eliot hablaba de que el poema debe ser emoción, transmutar la emoción y convertirse en emoción misma. El texto como corriente emocional, como stream. Por tanto al lector le llega la emoción viva, la vibración, el caudal del estremecimiento, el temblor del proceso, que es un descubrimiento, una emoción nueva, no vivida antes, esto es no vivida fuera del poema. Porque no hay ninguna verdad anterior al texto, y a poco que nos adentremos en la poesía de Minerva Margarita Villarreal, descubrimos que lo que Eliot describió, se encarna en su obra. El verbo «encarnar» quizás adquiera especial significación, tratándose de una poesía que exalta y celebra, también, las pasiones humanas desde todos sus vértices.

          La resurrección y los procesos de transformación mística del cuerpo —de los estados corporales y espirituales en continua simbiosis— están bien descritos y abordados en Las maneras del agua, por ejemplo en «Esa otra vida» (2016: 20), cuando el personaje se adentra en la otra vida, que puede ser la Otredad que nos devuelve al vacío, a la nada: «Con grandísimo desatino / todo me daba vueltas / Muy en alto / me observaba / postrada / dándome todo vueltas / Ya el mundo nada dice / pues allá donde nadie ha pisado la luz / con ella doy vueltas / y resuenan en mí / las letras escondidas de su alfabeto» (ibíd.), para acabar concluyendo: «¿Acaso dudas que vengo de la resurrección?» (ibíd.). Los versos en cursiva pertenecen al Libro de la vida (6, 1). O ver también «De Lázaro me apartó mi padre» (2016: 35-36). Ignacio Solares (2010: 30-32) plantea que esa transformación, ese volver de la muerte hacia la vida, no es otra que cosa que la epilepsia, la enfermedad sagrada y sacralizada, pues en el momento de «las auras previas al ataque sobrevienen revelaciones, iluminaciones, éxtasis» (Solares 2010: 30). Continúa argumentando que

las «pequeñas muertes» se sucedían con tal frecuencia que, en efecto, le provocaron un ataque de catalepsia que se prolongó durante cuatro días. Por insistencia del padre, no se le había enterrado enseguida, después de que el médico certificara su deceso. Sin embargo, al tercer día se le aplicaron los santos óleos, se le lavó y se le amortajó, se le cubrieron los párpados con cera, las monjas de la Encarnación cavaron un sepulcro en el cementerio del convento y en la capilla fue oficiada una misa por su alma. (ibíd.)

          La santa no murió sino que despertó, y la confirmación de su enfermedad, que no es ningún signo extraño para probar santidad o fenómeno trascendente, paranormal, etc., no pretende empujarnos hacia la demostración de falsedad o fake; sin embargo nos lleva de nuevo hacia el territorio del éxtasis, pero esta vez concebido como algo carnal. Mucho se ha discutido, desde este aspecto, qué significan los versos «¡Oh noche que juntaste / amado con amada, / amada en el amado transformada!», y no son pocas las lecturas que han visto en la mística una explicación carnal y viva del más acá, de la inmediatez y de lo concreto, en plenitud. Como bien se sabe, «la petite mort» en francés, también conocida como «la pequeña muerte», hace referencia al periodo refractario que ocurre después del orgasmo. Este término ha sido interpretado generalmente para describir la pérdida del estado de conciencia o desvanecimiento post-orgásmico que se sufre en algunas experiencias sexuales. De manera más amplia se puede referir al gasto espiritual que ocurre tras el orgasmo, o a un corto periodo de melancolía o trascendencia, como resultado del gasto de la «fuerza de vida» (cf. Bataille 2002: 53-64). La poesía de Minerva Margarita Villarreal no es ajena a esta lectura, de hecho el erotismo se considera como una de las características principales de nuestra poeta (Armengol 1997: 27).

           En efecto, habría que remontarse al final de la Edad Media y a la sustitución de los ritos paganos por el cristianismo, y al fin de los sacrificios animales. Siglos antes, en la época de Jesucristo, los sacrificios humanos habían dejado de ser comunes, comenzaban a sustituirse por animales, pero se poseía memoria de lo que supusieron. ¿Qué hizo el cristianismo? A través de la sustitución de la carne y la sangre por el pan y el vino, en la transustanciación, el nuevo credo espantó la mala conciencia de haber matado al prójimo, estableciendo otro vínculo religioso en el que se execraba el canibalismo. El cristianismo, ya se sabe, aspiraba a mucho más, a eliminar las injusticias sociales, por eso se suele decir grosso modo que fue el primer comunismo. Los ritos orgiásticos, dionisiacos, y las religiones mistéricas, con sus arcanos, recogieron este legado. Orgías y catarsis formaban parte de cualquier purificación, que poseyó el cuerpo como parte central del proceso, en su transformación. Así que vamos desde el canibalismo hasta los ritos orgiásticos, desde la transustanciación hasta el éxtasis místico, siempre pasando por ese momento de inmensidad de placer, de pérdida de la conciencia, de dejarse ir, que conlleva la petite morte. El cuerpo no es ajeno. Recordamos, con Bataille, que estamos abordando un «momento decisivo de la vida humana. Al rechazar el aspecto erótico de la religión, los hombres la han convertido en una moral utilitaria… El erotismo, al perder su carácter sagrado, se convirtió en algo inmundo…» (Bataille 2002: 91-92). Y no podía ser menos, porque el cuerpo se halla en muchísimos pasajes para hablarnos del acá material y el allá trascendente, unidos en un solo plano dialéctico sexual/textual. «Para Minerva Margarita Villarreal […] el cuerpo es pieza determinante dentro de su trabajo poético. Su poesía dibuja un doble cuerpo: el cuerpo del poema y, dentro de él, ese segundo cuerpo, el que ella habita: paisaje dentro del paisaje.» (Silva-Rosas 2017). Dicho con palabras de la propia poeta: «Estoy tocada por Dios / la violencia de su cuerpo / por mi sangre fluye» (2016: 17); «Cristo por mi cuerpo / dentro de mi cuerpo / Cristo por mi sangre / dentro de mis labios / Cristo por mis labios / dentro de mi boca / Boca por mis letras / sangre de Cristo / Báñame / díctame / el sueño» (2016: 29); o este también, entre muchos que podríamos citar: «Dios por mi cuerpo / dentro de mis labios / como un salmo: / Dios por mis labios / dentro de mi cuerpo» (2016: 80). Salmos, oraciones, sortilegios del cuerpo que transmuta, que deja de vivir, pero que vive:

Vivo sin vivir en mí

y tan alta vida espero

que muero porque no muero.

Vivo ya fuera de mí,

después que muero de amor

porque vivo en el Señor,

que me quiso para sí;

cuando el corazón le di

puso en mí este letrero:

«Que muero porque no muero».

Esta divina unión,

y el amor con que yo vivo,

hace a mi Dios mi cautivo

y libre mi corazón;

y causa en mí tal pasión

ver a mi Dios prisionero,

que muero porque no muero. […]

          Qué mejor resumen, para explicarnos lo que es y no es, lo que vive pero no vive. Aquello que alcanza —genera— sentido en la transformación, en los estados híbridos, los cuales son la propia esencia del Ser, su razón instrumental. He ahí las sugestivas referencias a la metamorfosis en Las maneras del agua. «Crisávila» (2016: 33) hace un juego de palabras entre crisálida y Ávila, para hablarnos del proceso de transformación de la santa, una suerte de ménade que participa activamente en el rito propiciatorio: «El cielo exhaló un frío lavanda / y amuralló / el ardor de Teresa / la piel de durazno de sus mejillas / su hato de leña / su suelo manchado de moras que alimentan / crisálidas / Después la náusea / y mientras mareaban los cantos / la metamorfosis empezó a manifestarse: / Como un fuego / se levantó / dentro de mí» (ibíd.). La transformación es el éxtasis, pero también la vuelta catártica a la vida, el milagro de la resurrección, y el fuego que se levanta «dentro de mí», aluden al proceso autorial de la propia redacción poemática. «[l]a palabra milagro quiere decir “ver más allá”. Todo poema es, a su manera, un milagro: nos hace ver más allá. Los místicos veían mejor la realidad porque oteaban más lejos que nosotros. Detrás de lo visible hay miles de posibilidades de ver. Lo real es vivir apariencias. La mística es experimentar trascendencia.» (Garza 2016).

           O sea, se entiende como o éxtasis místico un estado en el que el individuo se siente por fuera de su cuerpo o trascendiéndose a sí mismo, incluso se explica como una forma de expansión de la conciencia en la cual se integra al todo. Los estados de éxtasis aparecen en la Antigüedad en el culto a Dionisio y en las religiones mistéricas grecorromanas, y en la tradición judeocristiana, islámica, en especial el sufismo, hinduista y budista. Existen algunos ejercicios para alcanzar este estado de conciencia, como el yoga, la contemplación, la ascética y la danza. En muchas tradiciones religiosas se utiliza el término «iluminación» para designar el momento en que se percibe la llegada de una conciencia superior o profunda. Este estado místico puede ser interpretado de modo diferente según lo consideremos desde un concepción inmanente o trascendente de la divinidad. Por tanto no separemos la mente del cuerpo (cf. Johnson 1991), el espíritu de la carne, o los estados orgiásticos u orgásmicos de la mística: aunque llevan hacia lugares distintos, poseen un mismo origen. En este sentido, hace falta una lectura que vaya más allá de lo trascendente y que nos proporcione un asidero en lo útil y en lo sensorial, que a la postre es en lo textual y en la poesía. Al tratarse, en cualquier caso, de la trascendencia de la carne, de su pliegue cognitivo y de su repliegue textual, es decir de la alteridad que se materializa, un poema como «Yo por lo general no me hago caso» (2016: 66-68) nos advierte de la complejidad de estos procesos: «Y yo que en general no me hago caso / me detuve / a escuchar / la fuente / con su aroma de huérfana / me dejé penetrar / porque vino crisálida / vino la metamorfosis / en tiempos de persecución» (2016: 67). El misterio de la metamorfosis se expresa en Las maneras del agua en muchas ocasiones. El deíctico «agua» alude, como adelantamos, al agua bautismal, a la placenta originaria. Son muchas las «maneras» o lecturas, ya que su alegoría se extiende a lo largo y ancho del poemario.

           Por sus páginas deambula una sustancia textual o placenta epistemológica que envuelve la realidad en todos sus aspectos; la recorre una voz que convoca, reza y canta, resonando nuestros ecos atávicos, el origen: una razón desconocida y una pregunta en expansión… Las palabras se impregnan de una dialéctica de la materia —en términos frankfurtianos— altamente electrizante y rica en diálogo, que nunca duda de sí misma, pues en la propia naturaleza del éxtasis lingüístico de la creación y en sus diversos recursos desplegados, circunscritos por obligación a su marco autorreferencial, anida un poso de esperanza frente al abatimiento: el vitalismo. Las maneras del agua ofrece una impresión que describe, por medio de la anagnórisis posterior a la catarsis de la palabra, una parábola amniótica que no sería posible sin la analogía a la que somete al mundo, revisándolo en su totalidad. El mundo, no obstante, se elabora minuciosamente en un detallado inventario, como un poema-río, o mejor poema-cauce, una oración (al fin y al cabo nos encontramos en territorio sacralizado: ¿y qué es una oración sino la repetición y el deseo fuerte de que algo se cumpla, a modo de exorcismo?), pero su representación por analogía en ocasiones es semejanza también, similitud, conveniencia y emulación —recordando al Foucault de Las palabras y las cosas— que responderá en cualquier caso a una proposición racional, la del texto: así las cosas juegan a traer otras a la mente, abren nuevas dimensiones de símbolos engarzados y despliegan bucles objetuales, sensaciones…

          La voz poética de Minerva Margarita Villarreal […] logra construir a través del lenguaje un nuevo orden: su universo poético con características bien definidas conformado por lo que aquí llamo su poema perpetuo; es decir, concibo la totalidad de la obra publicada hasta hoy, y la que vendrá después, como un solo texto, como un poema continuo e inacabado, porque la poeta (como todo poeta) no dejará de crear sino hasta que ya no le sea posible físicamente. Este poema perpetuo, que está hecho de lenguaje, contiene la esencia del ser, la esencia del poeta, porque el lenguaje, según ha dicho Heidegger, es la casa del ser, y el poema es el ser del poeta, de la poeta. (Cantú Ortiz 2016: 29-30)

           El pasado converso familiar emerge en poemas-cauce como «Conversos» (2016: 45-47), donde la santa murmura, en el precipitado de alusiones, casi como escritura automática, que «Todo lo vi / en ese turno mortecino / Vi cómo sentenciaban inocentes / Padre / acusados por la sospecha / hasta volver / de la matanza / Padre: / ciega de luz» (2016: 47). Ciega por la reverberación, ciega por tanta iluminación, en el esplendor místico, del culmen. Como se puede apreciar, no son las imágenes un elemento estructurador; son, al contrario, las sensaciones, que trabajan su espacio discursivo desde una conciencia que vive en la escritura diferentes sincronías («Hace días nació Teresa», 2016: 18; y «Amplia la comitiva recibía / el brazo incorrupto de Teresa / Era 1976 / el caudillo había muerto / había soltado al fin / la mano de la Santa», 2016: 49-50), arriesgándose a aceptar —después de toda la indolencia— que su destino es cuerpo; un cuerpo doble que aúna en una sola entidad —La llama doble, diría Octavio Paz— dos laberintos irreversibles: romper o destruir esa impureza (a través de la metamorfosis), que al fin y al cabo es la vida (apenas tránsito), generando el único objetivo de crearla desde el punto de vista textual, tematizándose en el poema. Este quantum corporal y material, esta kinesis, proviene de una enunciación erotanática —detectada (cf. Abril 2015) en su anterior poemario, Tálamo (2013)— caótica, arrítmica y desordenada donde la oralidad y la escritura se conforman en diferentes estratos cronotópicos y sustratos narrativos, distintos niveles de conciencia, intercambios y ensoñaciones, según una exigencia que impone arraigo/desarraigo, pero que tiene el agua como referente o matriz generadora, «el manantial que brota de mi lengua / Nadie sabe / Nadie sabe / cuando viran las aguas» (2016: 49). Es pulsión.

           Las fuerzas imaginantes de nuestro espíritu se desenvuelven sobre dos ejes muy diferentes. […] Unas cobran vuelo ante la novedad; se recrean con lo pintoresco, con lo vario, con el acontecimiento inesperado. La imaginación animada por ellas siempre tiene una primavera que describir. Lejos de nosotros, en la naturaleza, ya vivientes, producen flores. […] Las otras fuerzas imaginantes ahondan en el fondo del ser; quieren encontrar en el ser a la vez lo primitivo y lo eterno. Dominan lo temporal y la historia. En la naturaleza, en nosotros y fuera de nosotros, producen gérmenes; gérmenes cuya forma está fijada en una sustancia, cuya forma es interna. (Bachelard 2003: 7)

          Concluimos recordando que no se puede controlar la pulsión creadora, el impulso que nos guía intuitivamente, y otro laude comenzará así: «Nadie sabe» (2016: 54) para acabar «Nadie sabe que la noche me dicta / Nadie sabe que sus alas me llevan» (ibíd.). La fuerza caudalosa del agua riega las páginas de este poemario como la crecida de un dios-río, sedimentando las riberas y fertilizando el pensamiento, como sinapsis cognitivas, aludiendo a esto y a aquello, quid pro quo que mantiene un ritmo torrencial de lectura y enunciación en el que proliferan múltiples intertextos de la propia santa, como los ya citados, o el célebre «entre los pucheros anda Dios» (2016: 28); de otros poetas como el mexicano Jorge Esquinca, «—Pero / bien mirada / esa mano pertenece aún» (2016: 26); la brasileña Adelia Prado, «Sueño que cada cosa / crea / lo que parece vivo / fertiliza / lo que parece estático / espera / nunca nada está / muerto» (2016: 34); el estadounidense E. E. Cummings, «raíz de raíz / brote del brote» (2016: 40); la italiana Antonia Pozzi, «porque el valle es un lago de sol / agitado por la ola de las campanas» (2016: 41); la cubana Wendy Guerra, «tú no me libres del ritual que alimenta a tus muertos / y me mantiene viva» (2016: 53); el español Federico García Lorca, «el ciervo puede soñar por los ojos de un caballo» (2016: 59), en un homenaje al poeta asesinado al comienzo de la Guerra Civil española, en el barranco de Víznar donde lo fusilaron, y paseando por Granada; la también estadounidense Gertrude Stein y su famoso aforismo «Una rosa es una rosa…» (2016: 63), dando pie al texto homónimo citado; la uruguaya Silvia Guerra, «Ese manto de / adentro me convida» (2016: 64); y en general podríamos seguir cotejando citas, autores, textos, intertextos y multitud de referencias que, más que compendiar, nos servirían para hablarnos del espesor temático de Las maneras del agua, de la acumulación de planos y de un continuo ir y venir del lector que posee, eso sí, la atracción de contrarios como su mejor brújula, en los petrarquescos guiños agua/fuego, frío/calor, aquí con una vuelta de tuerca. Antítesis y contraposiciones, extremos que se tocan, contrapuntos, oxímoros («Un vestido para desnudarme», 2016: 22-23), etc. Un libro que invita al paladeo, en busca de todo aquello que solo ofrece la poesía, aunando la emoción de sentir y haber sentido.

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* Publicado en Cuadernos Hispanoamericanos 823, Madrid, Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo, Ministerio de Asuntos Exteriores y Cooperación, enero 2019. https://goo.gl/UgMXci.

[1] Siempre que utilicemos una numeración sin autor, nos referimos a las obras de Minerva Margarita Villarreal. En cualquier caso, toda la bibliografía se encuentra convenientemente al final.