Saludo a José Luis Rivas con palabras suyas recogidas por Ana María Jaramillo

por Adolfo Castañón

A Selma Ancira,

amiga de la poesía y de la traducción

 

TIERRA NATIVA

(Primera versión)

 

Vuelve el marino alegremente hacia el tranquilo río

desde lejanas islas donde provecho obtuvo.

También yo volver quiero a la tierra nativa,

pero ¿qué he conseguido si no son sufrimientos?

 

Benignas riberas, vosotras por quienes fui formado

¿podéis calmar las penas del amor? ¡Ay!

¿O devolverme vosotros, bosques de mi infancia,

cuando retorne mi tranquilidad nuevamente?

HÖLDERLIN, Poemas

Versión española

de LUIS CERNUDA y HANS GEBSER

I

        No podría separar la imagen que tengo de la persona llamada José Luis Rivas Vélez de la carga fecunda de intuiciones, certezas y ensueños que representa su ambiciosa y audaz obra poética que parece cruzada por corrientes, vientos, sabores, olores, presencias y relámpagos, y que está informada y sostenida por una densa serie de estratos lingüísticos e idiomáticos que resulta en sí misma una revelación: en la obra compleja y sutil de José Luis Rivas está cifrada a flor de idioma la riqueza insondable de la cultura hispánica, mexicana e hispanoamericana, en un arcoíris de voces que dan cuenta cierta de la anchurosa e incluyente amplitud de este vasto proyecto poético que no dudo en llamar homérico. Puedo echar mano de este noble epíteto fundador con la conciencia tranquila pues Rivas tradujo al castellano el Omeros de Derek Walcott y se acaba de publicar hace apenas unos meses un amplio y aéreo prólogo a la Iliada[1] de Homero, en Xalapa, en la Biblioteca del Universitario, dirigida por Sergio Pitol.

        Quien habla de un proyecto homérico convoca de inmediato un presagio de grandeza y una idea épica, horizontes que no le son ajenos a este poeta que ha aludido en algunas declaraciones y entrevistas a ese lugar genésico, afectivo y efectivo, desde el cual él ha asumido su posición de artista del canto: el mito. José Luis Rivas, al descubrir y cultivar su vocación poética, se asoma simultáneamente al pozo, al espacio del nacimiento del mito no como algo exterior y ornamental sino como cosa viva y vivida, encarnada y padecida, orgánica. No en balde Gilberto Owen habló de un “Simbad fracasado.”

        A lo largo de una obra caudalosa, alzada en versos medidos y en verso libre, de arte menor y arte mayor, volcada en himnos, odas, versículos, y contrarrestada por la resaca no menos poderosa de las múltiples voces traducidas, vertidas y cariñosamente imitadas, imantadas hacia su Luz de mar abierto en el lenguaje, José Luis Rivas ha sabido no solo interrogar y ensanchar su propia memoria personal, sino también conectarla, en el tiempo y en el espacio, ponerla en relación y en sintaxis con la memoria nacional y regional y aun –creo saber lo que digo– planetaria. ¿Cómo ha logrado armar tan sólido andamiaje este lector excepcional de Saint-John Perse y de Ezra Pound, de Derek Walcott y de William Shakespeare, de Arthur Rimbaud y de Antonio y Manuel Machado, de Álvaro Mutis y de Octavio Paz, entre otros? Diría que a través de una apasionada paciencia, alargada y ensanchada a través de los años vividos y leídos, ensoñados y examinados.

        Pido una pausa a manera de paréntesis, para adentrarme desde un plano oblicuo por este delta palabral: Una de las imágenes más vivas que tengo de José Luis Rivas es la de un paseo que hicimos una mañana hace apenas diez años cuando sus hijos Juan y María eran pequeños, en compañía de Albertina Contreras y de Marie Boissonnet, al Parque Nacional de Lencero –la antigua hacienda reconstruida de Antonio López de Santa Anna, el jugador empedernido de la visceral historia mexicana del siglo XIX.

        Habíamos ido ahí con un propósito singular: observar aves, acechar pájaros a la distancia con catalejos binoculares y sorprenderlos lejos en sus arbustos, nidos y enramadas. José Luis era, desde luego, el guía de aquella excursión matutina que fue tácitamente bendecida por el sobrio busto de Gabriela Mistral que guarda la entrada. Rivas nos decía cuándo movernos y cuándo quedarnos en suspenso, hacia dónde apuntar nuestros cristales, cuándo apuntar y disparar las lentes de nuestras cámaras. Ahí palpé algo que presentía: José Luis Rivas no solo sabe reconocer por el acento o cierta característica de su vuelo a cada uno de los seres alados y canoros que buscábamos observar. Por supuesto, sabia el nombre de cada pájaro, es decir su nombre familiar en las distintas regiones de la lengua española, el científico, la nomenclatura en francés, inglés, a veces en italiano y portugués. Además, estaba al corriente de las consejas, cuentos, historias y canciones que ese cardenal o aquel jilguero, aquella calandria o martín pescador había sabido despertar en la imaginación popular o en la fantasía topográfica.

        Este deber –¿habrá que decirlo?– no se limitaba a los pájaros. Abarcaba plantas, insectos, reptiles, maderas, vientos, peces, moluscos, mamíferos: José Luis Rivas –como antes Alfonso Reyes u Octavio Paz– ha logrado restituir o resucitar –en sí mismo y en su palabra voraz y veloz– que es ya patrimonio nuestro ese humilde y atrevido impulso órfico, esa mansedumbre de franciscano o esa impasibilidad del indio Tarahumara que manifiesta hasta qué punto está conectado con la vida profunda –la de la vida del espíritu y de la cultura–, hasta qué profundidad su palabra le pertenece a la naturaleza tanto a la natum naturans como a la natura naturata, para rasgar el aire con un par de “voces Spinozas”. Todo esto resulta evidente y, como un delfín, salta a la vista desde la orilla, digo desde el título de cada uno de sus libros que me permito enumerar como en un inventario propiciatorio: …fresca de risa, Ecce puer (1975-1981), La balada del capitán (1986), La transparencia del deseo (1986), Asunción de las islas (1992); Libro de faros, Luz de mar abierto (1992), Estuario (1996), Río (1998), Por mor del mar, recogidos en Raz de marea (1993) y Ante un cálido norte (2006), sin mencionar la tupida red de sus traducciones en prosa y en verso.

        Si esto salta a la vista en cada uno de sus libros, en Río (1998), una de sus obras claves, se afirma limpia y magistralmente esta lección de vida y esperanza.

        Río es un poema singular sobre la infancia, una suerte de regreso al país natal, para recordar aquí el poema de Aimé Césaire cuya obra ha traducido impecablemente José Luis Rivas.[2] Forma parte Río[3] de su segunda época. Publicado a los 48 años, Río es su noveno libro y ha sido escrito en plena madurez. Poema singular sobre la infancia –que es como uno de los ámbitos donde mar, música y palabra se funden y combinan– Río pronuncia un canto a la madre –a la madre biológica pero también a la naturaleza acuática y marítima, costeña–; y éstos se elevan en parte espoleados por la voz misma de la adorada y amorosa autora de sus días, y tácita coautora de sus páginas. Es también un ditirambo y una elegía donde el lector acompaña al poeta en el duelo misterioso de la enfermedad de la madre –suerte de viaje cuerpo adentro cuyos únicos signos visibles son los médicos y las medicinas, las curaciones y las curanderas–, que se verifica en una pequeña aldea rural, en el delta del río Tuxpan, a orillas del mar y del río. Río es una fábula encantada donde el lector ve al poeta cantar y pulir en carne propia los huesos del mito, es una fábula encontrada en el arcón del recuerdo donde el vate, o sea el que dice adivinando, el que adivina diciendo, atiende y acecha con su muy fina sensibilidad la irrupción de lo otro y de la muerte, mirándolo con la serenidad de una vista andrógina –es decir participe de lo terrenal y de lo sagrado– para verificar mediante esa fascinante operación de hechicero o taumaturgo el acto de salvación y catarsis.

        El Río del poema es, desde luego, real, pero se trata también de una instancia emblemática, en su mosaico está en juego el río de la memoria y el río de la sangre que fue y que es y será en el poeta esa diosa-madre de la cual el hijo vaticinador sabe salvar la voz y el acento firme e imperativo:

 

“No digas que olvidaste

esto y aun aquello

No hagas como que nadie te conoce.

Estás prendido aquí

en lo hondo de mis ojos

por fieles alfileres.

No podrías negarlo

Además, ¿qué podrías ocultarme?

 

        Río es también el poema coral y multánime de todo lo que sucede alrededor: es rapsodia costumbrista, ditirambo circunstancial de la tuxpanida tribu: ahí está el cuchicheo de las tías, ahí el zumbido de los jejenes, el espectáculo cruento de los tiburones despedazando piltrafas en el turbio lecho fluvial antes de que los vengan a dispersar las toninas, ahí en fin la fragante vaharada del zacahuil, ese titánico tamal que domina las fiestas indígenas como un atlante comestible.

        Río deletrea también las tonadas de la lengua oral, registra el sonsonete rural, capta y atrae hacia las playas de la página la canción hirsuta del localismo, la voz eriza del español influido por las lenguas soslayadas en la espelunca caverna del otomí o del totonaca. Por eso Río no solo hace zarpar una canción del agua y del mar y del río sino de la tierra y del manglar, de la tierra mojada en la ribera, reseca por el salitre dejado por el aire húmedo. Río ocupa dentro de la obra de José Luis Rivas un céntrico sitial.

        Dos mitos o cifras despierta en mí la figura sabia de este hermano mayor de la palabra que sabe disimular su condición de almirante con calculada apariencia de humilde marinero.

        Una es la del antiguo bardo céltico que iniciaba su canción con un carraspeo y un rugir que se iban entonando hasta sacar de su voz el ruido de la lluvia y de la tempestad y luego lucir repentinamente la canción oscura del ruiseñor, tal como lo cuenta John Cowper Powys en su novela Glen-Glendower y Robert Graves en su Diosa Blanca. La otra figura que me viene a la mente es la de La Amante invisible[4], evocada por el mitógrafo y antropólogo italiano Elémire Zolla en el libro del mismo título. José Luis Rivas es adepto abierto de Nuestra Señora del Silencio, la Bella Dama Despiadada de la poesía. Sabe que, si no naufraga, terminará celebrando sus nupcias con una Sílfide y que corre el peligro de enamorarse perdidamente de la mágica mujer que él mismo ha evocado, como advierte en el texto antiguo hindú de Santideva Bodhicaryâvatâra. Se sabe que lleva a la Diosa dentro de sí y a su alrededor como una presencia tutelar y exigente, íntima y familiar. No es José Luis Rivas por eso solo el poeta del mar y de la infancia, de la madre y del mar –la re y la mer–, sino también el vigía nocturno, el cantor fiel a su ánima semi-oculta (pues en su poesía la trae parcialmente a la luz), a su Beatriz íntima. La sensualidad abierta y alerta que impregna en su empresa puede presentarse sin duda a algunos equívocos –sobre todo entre sus lectoras–, si no se tiene en cuenta este pacto de hierro, este voto de castidad última que por todo lo dicho participa de lo que solo se puede llamar con propiedad Gran Estilo. Venimos a celebrar a un alto poeta americano de nuestra edad y estamos aquí para aplaudir la continuación y la continuidad de este pacto verbal y poético, mágico y prosódico que ennoblece a nuestro desgarrado tiempo mexicano.

II

        Nada más fácil que carecer de fe y pensar desde el escepticismo el momento y el espacio que nos rodean. Esa es quizá una de las razones que explican la ausencia de la crítica así en México como en el mundo: cuando no se cree en uno mismo, ¿cómo creer en la existencia del otro? Ese es tal vez uno de los motivos que encendieran mis deseos de conocer, allá por el año de 1979, al autor de Tierra nativa, el poeta y traductor veracruzano José Luis Rivas. A mis ojos, él fue, en primer lugar, el autor impecable de ese poema extenso en el que una nueva generación hacía su entrada triunfal y crítica en los campos magnéticos de la lírica mexicana e hispanoamericana.

        Tierra nativa no es solo una construcción verbal inspirada en La tierra baldía del poeta inglés T. S. Eliot, sino una piedra de fundación o mejor todavía, de refundación (como la de la ciudad de Antigua Guatemala, que tuvo que trasladarse de sitio para que no la derrumbaran los sismos) de la poesía lírica hispanoamericana –y de la mexicana en particular– cuyo asunto es el paisaje: en esa obra de José Luis Rivas –poeta que es traductor, agente verbal en quien la operación de traducir cobra realce y consistencia fundacional– está dialogando la palabra nativa con la frase transatlántica y el crisol donde se han sentido las voces de Andrés Bello y de Manuel y Antonio Machado, Fray Manuel de Navarrete y Carlos Pellicer, Octavio Paz y José Carlos Becerra; palabra que se abre a su vez al magma lírico de Arthur Rimbaud y de Saint-John Perse, de T. S. Eliot y de las herencias poéticas tradicionales de los poemas homéricos y de los cantares bíblicos. El poema, la poesía, la palabra lírica asume en la obra y aun en la persona de José Luis Rivas trascendencia mayor, significación capital. Esta actitud que afirma al poema como el eje de toda y de cualquier enunciación, que siembra y planta con la semilla del poema el árbol de la cultura toda, solo podría razonarse o explayarse como un efecto del haber asumido, desde muy temprana edad, la vocación poética como un llamado y como una deuda, como una responsabilidad y como un don apto no solo para salvar la contingencia y la circunstancia estrictamente individual sino, necesariamente, para preñar de sentido la época constelada en torno precisamente a esa acción poética cristalizada en ese poema y en la maciza cadena lírica de los que le seguirían; en los títulos de José Luis Rivas Raz de marea. Obra poética 1975- 1992 y Ante un cálido norte. Obra poética 1992-2002 (2006), la idea y la realidad se imponen. Sin embargo, se diría que está en juego no solo la fragua de una construcción espiritual autárquica y armónica sino otra cosa, algo más. Esa otra cosa, ese algo más sería la re-invención del quehacer lírico, la reorganización y aun la rectificación de las ideas y creencias de lo que ha de ser, en nuestra edad y nuestro mundo, la poesía, la escritura, la lectura, la acción y, paralelamente, el silencio, la inacción, el suspenso y el paréntesis.

        El indicio que apunta a esta tarea mayor está en el conjunto y la calidad de los autores elegidos por el poeta veracruzano para trasladarlos a nuestra lengua, insertarlos en nuestro paisaje y, así, transformar el mapa, la cartografía de las Pléyades en que él mismo se inscribe. Saint-John Perse, Arthur Rimbaud, los poetas isabelinos ingleses, William Shakespeare, Derek Walcott, Aimé Césaire, Joseph Brodsky son como los dólmenes o menhires que se alzan en el espacio lírico de tal devoto de la Diosa blanca para deslindar el ámbito ritual de esta nueva y alentadora fundación del aliento poético emanado desde este novedoso horizonte de la palabra y del hombre americanos y transatlánticos.

        El traductor, como una nodriza amorosa, busca atraer hacia el seno de la propia lengua y cultura aquellas creaturas que nutre y transfigura con su palabra. Es claro que le importa –y mucho– el porvenir de las creaturas mismas; salta a la vista también, por un lado, que enriquecer, polinizar y en última instancia fecundar el espacio de esa lengua y cultura en la que se inscribe representa a sus ojos un designio no menos grave y trascendental; y, por el otro, que esta fecundación cumplida hacia fuera se ha verificado también hacia adentro, imantando a la propia obra, envolviéndola en el arcoíris a la par denso y etéreo de esas otras voces por el traductor.

III

EL CUERPO Y SU DOBLE

        En un lugar de Veracruz de cuyo nombre no puedo olvidarme, vive un poeta mexicano, José Luis Rivas, de verso exacto y de palabra libre. Nacido en Tuxpan, en 1950, se dio a conocer en 1982 con Tierra nativa, un extenso poema donde las presencias de Saint-John Perse y T. S. Eliot encauzaban la revelación de una voz y de un idioma poético originales. La crítica supo saludar esa aparición a través de voces como la de Guillermo Sheridan, escritor e historiador de la literatura mexicana, quien acotó: “algunos lectores tuvimos la certeza de hallarnos ante un poeta que nos ataba a una línea singular en el trazado de una tradición mexicana moderna: la de un vigoroso lirismo capaz de fortalecer el habla del corazón con el disciplinado estudio de la tradición poética, y de afirmar esa alianza con una decidida pasión formal”.

        Cierto. José Luis Rivas ha sabido inventar un castellano a la vez radical y límpido, regional e inmemorial, de sintaxis tan pronto veloz, tan pronto cadenciosa (castiza es ya una voz demasiado débil para sugerir la virtud de su empresa). Poema solar, calendario de una educación sensible, Tierra nativa imantó la atención de la crítica mexicana por su aliento unánime, su lujosa nomenclatura, por una voz desvelada en la empresa de dar vida paralela al idioma y al paisaje a través de la afirmación de una experiencia imaginaria personal. Contemporáneo en México de poetas como David Huerta, Ricardo Yáñez o Coral Bracho, en Colombia de William Ospina y en Venezuela de Blanca Strepponi. José Luis Rivas se afirma en la sabiduría de un oído educado a la vez en la poesía hispánica clásica y contemporánea (de Garcilaso y Góngora a Álvaro Mutis y José Ángel Valente) y en ese otro mester juglar que sabe oír las voces rústicas y marineras y remontar los hilos hablados a la fibra de la tradición. “Su lengua –ha dicho el ensayista Jaime Moreno Villarreal– no hace más que ennoblecer el dialecto de los abuelos, que han sufrido la suerte del río Tuxpan amortecido por los desechos industriales y el oro negro”. Rivas, por añadidura, es un lector asiduo de diccionarios, preceptivas y artes de hablar, de modo que las puntas de su palabra gentil no dejan de estar impregnadas de intención. Poeta de la naturaleza, no ignora la naturaleza de la crítica.

        El paisaje, la flora y la fauna del subtrópico húmedo de México ensanchado por la envolvente vecindad del mar y sus trabajos son las anclas empíricas en que se afinca esta empresa lírica impulsada por la libertad y la experiencia de la plenitud. Raz de marea. Obra poética 1975-1992 (Fondo de Cultura Económica, 1993) reúne en siete fases los libros publicados por el autor hasta el año de 1993, aunque ese mismo año edita también en México otro título: Luz de mar abierto que afirma, al decir del poeta Gerardo Deniz, “el genuino desenvolvimiento de un escritor que acontece en acuerdo flexible con su ley interna propia”.

        Raz de marea –tercia Guillermo Sheridan– no es solo un paseo por el paraíso perdido, también es su historia y, en cierta forma su crítica […], Rivas persiste en los aciagos enigmas de una naturaleza que no es solamente metáfora del mundo o inventario del edén sino interlocutora viva de la realidad […], materia ante la que el poeta se pregunta: ¿cómo podría yo permanecer impávido?

        La historia presente en esa recreación de la naturaleza es ante todo historia de la lengua, el paisaje sensitivo de su poesía nace de una urdimbre inteligente de léxico y sintaxis, su armonía viene de un riguroso proceso de afinación intuitiva de los sentidos, de un cotejo entre empirismo lúcido y subjetividad escrita.

        No es por ende fortuito que a su tarea de cantor imperturbable la sustente otro oficio: el de la traducción y sus aventuras. A bordo de su palabra navegante, el poeta es también un devoto de San Jerónimo y, así como el autor de la Vulgata sabía que la casa de Dios es el Libro, José Luis Rivas no ignora que la hospitalidad de la palabra tiene sus leyes, que si la lectura no es un vicio impune, la traducción desencadena experiencias seminales.

        “Necesito confrontar los ejemplares de la Escritura dispersos a través del mundo”, escribía San Jerónimo al Papa Dámaso. José Luis Rivas, oficiante de una piedad distinta, radicalmente pagana, ha compulsado los miembros dispersos de otra Escritura, la de La Diosa Blanca y, así, se ha dado a la tarea de trasladar al castellano, íntegras, las obras de Saint-John Perse, T. S. Eliot y Arthur Rimbaud, el Omeros de Derek Walcott, para no hablar de sus versiones (“Libro de faros”, incluido en Raz de marea) de John Donne, Andrew Marvell y otros poetas metafísicos ingleses, de Ezra Pound, Dylan Thomas, Elizabeth Bishop, Emily Dickinson o Tahar Ben Jelloum a los que ha sabido hacer suyos –fuentes de sus fuentes– impregnándolos del grano de su voz. Otra prenda de su pedagogía traductora es la versión de El vuelo del vampiro de Michel Tournier, libro de ensayos que teatraliza ciertas afinidades entre el novelista francés y su intérprete mexicano. De la poesía a la traducción, de la creación a la crítica en acto traducido: un poeta de aliento tan poderoso e incisivo y de tan amplio horizonte filológico y natural, no sabría prescindir del genio alternativo de la filosofía. Las sigilosas e interminables alusiones a los Presocráticos, Hölderlin, traducido y merodeado asiduamente entre líneas, revelan que sin ser técnicamente un Profesor, José Luis Rivas es amigo de la filosofía y de los filósofos. “Es Rivas quien ha reclamado para sí repetidamente a Heráclito”, escribe Jaime Moreno Villarreal. Dice la leyenda que siendo muy joven, en compañía de Héctor Subirats, emprendió una jubilosa peregrinación para visitar a Émile Cioran con quien comparte el fervor de la risa. Esa risa que se oye estallar en todos los números de la revista Caos que fundó con Subirats en 1981. A Fernando Savater, otro amigo suyo, lo asocia la alegría de vivir despierto y el sentimiento risueño de la vida. Pero si José Luis Rivas practica el amor por la sabiduría, la ejerce a través del amor por la palabra, actualizando una filología radical que sabe y puede comunicar las regiones oscuras de la naturaleza con las zonas menos transitadas del lenguaje. No solo está en juego un arte de la memoria verbal; destaca una actitud distintiva ante el lenguaje, un escrupuloso tacto verbal. Con un cuidado extremo de la lengua y sus movimientos, la historia se consagra y se adentra en esta poesía sazonando una lección de sobrehumana piedad, un tenso recitativo de imágenes y analogías donde la coextensividad sistemática del hombre y la naturaleza, de lo natural en lo humano, se plasma como un perdurable relámpago. Como en toda auténtica poesía, en la de José Luis Rivas naturaleza y lenguaje fraguan una historia otra; dejan luminoso testimonio de la sombra negada. Pero no será la suya taciturna historia inmanente sino saga de intermitencias recobradas, inter-historia que afirma sus ciclos narrativos con marina, misteriosa constancia. No una historia personal cristianamente orientada a la muerte, solemnemente responsable de los saldos de su papel, sino abierta y gentil, dionisiaca, inevitable y necesaria y, sobre todo, que no teme aparecer ni parecer “Espejismo de extintas nebulosas a la mirada que fragua calendarios”. Pues la mirada de piedra del que fragua calendarios es acaso lo más opuesto a la líquida mirada, al tacto musical del poeta. De ahí su fidelidad a una visión de la historia fundada en el lenguaje: el tiempo aquí se cuenta en imágenes, la historia solo es el puente fabuloso tendido entre dos alientos. Así no sabría definirse esta empresa poética sin aludir a la experiencia, a la palabra del amor pues, más allá o más acá de la naturaleza, la materia legendaria que ataca esta voz (a la vez corrosiva y delicada) es la del amor. Si en lo conceptual la poesía de José Luis Rivas se cumple como un diálogo incesante entre idioma y paisaje, lengua y tierra, en la trama argumental subyacente se consuma como un diálogo del cuerpo con el amor, coloquio del amor con sus sombras, del cuerpo y su doble. Duelo amoroso con la sombra, justa de los cuerpos en la luz, los poemas de José Luis Rivas exaltan y miniaturizan una misteriosa historia, dan espacio o voz al ubicuo sacrificio. El poeta avanza enmascarado en la sigilosa compañía de una palabra que progresa desnuda: Estuario.

         Louis Panabière, uno de los mexicanistas franceses más reconocidos dentro y fuera de su país, ha definido así la singularidad de José Luis Rivas en el ámbito de la lírica mexicana:

         Se ha hablado mucho de la fertilidad poética en México. Los campos de su lirismo y de su literatura sensible han sido generosamente celebrados, sin embargo, hay que reconocer y subrayar la importancia y la originalidad innovadora de este poeta de Veracruz.

         José Luis Rivas ha ensanchado considerablemente y de manera notable el aire de la poesía mexicana contemporánea, al menos en dos terrenos. Primero, en virtud de su hermosa y profunda temática marina, José Luis Rivas conjura la paradójica talasofobia de la literatura mexicana. (¿Se ha tomado nota de que en un país con más de 7 000 km de costas el mar es muy rara vez celebrado?) Luego, y esa no es la menor de sus virtudes, ha restituido el impulso de la música a una poesía a la que la influencia surrealista había tendido a limitar a las preocupaciones por la imagen. No es fortuito que sea un espléndido traductor de Saint-John Perse, hijo del Caribe como él. Restituir a la poesía mexicana el mar y la música, ambas de por sí asociadas, es abrir aún más el horizonte ya luminoso.

De manera que:[5]

IV

ALFABETO DE EDÉN O MEMORIA DEL PARAÍSO

        En una valiosa entrevista realizada por Ana María Jaramillo, la editora y escritora mexicocolombiana, José Luis Rivas entrego algunas claves para descifrar los petroglifos de su escritura poética. Aparecen en esa galería retratados el padre, la madre, la abuela, la hermana, el legendario tío Ezequiel y su propia vocación poética. Me permito reproducir esas palabras.

“Mi tío Ezequiel…[6]

        Tuve un tío que era un trabajador de Petróleos Mexicanos, de rango ínfimo. que gustaba de liar cigarrillo de hoja, tomar algún brandy, vivía solo, soltero, hacia los cuarenta años, mulato. Un poco después se sacó la lotería, dejó de ser un empleado, se casó y hacia los dos o tres años se divorció; su mujer se quedó con casi todo lo que había ganado con la lotería. Estuvo abatido un tiempo, pero un par de años después se volvió a sacar la lotería. Entonces decidió hacer un viaje por Europa, regresó con una españolita muy hermosa, se instaló en la misma casa que había vivido de niño. Abrió en medio del patio un hueco para hacer barbacoa; todos los días había fiesta, abrió las puertas de par en par a sus amigos y siguió fumando sus cigarros de hoja. Me parece una sabia decisión la suya: vivir la fiesta permanente. Tuvo una hija muy bella y era querido por la gente del lugar. Me parece un ejemplo maravilloso.

Mi abuela…

        Conviví poco con mi abuela murió cuando yo tenía diez años, pero el trato que tuve con ella fue bastante bueno, en medio de una atmósfera sofocante. Estaba ya desahuciada, le habían dado radiaciones, y tenía unas manchas espantosas en la piel, que buscaba cubrirse a toda costa, olía de un modo especial, pero su aspecto físico, su prestancia, la precisión en su fisonomía, le daban un peso distinto. Tuvo una adoración particular por el niño que yo era, tal vez porque me tenía cerca. Me hizo sentir en todo momento que me adoraba, y esa mujer que vi casi siempre acostada, me inspiraba un sentimiento de nobleza muy alta, me tocó presenciar su agonía. Mi madre había sido en alguna época enfermera y cuido de ella todo el tiempo de su enfermedad. Mi abuela se mudó a casa de una tía a orillas del río, adonde íbamos mi madre y yo todas las tardes. Mi madre le hacia las curaciones. En esa época, el río Pantepec –el río Tuxpan ahora– era impresionante: de aguas limpias, con veleros, lanchones, yates y muchas otras embarcaciones en sus dos márgenes. Su exuberancia vital se manifestaba en cosas como ésta: en un recodo estaba instalado un rastro, la matanza cada día comenzaba a las tres de la tarde y terminaba cerca de las cinco, los restos de las reses sacrificadas eran lavados y barridos por una rampa, hacia el río, la corriente llevaba la sangre al mar, a unos diez kilómetros, el olor atraía a los tiburones que entraban hasta ese recodo y mordisqueaban los restos de las reses. Detrás de ellos venían también las toninas (o delfines) que la emprendían con los tiburones, persiguiéndolos hasta los esteros, donde quedaban varados pues los delfines, que son muy inteligentes, no se internaban en los esteros. Esto ocurría con bastante frecuencia.

        Entrar al río era muy emocionante para nuestra imaginación de niños porque ahí donde veíamos claramente que se levantaba y giraba una aleta, que era la de un delfín, nosotros decíamos que se trataba de la de un tiburón, y nos daba miedo. Los delfines patrullaban esa zona, era una maravilla. Alrededor de eso se tejieron una serie de leyendas. En donde se tiraban las reses, alguna vez se dijo que se sumergió un buzo a gran profundidad y que encontró una cueva; se metió en ella y de pronto se vio amenazado por las fauces de un pez soberbio, era una cherna descomunal, el hombre pidió que lo subieran, pero quedó tan impresionado que unos días después murió. Se dice, como en “El almohadón de plumas” de Quiroga, que en virtud de que la cherna se alimentaba de sangre alcanzó dimensiones muy grandes, y que ejemplares de este pez que viven en altamar son tan grandes que consiguen volcar a las embarcaciones pequeñas: sienten picazón en el lomo y, al querer rascarse, las voltean.

        En la desembocadura del río, en esa escollera, se dice también que el cuerpo de quien muere ahogado en esos sitios nunca es encontrado, porque hay allí otras grutas donde se encovan gigantescas chernas.

        En mi casa se daban cosas muy curiosas, frecuentemente estaba ahí una niña que se llamaba Regina, rubia, hermosísima, que contrastaba por completo con las morenitas de mi familia. Sucedía que la niña iba a la casa porque su madre la abandonaba. Aparecía a veces un ranchero seductor, empistolado, también de la familia, de nombre Joaquín, que la raptaba durante un tiempo, la devolvía unos días después. Mientras tanto, la niña era llevada a nuestra casa porque su abuela era ya de edad avanzada como para cuidarla. Pasaba muchos días en la casa en medio de rumores y de maldiciones contra la madre.

        De repente estuvieron en la casa seis niñas, así de pronto. Ocurrió que el padre de ellas, mi tío, había asesinado a un hombre y huyó a la otra costa, la de Campeche, en condición de proscrito; cuando alguien hacía eso nunca se sabía si volvería o no; la otra costa significaba meterse de chiclero, donde se ganaba dinero pero se vivía en condiciones terribles, bajo una explotación extrema en medio de muchas enfermedades. Algunos pocos que volvían, diez, veinte años después, eran irreconocibles. La madre de las niñas, la mujer de mi tío, tuvo que trabajar, no sé si de sirvienta o qué, pues decían que había tenido que “destinarse”. Las niñas vivieron en mi casa. Se cambiaron los hábitos hogareños, por ejemplo, ya no se sentaba uno a la mesa en sillas, sino en dos grandes bancas. Esa convivencia con las niñas, con su sensualidad, con su heterogeneidad, con el don de su ser de otra manera, la ropa que ves por ahí tirada cobra otra dimensión. Imagínate lo que significaba para mi madre bañar seis niñas, lo hacía en el patio, todo se llenaba de elementos copiosamente sensuales, de experiencias entre tangibles y alucinatorias.

        Muchos años después, estando con mi padre y un amigo suyo en una cantina del lugar, su amigo habló de un señor que estaba casado con una de estas exniñas –creo que un hermano suyo y me preguntó, ¿tú la conoces, no? Sí, claro –respondí–, son las niñas que vivieron en la casa, las hijas de aquel tío que mató… Mi padre me hacía señas, la estaba regando… Ese amigo contó entonces otra versión totalmente distinta, barnizada, edulcorada. No supe en ese momento si lo que había entendido entonces solo era producto de la imaginación de un niño o si una mentira familiar había pasado a ser la verdad misma, a funcionar como la verdad misma. Cuando estuvimos solos le pregunté a mi padre cuál versión era la buena: era la mía.

Mi padre…

        Mi padre era una persona… no sé, tal vez de ahí viene esa vocación por la dicha. Nació en Taxco en 1904, tenía siete hermanos, sus padres eran mineros y habían muerto a consecuencia de enfermedades derivadas de su oficio. Al comienzo de la Revolución, la familia se diseminó a causa de “la leva”: mi padre –de seis años– arrastraba a un hermano de cuatro y a una chiquita de dos. Robaba para procurarles lo que entendía por alimentos: cacahuates, plátanos… Desmontó la casa de la abuela, llena de cuadros de santos, que malvendió para obtener dinero: era un niño. En medio de todos los sobresaltos de la Revolución perdió a sus hermanos mayores y al hermano menor y la pequeña murió. Lo recogió una familia, entre quienes recibió muy malos tratos, y se escapó. Anduvo durante mucho tiempo vagando, se unió a las fuerzas de Emiliano Zapata, fue recadero él, después trabajó como enfermero en el ejército y en una ocasión fue a Tuxpan: tuvo un problema con un militar de mayor rango y desertó. Se quedó a trabajar en el hospital de Tuxpan y al mismo tiempo plantaba piñas, se hizo de una pequeña finca, la plantó en medio de milpas de maíz y se la quemaron. No volvió a ese lugar, dejó que se perdiera, no guardó resentimiento, lo cual es muy curioso porque su historia es de malos tratos, golpizas, escapadas, y no recuerdo que a mi hermana o a mi nos pusiera una mano encima; cuando ya mayor le pregunté por qué razón no nos castigaba, me dijo que a él le habían pegado tanto que no tenía caso reproducir el daño… no tenía ningún resentimiento. Era señal de una salud, más allá o más acá de la experiencia. Él tenía mucha habilidad como enfermero, los médicos le delegaban el reacomodo de huesos, pequeñas cirugías, suturas. Era muy cuidadoso. Conseguía entradas adicionales a las de su trabajo porque hacía autopsias, sabía embalsamar cadáveres, todo eso lo hacía en medio de una tranquilidad soberana, era un hombre que hacía las cosas todas las veces con pulso firme. La verdad es que las imágenes que guardo de él son de una serenidad mayúscula.

Mi madre…

        Mi madre era un ser en el que convivía un cristianismo acendrado, pero también un mundo supersticioso, pagano. Por ejemplo, en cierta época sembraba plantas de mostaza en el patio de la casa. Lo hacía en la idea de que si ella las plantaba cada año –esto había heredado de su madre y ésta a su vez de la suya– traerían tiempo de bonanza, y así lo hacía año con año, las plantas crecían y eran el hogar de ciertas mariposas atigradas que ponían ahí sus larvas. Se producía su metamorfosis y año con año se daba una cosecha de mariposas atigradas. Era una superstición generadora de vida, un poco lo que yo he querido hacer en mis textos: partir de una superstición, de un mito, de algo que parece muy distante, no propio, para generar algo nuevo, vivaz. Sin embargo, he buscado lograr algo esencial mediante una trasmutación que ni siquiera se da entre elementos de un mismo orden categorial, para decirlo de alguna forma. Emplear elementos muy heterogéneos buscando crear algo nuevo. Esa es mi aspiración al escribir.

        La relación con la madre en mis textos es de permanente incesto, en el plano de la naturalidad, es algo terrenal, la tierra abierta, buscada una y otra vez, pero no incurro en lo que hacía en los cuentos, en una truculencia incestuosa. Todo lo he vivido de una manera real, en el sentido que hay un amor originario, que de alguna manera lo truena la separación. El niño que pasa a la habitación de al lado es separado brutalmente de la madre, su primer (más profundo) amor.

El calor de la cama de mi abuela y los abrazos de mi madre…

        Esa calidez es una virtud del sentimiento verdadero que no anula la sensualidad, y no tiene un carácter perverso. Los abrazos que recibía de mi madre son las experiencias más extrañables, difícilmente puedes establecer planos con otros afectos, es un sentimiento de fusión, de respiración; el mundo a través de la madre entra en ti y tú entras en el mundo a través suyo, una unión con la tierra, la tierra cálida. Por eso también la idea de la muerte es para mí algo natural. Siempre he sentido que el plano de la amistad también tiene un roce, un toque que no se reduce a una convención. El saludo se debe al deseo del saludo.

        Nietzsche me interesa en especial porque habla de toda culpa como algo inexistente, no se puede establecer una causa, pues a ese acto que le adjudica el papel de causa, lo antecede toda una cadena de actos y no es posible llegar a uno originario que le diera sentido a los demás, cada acto es en sí inocente. Lo que se entendería como falta o perversión tendría que ser entendido en sentido pasional.

        Spinoza dice algo notable: hay ciertas cosas que son tan entrañables que piden poner en juego el ser mismo, y esto tiene una validez vital tan grande que lo exime de toda responsabilidad, es una manifestación del ser pleno; incluso el crimen si se pusiera en ese plano, sería inocente.

        Nietzsche llegó a coquetear con esa idea. Es algo liberador para los que nos hemos criado en una moral cristiana que tiende a volver pecaminoso todo, y en especial lo relacionado con el sexo.

Mi hermana…

        Con mi hermana he tenido una relación de altibajos. A ella, a quien recuerdo mucho cuando niños, la relaciono con la muerte, y de un tiempo para acá la veo tomando el teléfono para comunicarme el fallecimiento de algún pariente o conocido. Claro, ella es un testigo. Vive entre la gente a la que yo solo visito de vez en cuando. ¿Quién más podría decírmelo? Tenía una tía abuela, ya un poco chocha, que a las tres de la mañana pedía café con sal: “Soledad, quiero más café con sal”, y mi madre se levantaba y se lo llevaba. Un día me despierta mi hermana y me dice: “Eso que está cantando en el aguacate es una lechuza, lo cual indica que alguien va a morir”, tendría yo tres años. Me volví a dormir y en un momento que abrí los ojos, había una luna como el filo de una uña –la recuerdo perfectamente–, después, ya en la mañana, me volvió a despertar, para decirme: “¿Oyes cómo entra la gente?” Llegaban los vecinos, a rezar, y a llorar: había muerto mi tía.

        Ese papel mi hermana lo ha seguido jugando en otras ocasiones. Un amigo de juegos que tarareaba canciones de manera obsesiva –a él le decían “el bombo”, era muy pálido, y a mí el “sombrerudo”, porque siempre llevaba sombrero–, él tenía un tío que había estudiado en México y que opinaba de todo. Se lo llevó a México a estudiar, pero a su madre no le alcanzaba el dinero y no vivía ni aquí ni allá. Su madre se enamoró de un albañil que adoptó a su hijo y le enseñó su oficio. Sin embargo era un niño triste que se aficionó a la mariguana. Un día lo agarraron fumando, lo llevaron a la cárcel –en Tuxpan–, en donde ahorcó a un policía. A duras penas pudo salir vivo de allí. Después se robó los ahorros de una tía, lo regañaron fuertemente y él se ahorcó. Este amigo vivía a unos metros de distancia en la calle, y fue mi hermana quien me informo de su muerte. Luego me informó de otro amigo que vivía en México y murió de cáncer. Me llamó hace poco para decirme que su marido tiene leucemia –transportaba desechos de Laguna Verde– y sospechan que también esté enfermo su hijo de lo mismo que lo acompañaba en ocasiones. La sombra de la muerte.

        Ha sido ella un destino asumido: quedarse allá, vivir la erosión, y por lo tanto es quien da cuenta de ello. Yo, en cambio, viví allá una época paradisíaca. Voy a Tuxpan muy poco, no quiero ver la destrucción. El río es un basurero, las nuevas construcciones rompieron la armonía de antes… la carrera del progreso. Se destruyeron aquellas casas de paredes enormes que permitían estar en el trópico a temperaturas muy agradables, dejó el agua los cántaros, donde se encontraba fresca, deliciosa, todos vivían sin refrigeradores y sin aire acondicionado. Aparatos que no resuelven aquello que buscan resolver. Era otra vez el sentimiento de abrazo con la naturaleza que se ha roto. Cuando voy al pueblo, el sentimiento que me embarga es muy doloroso y lo evito. Me quedan dos o tres amigos con risa, con chiste. Los veo poco, pero son la memoria de aquel paraíso.

Mi vocación…

        No tuve nunca una aspiración muy clara. Los modelos que me enseñaban algunos familiares no me gustaban, mi padre tuvo una intención no muy firme de que fuera médico, y cuando le dije que quería estudiar filosofía, lo aceptó sin problema. Le debió sonar muy raro y no entendía de qué se trataba, pero no lo rechazó.

        Tenía un amigo que era un verdadero villano, el que buscaba los tobillos de los jugadores, el que ponía zancadillas y se aprovechaba de su mayor fuerza o edad, le decían “Barrabás”. Tengo una deuda con él: ya estaba inscrito en Veracruz, había pasado el examen de admisión, iba a estudiar medicina. Me dijo: “¿Tú vas a estudiar medicina? Si lo que te gusta es otra cosa, deberías ir a estudiar literatura en México.” Pasé la noche en blanco, pero al día siguiente decidí ir a México.

        Después, ya como estudiante, descubrí autores que me interesaban más que los que estaban en el programa, que los que nos enseñaban. Me hice un currículum universitario conseguido a través de presentar trabajos, pero lo que me atraía estaba en otro lado, no en la universidad. Entendí que quería escribir.

        Mi hermana volvió a jugar un papel curioso, es siete años mayor que yo, y me enseñaba sus trabajos de la escuela. Así aprendí a leer muy pronto, además me enseñó a leer de manera distinta a la declamación –horrenda– tan frecuente en provincia. De allí me viene la idea del tono, algo que tenga melodía, no grito. Ella me mostró un libro que no sé cómo llegó a la casa: la primera edición de Libertad bajo palabra en la colección Tezontle del Fondo de Cultura Económica. No entendí entonces, sino muchos años después, pero de aquella primera lectura recuerdo muchos poemas, algunos de ellos Octavio Paz ya no los incluyó en las siguientes ediciones, lástima. Mi hermana tuvo un maestro bastante despierto, según recuerdo amigo de Neftalí Beltrán, y le pedía trabajos sobre Torres Bodet o Pellicer, y así llegaron a mí una serie de cosas muy importantes. Fue después mi maestro, y me infundió confianza para seguir escribiendo. Hable con él poco antes de que muriera y quedó pendiente una cita. Lo había convencido de entregarme sus escritos para ver si podía publicarlos.

        Yo no tenía claro que iba a ser escritor, lo que si tenía era las ganas de serlo, de decir cosas. La primera máquina de escribir que llevó mi padre a la casa fue para mí como un piano. Aprendí a escribir por mi cuenta y cojo el lápiz de manera defectuosa. Tal vez aún no tengo claro el asunto, pero lo que he hecho me ha dado gran alegría, una especie de vicio que lejos de querer arrancármelo quiero llevarlo más lejos. La educación que se recibe lleva a que la gente no escriba, escribir es visto como una anomalía; escribir a ojos de muchos, es algo equívoco, algo sospechoso. Los otros ven eso como un gesto de alguien negado para la acción. Pero yo me he divertido, no me sentiría vivo sin ello.

        En una charla que tuve con un poeta francés hace algunos años, hablaba sobre su preocupación por el vacío, por la nada que las palabras traían consigo; después de oírlo a él, y a otros escritores que se encontraban allí, confesé que para mí eso nunca había sido un problema, las palabras se me aparecían como algo tan físico, tan pleno de energía, que los problemas aquellos me parecían superfluos. Las palabras, para mí, tangibles, rotundas, eran lo que menos podía poner yo en entredicho. Creo que no me entendió.”

V

RÍO

        Con Río[7], el poeta nacido en las costas de la América mexicana cumple una cita con la vía misteriosa que separa (y confunde) las aguas dulces de la infancia y las marismas indóciles del meridiano adolescente: vía crucial donde la muerte de la madre abre las puertas del arcaico paisaje cordial y fija las viñetas arquetípicas –rumorosas caracolas marinas– que alimentarán los subsuelos de la memoria. Río cuenta 47 (XLVII) poemas –otros tantos miradores desde donde se domina la Atlántida sentimental y sensible que ha quedado inmersa en el inicio sublunar que ha recorrido en el curso de su longevidad.

         Habla el poeta, el niño cautivo en el ámbar de la lengua, el cantor fertilizado precozmente por el polen de lo inolvidable y lo olvidado. En el espejo oceánico del poema aparece la infancia y su memoria pero los recuerdos más distantes solo volverán a flote por la recreación del lenguaje olvidado donde la humanidad terrestre queda como divinizada por la nostalgia de las aguas. Cuatro afluentes concurren en este Río: la Madre y la Lengua, el Tiempo cuya imagen encauza y el Río. Las 47 islas-poemas de este archipiélago redondean la figura continental que ha ido dibujando el marino artífice. Al devolver las escenas domésticas y el álbum de las reminiscencias niñas a la atmósfera natural y su hospitalaria intemperie, al proceder a un cultivo riguroso de la selva recordada y la emoción silvestre, Rivas entreteje lo público y lo privado, la muerte y la vida, la historia y la fábula, los metros breves para la canción y los amplios vuelos de ritmo libre para el sueño inapresable; entrevera las voces coloquiales y regionales con el léxico óxido traído del fondo de la lengua atesorada. Resulta de ahí una fábula lírica: Río surcado por islas afortunadas; tierra firme abierta por oasis lacustres: calendario donde fluyen entre las corrientes del Río-Tiempo-Lenguaje los remolinos de la madre transfigurada en memoria y lengua encantada capaz de dar permanencia a lo fluctuante.

 

[1] Homero, Iliada, prólogo de José Luis Rivas, trad. de Montserrat Casamada, Universidad Veracruzana, 2008.

[2] Para leer a Aimé Césaire, traducción de José Luis Rivas, Fabienne Bradú, et al.
Presentación de Philippe Ollé-Laprune.

[3] José Luis Rivas, Río, FCE, México 1998.

[4] Elémire Zolla, La amante invisible, traducción de Bárbara Piano, editorial Mandorla, 1998.

[5] N. del A.: Los dos puntos con los que concluye este ensayo son intencionales. Retoman un recurso aprendido en la lectura del poeta veracruzano. “José Luis Rivas: El cuerpo y su doble” es así mismo el prólogo al libro Estuario, publicado en 1996 por la colombiana Editorial Norma.

[6] Ana María Jaramillo, Playas borrascosas. Entrevista con escritores veracruzanos, Ediciones Sin Nombre, Juan Pablos Editor, México, 1998, pp. 127-134.

[7] José Luis Rivas, Río, Col. Letras mexicanas, fce, México, 1998, 106 pp.