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Cada uno de nosotros tiene hábitos buenos y hábitos malos. Fumamos, nos levantamos al alba, tomamos una copa de vino por las noches, dormimos de más o soñamos de menos. Un hábito mío consiste en escribir una crítica sobre cada libro de poemas que publica Minerva Margarita Villarreal y que tiene que estar debidamente dedicado: Adamar, Tálamo, De amor y furia. Quizá una de las cúspides de su experiencia poética sea Herida luminosa: la convergencia entre la divinidad y la pareja, el hijo, el padre; la simbiosis del cuerpo con la existencia; en fin: en otros ensayos he abordado este poemario que considero capital en la poesía contemporánea de México, y (lo escribo sin ambages) de la lengua castellana. No insistiré, por ahora, en sus innumerables atributos.
Regularmente no se me dificulta que mi amiga Minerva Margarita me dedique sus poemarios (a mí que soy su más ferviente lector) a excepción de una vez, cuando le otorgaron el Premio Nacional de Poesía Aguascalientes, en 2016, por esa joya teresiana que es el libro Las maneras del agua. Le seguí la pista en Aguascalientes para que me autografiara el libro; la bella ceremonia en el Teatro Morelos, el brindis de honor, la comida formal, los abrazos, los aplausos y la lectura en atril. Pero el libro Las maneras del agua, nada que me lo autografiaba.
Finalmente regresé a mi casa, en Monterrey, con el libro en blanco, sin dedicatoria. Ahora es el volumen más curioso que tengo en mi biblioteca, en la sección Villarreal-Minerva Margarita: porque es el único que no tengo autografiado; eso lo volvió una rareza entre los demás tomos.
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Teresa de Jesús era una santa, pero no rehuía el pleito ni el ajuste de cuentas. No lo hizo ni después de muerta. En el siglo XVII fue el centro de una memorable pugna que tuvo más de intriga política que de disquisición mística. El rey Felipe IV quiso nombrarla patrona de España, junto con el Apóstol Santiago. La polémica subió de tono. Por un lado, su defensor era el valido real don Gaspar de Guzmán, Conde-Duque de Olivares; por el otro, su detractor era el mismísimo Francisco de Quevedo.
Quevedo alegaba que Santa Teresa no podía ser patrona de los españoles (y por ende tampoco de la Nueva España), porque 1.- Apenas se había canonizado. 2.- No tenía los méritos del Apóstol para representar a la monarquía española. 3.- Era mujer.
El Conde-duque de Olivares, más por contradecir a Quevedo que por defender a la carmelita, respondió en un escrito: “Todas las maneras del agua viva llevarán a Santa Teresa en su caudal a la mar victoriosa”.
Esta declaración del Conde-Duque refleja el simbolismo del agua en Santa Teresa. “Venga a mí el que tiene sed; el que crea en mí tendrá de beber. Pues la Escritura dice: De él saldrán ríos de agua viva”.
En el Libro de la vida (del capítulo 11 al 23), Santa Teresa compara los cuatro grados de oración con las cuatro maneras de regar un huerto, repetidas en el poema Aparece de Minerva Margarita: “Agua del pozo / Agua de noria sin anegar el huerto / Agua de río o del arroyo / Lluvia del cielo”. Dice nuestra poeta del desierto norestense: “e irrumpir / Tersa de las meditaciones / en la tierra el espanto”. Lo cual me evoca un poema de Quevedo: “la confusión inunda l’alma mía / mi corazón es reino del espanto”. Entre el más allá y el espanto terrenal, la mirada mística.
La palabra milagro quiere decir “ver más allá”. Todo poema es, a su manera, un milagro: nos hace ver más allá. Los místicos veían mejor la realidad porque oteaban más lejos que nosotros. Detrás de lo visible hay infinitas posibilidades de ver. Lo real es vivir apariencias. La mística, en cambio, es experimentar trascendencia.
México tiene una larga tradición de poetas religiosos, desde Sor Juana hasta Ramón López Velarde y Gabriel Zaid, entre otros. En mi canon personal están dos poetas de Jalisco, ahora injustamente olvidados por la crítica: Francisco González León y Alfredo Plascencia. González León es más ortodoxo que místico. Usa el agua como símbolo, pero no es el agua viva sino el agua en reposo: “Agua dormida de aquel pilón / agua desierta (…) y con hambre espiritual he suspirado: / ¡Si me dieras tu paz”. Por su parte, el sacerdote Alfredo Plascencia no es ortodoxo sino desafiante. Sus aguas son vivas pero se salen de cauce. En las antípodas del misticismo español, lo suyo es el desafío amoroso. De niño, leí ávidamente a Plascencia, no sin escándalo y curiosidad: “así estás mejor: crucificado / bien quisieras herir pero no puedes / quien acertó a ponerte en ese estado / no hizo cosa mejor / que así te quedes”. Un poema que dudo mucho que Santa Teresa hubiera aceptado.
La ocasional y aparente blasfemia de Alfredo Plascencia es, sin embargo, otra forma de ver, una mirada diferente en la literatura mexicana. De esta tradición, que preservan y al mismo tiempo trasgreden, abrevan los 25 poemas y 24 laudes que conforman Las maneras del agua (obra tutelada por Santa Teresa de Jesús que es una continuación actual, dolorosa, de la mística).
La mirada de Santa Teresa, que retoma Minerva Margarita, va más allá para ver más adentro. Lo suyo es una introspección: testigo del asalto de Dios a su interior. El asceta busca a Dios. El místico, en cambio, lo recibe. El primero es un explorador. El segundo es un receptor. Hasta en los pucheros anda Dios. Y esa revelación teresiana explica la mundanidad del yo lírico de Las maneras del agua.
Para vivir como místico hace falta ser preliminarmente mundano. Aceptar nuestra condición gregaria de debilidad, en la que a veces cayó el propio profeta Elías (patrono por cierto de la Orden del Carmen). Mundana, en el mejor de los sentidos, Santa Teresa conocía, sin tolerar, los vicios humanos. Las maneras del agua, bajo el patronazgo teresiano, es recuento, entre muchas otras cosas, de las adicciones que someten al ser humano. “La culpa va sorbiendo / si no la borras de tajo”, dice en el poema Antes de caer. El vicioso es esclavo de sí mismo, supone Santa Teresa en sus Fundaciones. Todo adicto es su propia víctima, dice a su vez Minerva Margarita, empática con los que sufren: “El muchacho es adicto / De cada diez /uno no recae / la impotencia de sus labios / por mi sangre / fluye”. No es casual que ciertas drogas de diseño se nombren con términos de la mística española: el cristal, el éxtasis. Y la más irónica: pastillas del amor.
Vivir en el mundanal ruido para luego huir de él; dejar nuestra casa en paz. “Piensa en el quehacer supremo / y deja la ropa sucia en casa”, dice Minerva Margarita. Orden y aseo exterior. Alma limpia para ser embargada por Dios, que todo lo llena y colma. Ser “Crisávila” (hermosa palabra compuesta por Minerva Margarita que une a Cristo con Teresa de Ávila). Dice San Juan de la Cruz: “Salí sin ser notada, estando ya mi casa sosegada”. El Doctor Místico lo expresa en femenino porque no es él sino su alma quien habla.
El erotismo teresiano, que en cierta forma es derivación de lo místico, lo recoge Minerva Margarita en sentido contrario: el erotismo puede ser una forma de misticismo: la poeta confecciona un vestido y se lo pone para desnudarse mejor. Desnuda, purificada, el alma se une a Dios por medio de la gracia. Es el final esperado pero al mismo tiempo imprevisto del ayuno, la soledad y, sobre todo, la oración, una de las más altas transfiguraciones de la poesía.
Las maneras del agua está impregnado de ánima animada, como decía Santa Teresa; esto es, de la palabra divina que “como una Virgen / asciende / de la profundidad / de las aguas”. La voz lírica, finalmente, rompe la tela para el dulce encuentro, como pide San Juan de la Cruz, y poder ver más allá. ¿Desde dónde? En realidad no importa tanto el lugar. La iluminación se da en cualquier parte. El espíritu, como el viento, sopla por donde quiere. En el caso de Minerva Margarita sucedió “con sólo tocarme la cabeza mientras dormía”, y luego dice: “En la inmensidad de Icamole / cuando más amo el desierto / el ojo de agua de sus manos / su delirio / su tibieza feroz en mis rodillas / Vi sucederse las señales / hasta que se ausentó de la carne / como una Virgen que desaparece”. Los poemas de Minerva Margarita son salmos seculares; aljibes de agua viva. El lector los lee como el devoto ora. Así nace el milagro lírico. Y queda toda ciencia trascendiendo.
3
Vike, un animal dentro de mí, el más reciente poemario de Minerva Margarita, me hizo evocar el Crátilo, de Platón. En este diálogo sobre la naturaleza del lenguaje, se afirma que cada uno de los seres y cosas tienen el nombre exacto, la palabra correcta, lo mismo en griego que en las lenguas bárbaras. Borges (que solía resumir el universo en Arrieta de frases), resumió el diálogo platónico, casi a la perfección, en la primera estrofa de su poema “El Gólem”: “Si (como afirma el griego en el Cratilo) / el nombre es arquetipo de la cosa / en las letras de rosa está la rosa / y todo el Nilo en la palabra Nilo”.
Minerva Margarita hizo lo contrario a el Crátilo cuando escribió los poemas de Vike: a lo largo de su texto, gravita un término clave, que mancha y carcome cada una de sus líneas; un término ominoso, ofensivo que no nombra, que no cita con todas sus letras, pero que marca como hierro ardiente esta pequeña obra maestra de poesía narrativa.
Dicha palabra, que es uno de los arquetipos de la maldad, una de las tantas variantes con que nombramos el mal, estropea la vida de muchas Vikes que tuvieron el mal tino de nacer un día, en el seno de la familia equivocada, con los padres equivocados, con los vecinos equivocados, en la sociedad equivocada, en un planeta equivocado.
“Quien conoce la cárcel conoce el Estado”, decía Tolstói. “Quien conoce las relaciones familiares pervertidas, conoce el infierno”, diría Minerva Margarita. Freud habla del unheimlich, de lo siniestro que anida en la vida familiar. Vike es cualquier mujer ultrajada, cualquier mujer violada por el padre, por la pareja, sometida por los parientes, por el machismo, por los agresores que no ven en ella un árbol que resplandece, “mientras un viento fresco / pasa entre sus ramas”. El viento es la vida que atraviesa el cuerpo de todo ser humano, que es sagrado.
Vike ve una estrella en el pozo de un aljibe, pero sus puntas no son símbolo de esperanza sino de amenaza: “sus filos despuntan cuando llega la noche”. Reveladoras son las sucesivas violencias físicas y mentales padecidas con la muchacha que dejó antes de morir “El vestido de novia con el que no se casó / sobre la cama como si fuera a llevárselo”. “Los golpes de la ausencia / no vienen de la ausencia de golpes”. Punzante es la violencia del padre, “que robó la luz de sus ojos”, de su hermana que hurtó sus escasos bienes: “No es cierto que los ministeriales / se robaran el dinero / Almita su hermana fue la que lo agarró”, de su cuñado Gringo al que “le irritaban sus modos y su hambre / su mente soñadora de días sin comer”, de sus atracadores: “Fue cuando vinieron a robarla / La golpearon con saña”.
Rilke habla de la pantera que “cree que el mundo está hecho de miles de rejas y, más allá, la nada”. Eduardo Lizalde habla en sus poemas de un tigre que a mi modo de ver simboliza la muerte, constantemente encima de nosotros. El animal de Vike es evidentemente más genérico a la pantera de Rilke o el tigre de Lizalde. Dice Minerva Margarita: “Un animal que vaga por mi vientre / se aloja se duerme se está quieto / pero a veces lo escucho rugir”. Después: “y las fauces las fauces / de la ingrata jauría”. En la figura de la propia Vike se conjunta la muerte y las uñas que cavan: “yo escarbo el purgatorio con mis uñas y me quedan lodosas”. “Sus dedos siguen cavando / como quien entierra / una hormiga muerta”. Incluso las gallinas que se come el cacomixtle “luego de acecharlas / mientras éstas escarban la tierra”. En cambio, el ángel “ha perdido los dedos”.
Vike simboliza esa palabra oculta, soterrada, que no se dice pero que está latente en el poema de Minerva Margarita: esa palabra es el abuso sexual, el abuso físico, el abuso emocional, el abuso de la indiferencia social. Es el abuso contra la trabajadora doméstica, contra la estudiante que sube a la estación del metro Aztlán, de Monterrey, contra la esposa agraviada por el marido machista, contra el travesti que exige respeto de los demás, contra la madre de familia que viaja en la caravana de migrantes centroamericanos.
Minerva Margarita Villarreal se acerca con su maravilloso libro de Vike y susurra al oído de las mujeres ultrajadas para darles el bálsamo de la poesía. Pero también se acerca al oído de los violadores, de los asesinos, de los desalmados y les dice “escucha, mira, lee, y sopesa el infierno que tu daño ha provocado”.
4
Releo estos poemarios de Minerva Margarita y pienso que edifican unas de las tantas moradas de la autora, donde la imaginación y la mística se ayuntan con vivencias duras, descarnadas. Leídos como capítulos sucesivos de un solo corpus poético, luminoso y complejo, constituyen lo mejor que se ha publicado en las últimas décadas de poesía mexicana moderna.